No había en Lima, por los años de 1817, muchacha
más pretendida que la linda Carmencita, hija única
de la dos veces millonaria marquesa de X... Como se ve, no era
ella de las que dicen:
«Si me caso contigo
me da mi madre
un olivar que tiene
puesto en el aire».
Según aparece en el legajo número 9 del archivo del
Consulado, entre los 158 coches y las 828 calesas que por
entonces pagaban contribución fiscal, eran los
vehículos de mi señora la marquesa los que
figuraban en primera línea. Anualmente, el día de
su cumpleaños daba la marquesa a sus amigos un almuerzo en
Amancaes, almuerzo de cuya esplendidez se hacían lenguas
los limeños. Y a propósito de Amancaes, queremos
consignar aquí que ese paseo (que se inaugura el
día de San Juan y concluye el de San Miguel) data casi
desde la fundación de Lima. En 1549 Don Andrés
Cinteros, acaudalado minero de Potosí, vino a establecerse
en Lima y fundó en el sitio donde más tarde se
edificara el templo de Santo Tomás una capilla consagrada
a San Juan de Letrán y en el cual se verificaba la
recepción de los caballeros cruzados, los que
después de la ceremonia de investidura iban a festejarlas
en Amancaes. La capilla, con sus privilegios nobiliarios, se
trasladó después a palacio. Esto es cuanto sobre el
origen del paseo a la pampa de Amancaes hemos alcanzado a sacar
en limpio, y que está en armonía con una sucinta
noticia que consigna El Mapa, periódico que se publicaba
en Lima en 1843.
Sigamos nuestra interrumpida narración.
Tras de premisas tales, adivinar se deja que Carmencita
tendría un cardumen de aficionados. Dos millones en
perspectiva despiertan el apetito.
Entre los pretendientes a la mano de la niña
contábanse Don Sebastián de Apezechea y Don
Sebastián de Encalada, caballeros ambos del hábito
de Santiago. Era el de Apezechea hombre de cuarenta años,
de aspecto nada simpático, de modesta fortuna y con fama
de avaro. Jamás comió gallina por no desperdiciar
las plumas.
En cambio, el de Encalada era el reverso de la medalla. Mozo de
treinta años, elegante, rico y gastaba rumbosamente su
dinero.
Los dos Sebastianes habían pedido a la marquesa la mano de
su hija, y la anciana vacilaba en la elección. Lo acertado
hubiera sido que, pues ella creía que ambos aspirantes
eran dignos de entroncar con su familia, eligiese Carmencita
marido a su regalado gusto. Pero en aquellos tiempos felices de
la pajuela y la alhucema, las hijas no tenían voz ni
voto.
Desvelábase la marquesa cavilando en las ventajas y
desventajas de cada novio, y pasaba el tiempo, y los galanes la
apuraban por respuesta. Ella terminó por pedirles una
semana de plazo para resolver el empeño.
Cumplíase el plazo el día de San Sebastián,
patrono de los dos aspirantes a cargar con mujer y suegra, y
desde la víspera anduvo la marquesa en trajines de la
cocina al comedor; pues ella misma se ocupó en arreglar
dos fuentes de conserva de nísperos. Un criado, vestido
con la librea de gala, se presentó en casa de Encalada, y
le dijo:
-Dice mi amita la marquesa que los cumpla su merced muy felices,
y que a su nombre reciba esta fineza.
Encalada no cabía en sí de gozo. El agasajo se le
antojó afecto de suegra, y dando una palmadita al negro,
contestó:
-Dile a tu ama que estimo su recuerdo, y que esta noche
iré a ponerme a sus pies.
Y dejando una onza de oro en la mano del negro,
añadió:
-Toma, para que eches un trago a mi salud.
El fámulo volvió contentísimo a casa de su
ama, ponderando la generosidad del galán. La marquesa se
sonrió, murmurando: «Veremos cómo se porta el
otro».
El criado que fue con el zaine a casa de Apezechea,
regresó con la cara más triste que un entierro. El
de Apezechea le había dado por todo alboroque medio real
de plata. La marquesa llamó entonces a Carmen, y la
dijo:
-Entre un vanidoso derrochador, que hará cera y
pábilo de tu hacienda, y un avaro, que si no la aumenta,
sabrá conservarla para mis nietos, estoy por el segundo.
Te casarás con Apezechea.
Y aquella noche, Encalada recibió calabazas fresquitas, y
dijo con un poeta:
«Por ti de Dios me olvidé,
por ti la gloria perdí,
y a la postre me quedé
sin Dios, sin gloria y sin ti».
La marquesa no estuvo errada en su augurio. Corriendo los
años, el fastuoso Encalada llegó a pobre; y
Apezechea dejó en su testamento tres millones, que sus
descendientes creo quo han sabido triplicar.
Y no digo más... porque no digan que, más que una
tradición he escrito una biografía
contemporánea.