Por los años de 1560 era Guayaquil, aunque fundada en
1536, una de las más florecientes ciudades de la costa del
Pacífico. La actividad de su comercio, su riqueza
agrícola y más que todo las comodidades de su
varadero para el reparo y calafateo de las naves, auguraban a
Guayaquil un porvenir que hoy sería envidiable si los
caudales que obtiene, merced a su situación
geográfica y demás condiciones, no sirvieran para
dar de comer al resto de la república.
Guayaquil, con la única aduana productiva del Ecuador, es
la gran arteria que alimenta la vida de la nación.
Así se comprende que alguna vez hayan pretendido los
guayaquileños llamarse a dueños de casa y hacer de
su capa un sayo.
Los habitantes, en medio de esa indolencia inherente a los
moradores de regiones cálidas, no carecen de vigor
físico. La inteligencia de los hombres es generalmente
menos clara que la del bello sexo. No es esto decir que no haya
sido cuna de grandes talentos, como el poeta Olmedo, Don Pedro
Carbo, Don Vicente Piedrahita y muy pocos más. Ellos son
valientes en el campo de batalla; pero sus andaluzadas para
contar proezas han dañado su fama de bravos.
No busquéis en Guayaquil segundas ni terceras lanzas;
perderíais lastimosamente vuestro tiempo. Allí no
hay sino primeras lanzas. Todos son Otamendi o Camacaro, dos
guapos de la época de la independencia que contaban con
mucho aplomo que de una lanzada traspasaban, como San Jorge, al
mismo Lucifer.
La guayaquileña tiene la belleza del diablo; cuerpo
gentil, ojos animadísimos, expresión graciosa, no
poco arte y vivísima fantasía. En ella hay mucho de
la mujer de Oriente. Pasa las horas muertas reclinada con molicie
en la hamaca, con un libro y un abanico en las manos y dejando
adivinar voluptuosas y esculturales formas por entre los pliegues
de la ligera gasa de su traje.
Ama las flores más que una holandesa; pero por pereza
jamás cultiva un jardín. Nadie como ella tiene
cierta coquetería instintiva para prender una flor en el
peinado. Olvidaba decir que el jazmín del Cabo es
allí el complemento de la mujer. No concibo la una sin la
otra.
La guayaquileña aborrece las medianías. Ama los
buenos versos y la buena música. Byron y Bellini
habrían hallado en Guayaquil su paraíso. Sobre
todo, es abnegada y odia la prosa de los números. Para
ella las matemáticas maldita la falta que hacen sobre la
tierra, y se apasiona por todo lo romancesco. Sencilla a veces
como un idilio y soñadora otras como un lieder de los
poetas alemanes, sabe siempre revestir de idealismo sus
impresiones.
Precisamente lo poético de su organización la hace
creer en todo lo maravilloso y sobrenatural, como el espiritismo
o las mesitas parlantes. Una guayaquileña os
contará cuentos de hadas y duendes, y os hablará
con seductor misticismo de milagros y de almas en pena, todo con
tan animados colores como si estuviera leyéndoos un libro
de Ana Radcliffe.
Perdónenme si mi prosaica pluma va a despoetizar una
tradición popular del Guayas.
II
Tuturuto, como más tarde Pancho el Negro, era por los
tiempos a que nos hemos referido el terror de todos los que en
balsas o canoas se aventuraban, entrada la noche, a cruzar el
río de la Puná a Guayaquil.
La navegación del Guayas no está exenta de
peligros; y en esa época, más temible que el de los
caimanes cebados y alimañas ponzoñosas era el de un
encuentro con Tuturuto.
Cuando los balseros creían haber escapado, se les
aparecía, saliendo de un estero, el bote pirata de
Tuturuto que, como un fantástico Neptuno, iba de pie junto
al timón, mientras seis vigorosos remeros hacían
deslizarse rápidamente la embarcación sobre la
superficie del agua. Abordaban las balsas o canoas sin proferir
un grito, robaban lo más valioso del cargamento, y cuando,
lo que pocas veces aconteció, les oponían
resistencia, mandaba Tuturuto arrojar al río a los
vencidos con una piedra en los pies para que sirvieran de manjar
a los caimanes.
Tuturuto tenía pretensiones de sultán. Si en la
embarcación sorprendida encontraba mujeres jóvenes
las hacía prisioneras, llevándolas al monte, donde
las conservaba, haciendo las delicias de su serrallo, hasta que
nuevas cautivas venían a reemplazarlas. Entonces las daba
libertad o las cedía a los hombres de su banda.
En vano la autoridad dispuso batidas en el monte y armó
celadas en el río. Tuturuto era zorro que burlaba todas
las trampas.
Pero tanto va el cántaro a la fuente, hasta que sale sin
asa. Una de las cautivas de Tuturuto, con humos de sultana
favorita, le clavó un día tan soberbia
puñalada en el corazón que lo dejó difunto,
y la banda, sin jefe que la dominase, se dispersó por el
monte. ¡Cuán cierto es que lo que no alcanzan barbas
lo consiguen faldas!
Creo que la noticia se celebró en Guayaquil con corrida de
toros y Tedeum.
Poco tiempo después levantose el rumor de que en las
noches más lóbregas y lluviosas, el alma de
Tuturuto pasaba frente a la ciudad en una balsa iluminada, y las
viejas le rezaron al bandido y aun le pagaron novenario de
misas.
Si vivo había sido el terror de los balseros, muerto se
convirtió en pesadilla de la gente crédula y en
coco de los chiquillos, a quienes las madres repetían:
«Si no callas, angelito, llamo a Tuturuto».
Lo particular es que realmente se vio la balsa iluminada y que
aun en nuestros días se la ve. La ciencia ha venido a
explicar el fenómeno sencillísimo y frecuente en
nuestras montañas.
En la estación de lluvias y de creciente para los
ríos, arrastran éstos grandes troncos y aun
árboles seculares que en las tinieblas toman apariencia de
balsas, sobre cuyas ramas navegan millares de cocuyos y
demás moscas e insectillos luminosos.
Y el que busque más explicación que la pida al
ilustre Raimondi, al estudioso Barranca u otro naturalista.
Nada hay, pues, de forzado en que los primeros pobladores de
Guayaquil, poco entendidos en la materia, creyeran como
artículo de fe que el alma de Tuturuto peregrinaba por la
ría.