Si ustedes se echan a leer cronistas e historiadores brasileros,
no podrán dejar de creer a pie juntillas que Santo
Tomás recorrió la América del Sur predicando
el Evangelio. Tan auténticos son los datos y documentos en
que se apoyan esos caballeros, que no hay flaco por donde
meterles diente.
En Ceara, en San Luis de Maranhao, en Pernambuco y en otras
provincias del vecino imperio existen variadas pruebas de la
visita apostólica.
Al que esto escribe le enseñaron en Belén del
Pará una piedra, tenida en suma veneración, sobre
la cual piedra se había parado el discípulo de
Cristo. Si fue o no cierto, es averiguación en que no
quiero meterme, que Dios no me creó para juez instructor
de procesos.
Además, el asunto no es dogma de fe ni a nadie se le ha
puesto dogal al cuello para que crea o reviente.
Los peruleros no podíamos quedarnos atrás en lo de
la evangélica visita. ¡Pues no faltaba otra cosa
sino que, hallándose Santo Tomás de tertulia por la
vecindad, nos hubiera hecho ascos o andado con melindres para
venir a soltar una cana por esta su casa del Perú!
En Calango, a diez y seis leguas de Lima y cerca de Mala, existe
sobre una ladera una piedra blanca y muy lisa y bruñida.
Yo no la he visto; pero quien la vio y palpó me lo ha
contado. Nótase en ella, y hundida como en blanda cera, la
huella de un pie de catorce puntos, y alrededor caracteres
griegos y hebreos. El padre Calancha dice en su Crónica
Agustina que en 1615 examinó él esta peña, y
que diez años más tarde, el licenciado Duarte
Fernández, recorriendo la diócesis por encargo del
arzobispo Don Gonzalo de Ocampo, mandó destruir los
caracteres, porque los indios idólatras les daban
significación diabólica. ¡Digo, que es
lástima y grande!
Siendo tan corta la distancia de Calango a Lima y nada
áspero el camino, no es aventurado asegurar que tuvimos un
día de huésped y bebiendo agua del Rímac a
uno de los doce queridos discípulos del Salvador. Y si
esto no es para Lima un gran título de honor, como las
recientes visitas del duque de Génova y de Don Carlos de
Borbón, que no valga.
-Pero, señor tradicionista, ¿por dónde vino,
desde Galilea hasta Lima, Santo Tomás?
-Eso ¿qué sé yo? Vayan al cielo a
preguntárselo a él. Sería por globo
aerostático, a nado o pedibus andando. Lo que yo afirmo, y
conmigo escritores de copete, así sagrados como profanos,
es que su merced estuvo por estos trigos y san se acabó, y
no hay que gerundiarme el alma con preguntas impertinentes.
Pero todavía hay más chicha. Otros pueblos del
Perú reclaman idéntica felicidad.
En Frías, departamento de Piura, hay una peña que
conserva la huella de la planta del apóstol. En Cajatambo
vese otra igual, y cuando Santo Toribio hizo su visita a
Chachapoyas concedió indulgencias a los que orasen delante
de cierta piedra, pues su ilustrísima estaba convencido de
que sobre ella había predicado el Evangelio tan
esclarecido personaje.
A muchos maravilló lo gigantesco de la huella, que catorce
puntos o pulgadas no son para pie de los pecadores hijos de
Adán. Pero a esto responde sentenciosamente un cronista
religioso «que, para tan gran varón, aún son
pocos catorce puntos».
¡Varajolines! ¡Y qué pata!
Pero como hasta en Bolivia y el Tucumán dejó rastro
el apóstol, según lo comprueba un libro en que se
habla muy largo sobre la cruz de Carabuco venerada como prenda
que perteneció al santo viajero, los peruanos quisimos
algo más; y cata que cuando al volcán de Omate o
Huaina-Putina se le antojó en 1601 hacer una de las suyas,
encontraron los padres dominicos de un convento de Parinacochas,
entre la ceniza o lava, nada menos que una sandalia de Santo
Tomás.
No dicen las crónicas si fue la del pie derecho o la del
izquierdo, olvido indisculpable en tan sesudos escritores.
La sandalia era de un tejido que jamás se usó entre
indios ni españoles; lo que prueba que venía
directamente del taller de Ashaverus o Juan Espera-en-Dios (el
Judío Errante), famoso zapatero de Jerusalén, como
si dijéramos, el Frasinetti de nuestros días.
El padre fray Alonso de Ovalle, superior del convento, la
metió con mucha ceremonia en una caja de madera de rosa
con broches de oro, y por los años de 1603, poco
más o menos, la trajo a Lima, donde fue recibida en
procesión bajo de palio y con grandes fiestas, a las que
asistió el virrey marqués de Salinas.
Dicen eruditos autores de aquel siglo que la bendita sandalia
hizo en Lima muchos, muchísimos milagros, y que fue tenida
en gran devoción por los dominicos.
Calancha afirma que, satisfecha la curiosidad de los
limeños, el padre Ovalle se volvió con la reliquia
al Parinacochas; pero otros sostienen que la sandalia no
salió de Lima.
La verdad quede en su lugar. Yo ni quito ni pongo, ni altero ni
comento, ni niego ni concedo.
Apunto sencillamente la tradición, poniendo el asunto en
consejo para que unos digan blanco y otros bermejo.