Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
«No tengas pena, pariente;
todavía puede ser
que la soga se reviente».
Anónimo
I
Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para
celebrar a su santo patrón, que lo era también de
su majestad Carlos III, tenía congregados en
opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la
parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde
el amanecer, habían llegado a felicitarlo por su
cumpleaños.
El cura Don Carlos Rodríguez era un clérigo
campechano, caritativo y poco exigente en el cobro de los diezmos
y demás provechos parroquiales, cualidades
apostólicas que lo hacían el ídolo de sus
feligreses. Ocupaba aquella mañana la cabecera de la mesa,
teniendo a su izquierda a un descendiente de los Incas, llamado
don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su derecha a doña
Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se
multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la
más expansiva alegría. De pronto sintiose el galope
de un caballo que se detuvo a la puerta de la casa parroquial, y
el jinete, sin descalzarse las espuelas, penetró en la
sala del festín.
El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga,
corregidor de la provincia de Tinta, hidalgo español muy
engreído con lo rancio de su nobleza y que despotizaba,
por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero en sus palabras,
brusco de modales, cruel para con los indios de la mita y avaro
hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido
reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su
señoría. Y para colmo de desprestigio, el provisor
y canónigos del Cuzco lo habían excomulgado
solemnemente por ciertos avances contra la autoridad
eclesiástica.
Todos los comensales se pusieron de pie a la entrada del
corregidor, quien, sin hacer atención en el cacique D.
José Gabriel, se dejó caer sobre la silla que
éste ocupaba, y noble indio fue a colocarse a otro extremo
de la mesa, sin darse por entendido de la falta de
cortesía del empingorotado español. Después
de algunas frases vulgares, de haber refocilado el
estómago con las viandas y remojado la palabra, dijo su
señoría:
-No piense vuesa merced que me he pegado un trote desde Yanaoca
sólo por darle saludes.
-Usiría sabe -contestó el párroco- que
cualquiera que sea la causa que lo trae es siempre bien recibido
en esta humilde choza.
-Huélgome por vuesa merced de haberme convencido
personalmente de la falsedad de un aviso que recibí ayer,
que a haberlo encontrado real, juro cierto que no habría
reparado en hopalandas ni tonsura para amarrar a vuesa merced y
darle una zurribanda de que guardara memoria en los días
de su vida; que mientras yo empuñe la vara, ningún
monigote me ha de resollar gordo.
-Dios me es testigo de que no sé a qué vienen las
airadas palabras de su señoría -murmuró el
cura, intimidado por los impertinentes conceptos de
Arriaga.
-Yo me entiendo y bailo solo, Sr. Don Carlos. Bonito es mi
pergenio para tolerar que en mi corregimiento, a mis barbas, como
quien dice, se lean censuras ni esos papelotes de
excomunión que contra mí reparte el viejo loco que
anda de provisor en el Cuzco, y ¡por el ánima de mi
padre, que esté en gloria, que tengo de hacer mangas y
capirotes con el primer cura que se me descantille en mi
jurisdicción! ¡Y cuenta que se me suba la mostaza a
las narices y me atufe un tantico, que en un verbo me planto en
el Cuzco y torno chanfaina y picadillo a esos canónigos
barrigudos y abarraganados!
Y enfrascado el corregidor en sus groseras baladronadas, que
sólo interrumpía para apurar sendos tragos de vino,
no observó que Don Gabriel y algunos de los convidados iban
desapareciendo de la sala.
II
A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en
dirección a la villa de su residencia, cuando fue enlazado
su caballo; y Don Antonio se encontró en medio de cinco
hombres armados, en los que reconoció a otros tantos de
los comensales del cura.
-Dese preso vuesa merced -le dijo Tupac-Amaru, que era el que
acaudillaba el grupo. Y sin dar tiempo al maltrecho corregidor
para que opusiera la menor resistencia, le remacharon un par de
grillos y lo condujeron a Tungasuca. Inmediatamente salieron
indios con pliegos para el Alto Perú y otros lugares, y
Tupac-Amaru alzó bandera contra España.
Pocos días después, el 10 de noviembre,
destacábase una horca frente a la capilla de Tungasuca; y
el altivo español, vestido de uniforme y acompañado
de un sacerdote que lo exhortaba a morir cristianamente,
oyó al pregonero estas palabras:
Ésta es la justicia que Don José Gabriel I, por la
gracia de Dios, inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito,
Chile, Buenos Aires y continente de los madres del Sur, duque y
señor de los Amazonas y del gran Paititi, manda hacer en
la persona de Antonio de Arriaga por tirano, alevoso, enemigo de
Dios y sus ministros, corruptor y falsario.
En seguida el verdugo, que era un negro esclavo del infeliz
corregidor, le arrancó él uniforme en señal
de degradación, le vistió una mortaja y le puso la
soga al cuello. Mas al suspender el cuerpo, a pocas pulgadas de
la tierra, reventó la cuerda; y Arriaga, aprovechando la
natural sorpresa que en los indios produjo este incidente,
echó a correr en dirección a la capilla, gritando:
«¡Salvo soy! ¡A iglesia me llamo! ¡La
iglesia me vale!».
Iba ya el hidalgo a penetrar en sagrado, cuando se le interpuso
el Inca Tupac-Amaru y lo tomó del cuello,
diciéndole:
-¡No vale la iglesia a tan gran pícaro como vos!
¡No vale la iglesia a un excomulgado por la Iglesia!
Y volviendo el verdugo a apoderarse del sentenciado, dio pronto
remate a su sangrienta misión.
III
Aquí deberíamos dar por terminada la
tradición; pero el plan de nuestra obra exige que
consagremos algunas líneas por vía de
epílogo al virrey en cuya época de mando
aconteció este suceso.
El Excmo. Sr. Don Agustín de Jáuregui, natural de
Navarra y de la familia de los condes de Miranda y de Teba,
caballero de la Orden de Santiago y teniente general de los
reales ejércitos, desempeñaba la presidencia de
Chile cuando Carlos III relevó con él, injusta y
desairosamente, al virrey Don Manuel Guirior. El caballero de
Jáuregui llegó a Lima el 21 de junio de 1780, y
francamente, que ninguno de sus antecesores recibió el
mando bajo peores auspicios.
Por una parte, los salvajes de Chanchamayo acababan de incendiar
y saquear varias poblaciones civilizadas; y por otra, el recargo
de impuestos y los procedimientos tiránicos del visitador
Areche habían producido senos disturbios, en los que
muchos corregidores y alcabaleros fueron sacrificados a la
cólera popular. Puede decirse que la conflagración
era general en el país, sin embargo de que Guirior
había declarado en suspenso el cobro de las odiosas y
exageradas contribuciones, mientras con mejor acuerdo
volvía el monarca sobre sus pasos.
Además en 1779 se declaró la guerra entre
España e Inglaterra, y reiterados avisos de Europa
afirmaban al nuevo virrey que la reina de los mares alistaba una
flota con destino al Pacífico.
Jáuregui (apellido que, en vascuence, significa demasiado
señor), en previsión de los amagos
piráticos, tuvo que fortificar y artillar la costa,
organizar milicias y aumentar la marina de guerra, medidas que
reclamaron fuertes gastos, con los que se acrecentó la
penuria pública.
Apenas hacía cuatro meses que don Agustín de
Jáuregui ocupaba el solio de los virreyes, cuando se tuvo
noticia de la muerte dada al corregidor Arriaga, y con ella de
que en una extensión de más de trescientas leguas
era proclamado por inca y soberano del Perú el cacique
Tupac-Amaru.
No es del caso historiar aquí esta tremenda
revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al
gobierno colonial. Poquísimo faltó para que
entonces hubiese quedado realizada la obra de la
Independencia.
El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron
prisioneros el inca y sus principales vasallos, con los que se
ejercieran los más bárbaros horrores. Hubo lenguas
y manos cortadas, cuerpos descuartizados, horca y garrote vil.
Areche autorizó barbaridad y media.
Con el suplicio del inca, de su esposa doña Micaela, de
sus hijos y hermanos, quedaron los revolucionarios sin un centro
de unidad. Sin embargo, la chispa no se extinguió hasta
julio de 1783, en que tuvo lugar en Lima la ejecución de
Don Felipe Tupac, hermano del infortunado inca, caudillo de los
naturales de Huarochirí. «Así -dice el
deán Fumes- terminó esta revolución, y
difícilmente presentará la historia otra ni
más justificada ni menos feliz».
Las armas de la casa de Jáuregui eran: escudo cortinado,
el primer cuartel en oro con un roble copado y un jabalí
pasante; el segundo de gules y un castillo de plata con bandera;
el tercero de azur, con tres flores de lis.
Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín
de Jáuregui recibió el regalo de un canastillo de
cerezas, fruta a la que era su excelencia muy aficionado, y que
apenas hubo comido dos o tres cayó al suelo sin sentido.
Treinta horas después se abría en palacio la gran
puerta del salón de recepciones; y en un sillón,
bajo el dosel, se veía a Jáuregui vestido de gran
uniforme. Con arreglo al ceremonial del caso el escribano de
cámara, seguido de la Real Audiencia, avanzó hasta
pocos pasos del dosel, y dijo en voz alta por tres veces:
«¡Excelentísimo señor Don Agustín
de Jáuregui!». Y luego, volviéndose al
concurso, pronunció esta frase obligada:
«Señores, no responde. ¡Falleció!
¡Falleció! ¡Falleció!». En
seguida sacó un protocolo, y los oidores estamparon en
él sus firmas.