El 11 de mayo de 1664, a obra de las cuatro de la tarde, entraba
en casa de Don Francisco Cavero de Avendaño, caballero del
hábito de Santiago y corregidor de San Jerónimo de
Ica, un hombre mal encarado y que representaba tener poco
más de treinta años. Era administrador de una
hacienda de viña, a tres leguas de la por entonces villa
de Valverde y hoy ciudad de Ica, y conocíasele por
Corvalán el Malagueño.
Detúvose en la puerta del recibimiento o sala, donde a la
sazón estaba el señor corregidor arrellanado en un
sillón de cuero leyendo por la centésima vez las
aventuras del famoso hidalgo manchego; y dando tres pausados
golpecitos, aventuró esta pregunta:
-¿Da permiso su señoría?
-Entra, Corvalán. Siéntate y di lo que por
acá te trae -contestó Don Francisco, haciendo un
doblez en la página del libro, que colocó sobre la
escribanía.
-Pues, con venia de su señoría, le diré que
estoy como quien ve visiones y que traigo una legión de
diablos dentro del cuerpo, tal me siento de rabioso. Y pues
vueseñoría es mi amigo y me hace la merced de
oírme, consejo, que no otra cosa, he menester.
-Hombre, sepamos antes lo que te acuita; que a estar en manos
mías el remedio, salvo de congojas he de verte.
-Pues señor, dos años hará por San Pedro
Advíncula que vueseñoría apadrinó mi
matrimonio con Leocadia, que entre gallos y media noche se me ha
vuelto loca de atar por la beatería, y ni pizca do caso
hace de mi persona, por andar de iglesia en iglesia y de jubileo
en jubileo y en tapujos con el confesor, que es un trompo que
bien baila.
-Corvalán, los dedos se te antojan huéspedes, y
tengo para mí que eres celosillo y maldiciente. Mira
que
Los celos se parecen
a la pimienta,
que si es poca da gusto,
si es mucha quema.
-Algo hay de eso, Sr. Don Francisco; y si he de hablar rectamente,
no las tengo todas conmigo. Eso de que mi mujer vaya al
confesonario dos veces por semana me trae escamado; que, como
dijo el otro, cuando el diablo reza engañar quiere. Y la
verdad, que por mucho que peque mi conjunta, ya es demasiado
confesar; y como de esas cosas se han visto, la iglesia puede ser
pretexto para que la honra de un cristiano vaya al estricote y
barriendo calles. Hoy he propuesto a Leocadia llevármela a
la hacienda, pero ha sido machacar en frío; porque ella,
que es argumentadora y más fina que tela de cebolla, me ha
salido con la antífona de que, sin licencia del padre
Gonzalo, no me seguirá ni hecha cuartos. Ya ve su
señoría que en mi casa manda el confesor, y que yo,
el marido y el pagano, valgo menos que la décima cifra de
la numeración puesta a la izquierda. Ahora que está
intelilgenciado, aconséjeme, Sr. Don Francisco de mi alma.
-Sábete, Corvalancillo, por si lo ignoras, que la mujer
debe obediencia al marido, y que el matrimonio es nudo que
sólo Dios que lo amarró desatar puede.
Métete en tus calzones y corta por lo sano. Ve con Dios,
hijo, y no me vuelvas con chirigotas, que no están bien en
un barbado. Conque a cortar por lo sano y en paz.
Eso de cortar por lo sano fue frase que se le indigestó a
Corvalán, y salió de casa del corregidor murmurando
entre dientes:
-¿Conque cortar, eh? Tiene razón mi padrino y he
sido un bragazas; pero, en fin, no llega tarde quien llega, sobre
todo si trae consigo cuchillo para cortar.
Y siguió calle arriba en dirección a su
hogar.
Iba nuestro celoso a poner pie en el umbral de su casa, cuando se
encontró con el padre Gonzalo que salía de visitar
a la hija de espíritu. ¡Váyase el diablo para
diablo!
Era el padre Gonzalo un clérigo joven, buen mozo, siempre
limpio y atildado y que gozaba fama de hábil predicador.
Al verlo se sintió Corvalán como picado de
víbora, y desenvainando el cuchillo que traía al
cinto, lanzose frenético sobre el sacerdote y le
clavó diez y siete puñaladas.
¡Diez y siete puñaladas! Apuñalear es. No
rebaja siquiera una el historiador Córdova y Urrutia en
sus Tres épocas.
El pueblo miró con impasibilidad tan horrendo delito, y
gracias a la oportuna intervención de alguaciles fue
aprehendido el asesino.
Conducido Corvalán a presencia de su padrino el
corregidor, le dijo éste:
-¿Qué has hecho, desgraciado?
-Nada más, Sr. Don Francisco, que seguir su consejo. He
cortado por lo sano.
II
Diríase que el cielo quiso castigar en el pueblo
iqueño el sacrílego crimen cometido por uno de sus
habitantes.
Apenas habían transcurrido doce horas, cuando en la
madrugada del 12 de mayo un espantoso terremoto no dejaba casa en
pie, reduciendo a escombros la ciudad, cuya población en
ese año de 1664 no excedía de mil quinientas
personas.
Las iglesias de San Francisco y San Agustín, fabricadas
con mucha, solidez, se desplomaron, y únicamente la
capilla del señor de Luren resistió a la furia del
terremoto.
La tierra se abrió formando anchas grietas, y el vino de
las bodegas corrió por las calles formando arroyos.
En Pisco llegó a sesenta el número de
víctimas.
Según la relación (que existe impresa) del
licenciado Cristóbal Rodríguez, cura de la matriz,
él dio sepultura en el cementerio de su parroquia a
cuatrocientos setenta y cuatro cadáveres, y calcula en
más de ciento los enterrados en los conventos. Es decir,
que pereció casi la mitad de la población.
«Pasado el primer remezón, que duraría el
espacio de un credo (dice el licenciado Rodríguez),
quedó temblando la tierra por más de un cuarto de
hora. A tres motivos atribuyo este cruel castigo que pocos meses
antes había sido pronosticado por el padre Eguilaz,
misionero jesuita: a los odios mortales y rivalidad entro los
vecinos, al desacato con que miraban al sacerdocio y a los
incestos y adulterios en que vivían
encenagados».
En la, vida del venerable limeño Francisco del Castillo
(publicada en 1863 por monseñor García Sanz) leemos
que este temblor fue también sentido en Lima, aunque
disminuido en violencia y duración.
Corvalán fue conducido a Lima, y parece que se
empeñó en complicar en su causa a Cavero de
Avendaño; pues sostuvo siempre que al dar muerte al padre
Gonzalo, lo hizo por seguir el consejo del corregidor.
La disculpa no lo salvó de morir en la horca, por
sentencia del virrey conde de Santisteban, de quien cuentan que
en el Real Acuerdo dijo a uno de los oidores que mostraba
escrúpulos para echar su garabato.
-Firme usía de una vez y quédele horra la
conciencia, que esto es cortar por lo gangrenado y no por lo
sano.