Siempre es grato elevar nuestro pensamiento a los días de
la infancia, esa edad de ilusiones color de rosa, en que libres
de toda zozobra sobre el mañana, creemos que el mundo no
se extiende mas allá de nuestros juguetes y del espacio
que abarcan nuestros ojos. ¡Bienaventuradas horas en las
que nos imaginamos orégano todo el monte, y en las que
nadie ha murmurado aún a nuestros oídos que la
amistad es una explotación y el amor un artículo de
comercio!
Recorría ayer el álbum de mi memoria, y me detuve
de pronto ante el recuerdo de una niña, compañera
de mi infancia, enredadora y traviesa si las hubo. Cuando
escondía las gafas de la abuela, prendía un petardo
a la cola del gato o hacía alguna otra picardihuela,
solía la buena anciana aplicarla un par de azoticos,
exclamando:
-Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala
que la señora de***.
De mí sé decir que tanto recalcaba la vieja sobre
esto de la maldad de la señora de***, que tomé por
la susodicha un miedo más cerval que por el coco. Andando,
andando, descifré errante viejo manuscrito cayó por
mi cuenta, no dejé bruja a vida de las que
penitenció en Lima la Santa Inquisición cuyas
marrullerías no me fuesen conocidas, y cuando menos lo
esperaba, cata que me encontré con que en uno de los
libros del Cabildo y en la Estadística de Fuentes existen
datos auténticos sobre mi señora la de***.
¡No que nones! Pues yo tengo de escribir esta leyenda,
aunque no sea más que para probar que por pícara y
taimada y bellaca que llegase a ser, con el tiempo y las aguas,
la pobre niña a quien tan desastroso fin auguraba la
abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al
diablo la carne para ofrecer a Dios los huesos, nunca, en los
siglos de los siglos, se presentará mujer que exceda en
crímenes a la dama de mi historia.
Basta de introito, ¡Al avío y picar puntos!
I
La señorita de*** era por los años de 1601 un
fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal como
lo sueña un libertino para curarse de la dispepsia. El
señor de***, su padre y la primera fortuna acaso de la
tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse
dejando a su heredera doña Sebastiana bajo la tutela de Don Blas Medina, asturiano severo y con más penacho que el
mismo Don Pelayo. Imagínese el lector si sería
codiciable y capaz de despertar el apetito del hombre menos
goloso una chica que amén de su juventud, buen coramvobis
y riqueza, tenía la rara fortuna de no llevar suegro ni
suegra al matrimonio.
Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba tan al
vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se ve!
Aquél era un siglo de obscurantismo y no de progreso, como
el actual, en que hoy mañana toma marido la mozuela que
ayer noche jugaba a las muñecas. No faltan malditos de
cocer que afirman que los matrimonios del día no son para
la mujer más que un cambio de juguete, y por eso anda ello
enredado como costura de beata o conciencia de escribano. Repito,
pues, que en 1601 el matrimonio era un punto que calzaba muchos
puntos; y el bueno del tutor, que barruntaba en doña
Sebastiana comezones de responder quiero al primer ganapán
que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de
mozos en casita y guardar a la niña como tesoro en arca de
avaro.
La educación de la mujer de calidad, por entonces, se
reducía a leer lo bastante para imponerse de la vida del
santo del día, escribir no muy de corrido lo suficiente
para hacer el apunte del lavado, y tocar el arpa, con más
o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en una misa de
aguinaldo. Esto, un mucho de repetir de coro trisagios y novenas,
un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de
gentes, y pare usted de contar, fue la educación de la
millonaria y bella damisela. ¡Téngame Dios de su
mano y líbreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al
siglo, que buenos lomos tuvo su merced para soportar esa y todas
las cargas que me venga en antojo echarle a cuestas.
La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte del
maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por lo feo de
dar un espanto al mismo miedo, se reducía a un rechoncho
fraile seráfico, al tutor y a su hijo, muchacho
seminarista de diez y ocho años y a quien su padre
soñaba convertir en todo un canónigo de merced. El
Don Carlitos, en presencia de su padre y comensales, adoptaba un
airecito de unción y bobería que lo asimilaba a un
ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector
mío, y a puto el postre si no te dan un día
cualquiera sarna que rascar.
Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de su
tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio todos los
domingos para pasar el día en casa de su señor
padre, y a punto de oraciones un negro lo acompañaba hasta
entregarlo a los bedeles del seminario.
Pero estaba escrito, Don Carlos tenía más
afición que a los infolios teológicos a estudiar en
ese libro misterioso que se llama la mujer. El jesuita
Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio,
exalta la curiosidad de los muchachos más que la serpiente
que tentó a Eva. Quizá alguno de sus
capítulos cayó en manos del seminarista, y he
aquí cómo un mal librajo llevó a carrera de
perdición a un joven, casto como el cándido
José, y privó acaso a la iglesia de Lima de una de
sus más espléndidas luminarias o lumbreras. Este
preámbulo debe darte, lector, por informado de que
magüer las precauciones de Don Blas para conservar ilesa la
prenda que se le dio en depósito, al primer arrumaco que a
quemarropa lanzó el fogoso muchacho sobre la inflamable
doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la enamorada
pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de
la perezosa España, acostumbraba dormir la siesta, para
darse un hartazgo de palabras almibaradas y demás cosas
que sospecho deben darse entre amantes.
El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa basta para
producir un incendio mayor que el cantado por Homero, viene el
demonio de repente y... ¡sopla!
II
Así transcurrieron cinco años en los que, habiendo
fallecido Don Blas Medina, entró la joven en el libre goce
de su pingüe mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana
del seminarista, convencido de que Dios no lo llamaba camino de
la Iglesia. Don Blas, que en sus mocedades había
desempeñado un valioso corregimiento en el Cuzco y
acrecido después su fortuna en el comercio, legó a
su heredero un caudal nada despreciable.
Echose el mocito a campar por sus respetos, a frecuentar el
mundo, del que la austeridad de su difunto padre lo había
mantenido a distancia, y a triunfar en toda regla.
El amor que había sentido por Sebastianita se
desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar a
caza de novedades. Olvidó la palabra empeñada de
casarse y legitimar a los dos niños habidos de sus
secretos amores, y cuando menos lo esperaba la pobre enamorada,
recibió una carta en que Don Carlos la noticiaba que
había contraído matrimonio in facie ecclesiæ
con una hija del capitán de arcabuceros Don Santiago
Pedrosa, llamada doña Dolores.
Imagínese el lector el efecto que produciría la
esquela en el ánimo de la apasionada mujer. Durante
algún tiempo anduvo su honra en lenguas de las comadres de
Lima, que hacían de ella mangas y capirotes.
Rugíase también que doña Sebastiana no
tenía el juicio muy en sus cabales. A la postre, como toda
mujer que ha amado frenéticamente a la criatura, se
volvió al Creador, lo que en buen romance quiere decir que
se tornó beata, y beata de correa, que es otro ítem
más; beata de las que leían el librito publicado
por un jesuita con el título de Alfalfa espiritual para
los borregos de Jesucristo, en el cual se llamaba a la Hostia
consagrada pan de perro (pan de pecador).
No obstante, siempre que en el templo o en la calle encontraba al
perjuro amante tenían lugar escenas
escandalosísimas. Doña Sebastiana no
retrocedía en su empeño de volver a cautivar al
rebelde, y éste se había empestillado en el tonto
capricho de dar al mundo un ejemplo de fidelidad conyugal.
Y así pasaron tres años, hasta que la infeliz se
convenció de que nada tenía que esperar del amor de
Don Carlos, y entonces resolvió cambiar de táctica y
consagrarse a la venganza.
III
Era un día lunes, y al salir Don Carlos de la misa de San
Agustín se encontró con su sombra o pesadilla
encarnada en Sebastiana.
-Hacedme la merced, Sr. Don Carlos, de escuchar unas pocas
palabras que por última vez os quiero decir.
-Estoy a vuestras órdenes, señora mía,
siempre que no insistáis en ponerme un afecto que hoy
sería un crimen -la contestó el joven.
-Pláceme veros tan leal esposo. Sabéis que observo
una vida religiosa y severa, y por ende desechad la
aprensión de que os diga nada que recuerde nuestros
extravíos.
-Hablad, señora,
-Tengo un hijo bastante rico, como sabéis. En Lima y bajo
mi amparo no es posible que adquiera la educación que
merece. Mañana zarpa el galeón del Callao para
España, y en él marchará el niño a
Madrid, donde será asistido por sus parientes. Os ruego
que vos, su padre, le echéis la bendición para que
alcance próspero viaje.
-Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco que luego
pasaré por vuestra casa.
Mediodía era por filo cuando Don Carlos abrazaba a sus dos
hijos en el salón de Sebastiana. Su corazón de
padre rebosaba de amor por ellos, y sus caricias y consejos al
niño próximo a partir para Europa no tenían
límite. La hija, a una indicación de doña
Sebastiana, ofreció a su enternecido padre unos bizcochos
y una copa de vino de Alicante. Don Carlos comió y
bebió con los niños, no sin que la madre les
hiciese también la razón, y de pronto su cuerpo se
desplomó sobre el canapé.
El infeliz había bebido un narcótico.
IV
Dos horas más tarde una calesa se detenía en el
patio de una hacienda próxima a la ciudad.
De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños.
El calesero, ayudado de otro esclavo, condujo a Don Carlos
exánime al lecho que en una de las habitaciones le
tenía preparado la vengativa dama.
Ésta, a solas con su víctima, le ató
fuertemente los brazos y los pies, y esperó a que saliese
de su fatal letargo.
La impresión de Don Carlos, al volver en sí, no
alcanza a pintarla nuestra pluma. Cedemos aquí la palabra
al cronista:
«Sebastiana, después de llenar a Don Carlos de
improperios, le dijo se preparase para morir en
satisfacción de sus perfidias. Llamó en seguida a
su hijo, y colocándolo a la vista de su padre, le dijo:
«Te quise cuando tu padre fue mi amante. Él me
abandonó, burlando mi inocencia, y es esposo de otra
mujer, que por él no ha hecho como yo el sacrificio de su
honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te tengo,
en fuerza del que quiero que mueras a presencia de este infame,
de quien rechazo conservar prendas que le pertenezcan».
Entonces hirió furiosamente al niño, le
cortó la cabeza y la arrojó sobre Don Carlos. En
seguida llamó a la hija, y con la misma relación y
de igual manera la dio muerte. Luego, prodigándole las
más atroces injurias, principió a cortar miembro
por miembro del cuerpo de Don Carlos, hasta que le vio expirar.
Concluida tan horrible carnicería, enterró por la
noche, en unión del calesero, los tres cadáveres, y
regresó tranquilamente a Lima.
»El alboroto que originó en la ciudad la
desaparición de un sujeto tan bienquisto como lo estaba Don Carlos y las diligencias de la familia de su esposa obligaron al
virrey a ofrecer por bando dos mil pesos al que diese noticia de
Medina, y este aliciente impelió al calesero a revelar el
crimen. Grande fue la indignación pública. La
delincuente confesó sus delitos en el tormento, y fue
sentenciada por la Real Audiencia, a la pena de horca y que le
cortasen después las manos, colocándolas en una
pica a extramuros de la ciudad, en dirección a la hacienda
donde cometió tan horribles crímenes.
»En las cuarenta y ocho horas que permaneció en
capilla, no se le notó a tan feroz mujer la menor
aflicción. Con gran serenidad decía:
«Después de satisfecha mi venganza, aguardo sin
temor la muerte».
V
La señora de*** fue la primera mujer ahorcada en la plaza
mayor de Lima.