A principios del actual siglo existía en la
Recolección de los descalzos un octogenario de austera
virtud y que vestía el hábito de hermano lego. El
pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo
sólo con el nombre de el Resucitado. Y he aquí la
auténtica y sencilla tradición que sobre él
ha llegado hasta nosotros.
I
En el año de los tres sietes (número
apocalíptico y famoso por la importancia de los sucesos
que se realizaron en América) presentose un día en
el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los
cuarenta agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo.
Desde el primer momento los médicos opinaron que la
dolencia del enfermo era mortal, y le previnieron que alistase el
bagaje para pasar a mundo mejor.
Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y
después de recibir los auxilios espirituales o de tener el
práctico a bordo, como decía un marino,
llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y
díjole, sobre poco más o menos:
-Hace quince años que vine de España, donde no dejo
deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en
Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del
trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de
mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas de oro que
encontrará vuesamerced en un cincho que llevo al cuerpo.
Si como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina
Majestad es servida llamarme a su presencia, lego a vuesamerced
mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente
que vista mi cadáver con una buena mortaja del
seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en
sufragio de mi alma pecadora.
Don Gil juró por todos los santos del calendario cumplir
religiosamente con los deseos de moribundo, y que no sólo
tendría mortaja y misas, sino un decente funeral.
Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor que le
quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche
empezaron a enfriársele las extremidades, y a las cinco de
la madrugada era alma de la otra vida.
Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del
ecónomo, que era un avaro más ruin que la
encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo
menguado del sujeto: ¡¡¡Gil Paz!!! No es
posible ser más tacaño de letras ni gastar menos
tinta para una firma.
Por entonces no existía aún en Lima el cementerio
general que, como es sabido, se inauguró el martes 31 de
mayo de 1808; y aquí es curioso consignar que el primer
cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis
al día siguiente fue el de un pobre de solemnidad llamado
Matías Isurriaga, quien, cayéndose de un andamio
sobre el cual trabajaba como albañil, se hizo tortilla en
el atrio mismo del cementerio. Los difuntos se enterraban en un
corralón o campo santo que tenía cada hospital, o
en las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la
salubridad pública.
Nuestro don Gil reflexionó que el finado le había
pedido muchas gollerías; que podía entrar en la
fosa común sin asperges, responsos ni sufragios; y que, en
cuanto a ropaje, bien aviado iba con el raído
pantalón y la mugrienta camisa con que lo había
sorprendido la flaca.
-En el hoyo no es como en el mundo -filosofaba Gil Paz-, donde
nos pagamos de exterioridades y apariencias, y muchos hacen papal
por la tela del vestido. ¡Vaya una pechuga la del difunto!
No seré yo, en mis días, quien halague su vanidad,
gastando los cuatro pesos que importa la jerga franciscana.
¿Querer lujo hasta para pudrir tierra? ¡Hase visto
presunción de la laya! ¡Milagro no le vino en antojo
que lo enterrasen con guantes de gamuza, botas de campana y
gorguera de encaje! Vaya al agujero como está el muy
bellaco, y agradézcame que no lo mande en el traje que
usaba el padre Adán antes de la golosina.
Y dos negros esclavos del hospital cogieron el cadáver y
lo transportaron al corralón que servía de
cementerio.
Dejemos por un rato en reposo al muerto, y mientras el
sepulturero abre la zanja fumemos un cigarrillo, charlando sobre
el gobierno y la política de aquellos tiempos.
II
El Excmo. Sr. don Manuel Guirior, natural de Navarra y de la
familia de San Francisco Javier, caballero de la Orden de San
Juan, teniente general de la real armada, gentilhombre de
cámara y marqués de Guirior, hallábase como
virrey en el nuevo reino de Granada, donde había
contraído con doña María Ventura, joven
bogotana, cuando fue promovido por Carlos III al gobierno del
Perú.
Guirior, acompañado de su esposa, llegó a Lima de
incógnito el 17 de julio de 1776, como sucesor de Amat. Su
recibimiento público se verificó con mucha pompa el
3 de diciembre, es decir, a los cuatro meses de haberse hecho
cargo del gobierno. La sagacidad de su carácter y sus
buenas dotes administrativas le conquistaron en breve el aprecio
general. Atendió mucho a la conversión de infieles,
y aun fundó en Chanchamayo colonias y fortalezas, que
posteriormente fueron destruidas por los salvajes. En Lima
estableció el alumbrado público con pequeño
gravamen de los vecinos, y fue el primer virrey que hizo publicar
bandos contra el diluvio llamado juego de carnavales. Verdad es
que, entonces como ahora, bandos tales fueron letra muerta.
Guirior fue el único, entre los virreyes, que cedió
a los hospitales los diez pesos que, para sorbetes y pastas
estaban asignados por real cédula a su excelencia siempre
que honraba con su presencia una función de teatro. En su
época se erigió el virreinato de Buenos Aires y
quedó terminada la demarcación de límites
del Perú, según el tratado de 1777 entre
España y Portugal, tratado que después nos ha
traído algunas desazones con el Brasil y el Ecuador.
En el mismo aciago año de los tres sietes nos envió
la corte al consejero de Indias Don José Areche, con el
título de superintendente y visitador general de la real
Hacienda y revestido de facultades omnímodas tales, que
hacían casi irrisoria la autoridad del virrey. La
verdadera misión del enviado regio era la de exprimir la
naranja hasta dejarla sin jugo. Areche elevó la
contribución de indígenas a un millón de
pesos; creó la junta de diezmos; los estancos y alcabalas
dieron pingües rendimientos; abrumó de impuestos y
socaliñas a los comerciantes y mineros, y tanto
ajustó la cuerda que en Huaraz, Lambayeque,
Huánuco, Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares
estallaron senos desórdenes, en los que hubo corregidores,
alcabaleros y empleados reales ajusticiados por el pueblo.
«La excitación era tan grande -dice Lorente- que en
Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte a uno de sus
camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de
aduanero, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños
osaron, aunque con mal éxito, presentar batalla a las
milicias reales». En el Cuzco se descubrió muy
oportunamente una vasta conspiración encabezada por D.
Lorenzo Farfán y un indio cacique, los que, aprehendidos,
terminaron su existencia en el cadalso.
Guirior se esforzó en convencer al superintendente de que
iba por mal camino; que era mayúsculo el descontento, que
con el rigorismo de sus medidas no lograría establecer los
nuevos impuestos, sino crear el peligro de que el país en
masa recurriese a la protesta armada, previsión que dos
años más tarde y bajo otro virrey, vino a
justificar la sangrienta rebelión de Tupac-Amaru. Pero
Areche pensaba que el rey lo había enviado al Perú
para que, sin pararse en barras, enriqueciese el real tesoro a
expensas de la tierra conquistada, y que los peruanos eran
siervos cuyo sudor, convertido en oro, debía pasar a las
arcas de Carlos III. Por lo tanto, informó al soberano que
Guirior lo embarazaba para esquilmar el país y que
nombrase otro virrey, pues su excelencia maldito si servía
para lobo rapaz y carnicero. Después de cuatro años
de gobierno, y sin la más leve fórmula de
cortesía, se vio destituido Don Manuel Guirior,
trigésimo segundo virrey del Perú, y llamado a
Madrid, donde murió pocos meses después de su
llegada.
Vivió una vida bien vivida.
Así en el juicio de residencia como en el secreto que se
le siguió, salió victorioso el virrey y fue
castigado Areche severamente.
III
En tanto que el sepulturero abría la zanja, una brisa
fresca y retozona oreaba el rostro del muerto, quien ciertamente
no debía estarlo en regla, pues sus músculos
empezaron a agitarse débilmente, abrió luego los
ojos y, al fin, por uno de esos maravillosos instintos del
organismo humano, hízose cargo de su situación. Un
par de minutos que hubiera tardado nuestro español en
volver de su paroxismo o catalepsia, y las paladas de tierra no
le habrían dejado campo para rebullirse y protestar.
Distraído el sepulturero con su lúgubre y habitual
faena, no observó la resurrección que se estaba
verificando hasta que el muerto se puso sobre sus puntales y
empezó a marchar con dirección a la puerta. El
búho de cementerio cayó accidentado,
realizándose casi al pie de la letra aquello que canta la
copla:
«el vivo se cayó muerto
y el muerto partió a correr».
Encontrábase Don Gil en la sala de San Ignacio vigilando
que los topiqueros no hiciesen mucho gasto de azúcar para
endulzar las tisanas, cuando una mano se posó
familiarmente en su hombro y oyó una voz cavernosa que le
dijo: «¡Avariento! ¿Dónde está
mi mortaja?».
Volviose aterrorizado Don Gil. Sea el espanto de ver un resucitado
de tan extraño pelaje, o sea la voz de la conciencia
hubiese hablado en él muy alto, es el hecho que el infeliz
perdió desde ese instante la razón. Su
sacrílega avaricia tuvo la locura por castigo.
En cuanto al español, quince días más tarde
salía del hospital completamente restablecido, y
después de repartir en limosnas las peluconas causa de la
desventura de Don Gil, tomó el hábito de lego en el
convento de los padres descalzos, y personas respetables que lo
conocieron y trataron nos afirman que alcanzó a morir en
olor de santidad, allá por los años de 1812.