Allá en los tiempos en que a las campanas se las mandaba,
por vía de castigo, desterradas a América...
-¡Alto el fuego! -me interrumpe el lector-
¿Cómo es eso de la proscripción de
campanas!
-Va usted a saberlo, señor mío.
Cuenta González Obregón, en su precioso libro
Méjico viejo, que en un pueblecillo de España cuyo
nombre no consigna la historia, había una iglesia con su
respectiva torre, y en ésta una campana, la cual una
noche, a la hora en que los vecinos roncaban a más y
mejor, dio en meter bulla como si una legión de diablos
agitara la cuerda que pendía de su badajo.
Armose gran tole tole, y el alcalde, seguido del campanero, que
dormía muy tranquilo en el lecho de su conjunta,
subió a la torre, y ni por respeto siquiera a la vara de
su merced suspendió su vocinglería la campana, sin
acertarse a descubrir la mano que la impulsara. El cura
calificó a la campana de posesa del demonio, y al otro
día la exorcizó y conjuró con hisopazos de
agua bendita.
Como era consiguiente, lo portentoso del caso llegó a
saberse y a comentarse en la villa y corte de Madrid. Dispuso
entonces, no sé si Carlos V o Felipe II, que se siguiese
juicio a la subversiva campana, y los jueces, después de
hacerse carga de abultadísimo proceso, vinieron en mandar
y mandaron: primero, que se diera por malo y de ningún
valor el repique; segundo, que se le arrancara a la campana la
lengua o badajo, y tercero, que se la enviase desterrada a
Indias.
Si San Paulino de Nola, inventor de las campanas, hubiera
existido a la sazón, de fijo que apela del riguroso
fallo.
Y la campana sin badajo fue enviada a Méjico, dónde
se conservó desde mediados del siglo XVI hasta 1868,
año en que por estar desportillada e inservible en el
rincón de un corral o patio, una municipalidad republicana
la vendió a un establecimiento de fundición de
metales.
Razonable sería presumir que las demás campanas
españolas escarmentaron en cabeza ajena. Pues no,
señor. La desmoralización cundió, y casi a
fines de aquel siglo otra que tal dio idéntico
escándalo. Diz que esa campana vino a Lima consignada al
arzobispo Santo Toribio, quien la destinó a la torre del
monasterio de Santa Clara.
Entro la campana de Méjico y la de Lima no hubo más
diferencia sino que con aquella se cumplió el fallo al pie
de la letra, pues jamás se la puso badajo. La de las
clarisas sí que volvió a hacer uso de la lengua,
acaso porque Santo Toribio lo solicitara así de la real
clemencia.
Reanudo mi relato. Decía, pues, que en esos tiempos en que
se desterraba a las campanas, como hogaño a peligrosas
personalidades políticas, vino de España un
paquidermo presbiteroide con más apego al dinero que a la
camisa del cuerpo, el cual presbiteroide obtuvo a poco beneficio
parroquial en pueblo de la sierra que contaba con cinco mil
indios. No bastándole al cura para rellenar la hucha con
los diezmos, primicias, bautizos, casorios, cabos de año,
misas gregorianas y demás socaliñas,
inventó, pues era hombre de imaginativa para esto de
trasquilar a las mansas ovejas, algo que fue para él mejor
que el hallazgo de mina en boya.
El panteón del pueblo medía poco más o menos
ochenta varas cuadradas. Dividiolo el cura en tres partes,
poniendo sobre la puerta del mayor cercado la palabra cielo. Los
otros dos trozos de terreno eran el uno de diez varas cuadradas,
con cartel en que se leía la palabra purgatorio; y el otro
de seis varas con esta inscripción: infierno.
Siempre que era asunto de dar sepultura a un cadáver, los
acongojados deudos dirigíanse al cura y
preguntábanle cuánto les costaría el
sepelio.
-Nada, hijito, si lo enterramos en el infierno.
-¡Ah! No, taita.
-Pues lo enterraremos en el purgatorio. Vale diez pesos. No puede
ser más barato.
-¿No será mejor, taita cura, ponerlo de una vez en
el cielo?
-Eso como tú quieras; pero te advierto que el cielo es
carito. Cuesta treinta pesos, ni un cuartillo menos.
-¿Tanto, taita?
-¿Y te parece poca mamada esa de ir al cielo sin
chamuscarse ni una pestaña en el purgatorio?
Convendrá el lector conmigo en que el presbiteroide era
hombre que sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo, y
que no era ningún abogado Ferrández, de quien dice
el refrán que ganaba los pleitos chicos y perdía
los grandes.
¿Qué ser tan descastado y sin entrañas
sería el que se hiciese remolón para dejar al deudo
pudriéndose eternamente en el infierno o
reconcomiéndose en el purgatorio? Aunque fuera pidiendo
limosna de puerta en puerta, había que reunir los treinta
morlacos para que el pariente fuese al cielo en tren
directo.
Como todo lo malo encuentra siempre imitadores en este valle de
lágrimas y pellejerías, abundaron hasta el pasado
siglo los curas que por treinta pesos aseguraban a los difuntos
la gloria perdurable, que para mis lectores deseo.
Amén.
No tengo noticia de que actualmente haya en el Perú pueblo
alguno donde los curas practiquen tan escandalosa simonía.
Pero el escritor bonaerense Florencio Mármol, en su
entretenido librito Recuerdos de la guerra del Pacífico,
asegura que en 1880 conoció en uno de los pueblos del
departamento de Cochabamba (república de Bolivia),
párroco que de tan indigna manera seguía explotando
la ignorancia de los infelices indios.
Y San Seacabó, que es santo sin vísperas ni
vigilia.