Crónica de la época del vigésimo segundo
virrey del Perú
(A José Agustín de La-Puente)
¡Cortar el revesino! He aquí una frase que
generalmente usamos los limeños, y de cuyo alcance no me
habría dado jamás completa cuenta sin la
auténtica tradición que voy a referir.
I
Cuando en enero de 1535 se trazó la planta o
delineó el plano de la ciudad de Lima,
constituyéronse los agrimensores en la que hasta hoy se
llama calle del Compás o de la portería del
monasterio de la Concepción. La tal calle, que hasta hace
poco más de veinte años era irregular, pues formaba
un ángulo que imitaba las ramas del compás, fue el
punto de partida para dividir la población en manzanas tan
iguales, que dan a Lima semejanza con un tablero de
ajedrez.
En los primeros momentos no se pensó en determinar
área para palacio, y el terreno del que hoy poseemos
estuvo dividido en lotes que pertenecieron a los conquistadores
Jerónimo de Aliaga, ¡Nicolás de Ribera el
Viejo, García de Salcedo, Cristóbal Palomino, Don
Francisco Pizarro y a dos o tres vecinos más, cuyos
nombres he olvidado.
Cuando en el siguiente año se trató con seriedad de
edificar casa de gobierno, lejos de oponerse los propietarios de
esos lotes manifestaron buena voluntad para cederlos; pero
desgraciadamente no se formalizó la cesión por
escritura pública. Y de esta incuria han surgido, aun en
tiempos de la república, litigios con los herederos de los
conquistadores.
El general Don Juan de Urdánegui, caballero de Santiago, y
creado marqués de Villafuerte por real cédula de 11
de noviembre de 1682, vino al Perú, con su esposa
doña Constanza Luján y Recalde, por los años
de 1674, y no sabemos cómo obtuvo derecho de propiedad
sobre uno de aquellos lotes, que era precisamente el que hoy
corresponde al gran patio donde están situadas la Caja
fiscal y otras oficinas de Hacienda.
Era el de Villafuerte tertulio de su excelencia Don Melchor de
Navarra y Rocafull, duque de la Palata, príncipe de Masa y
marqués de Tola, a quien los limeños llamaban el
virrey de los pepinos, aludiendo a un bando en que
prohibió comer en la costa tan poco saludable fruta.
Presumía el virrey de no encontrar rival en el juego de
revesino, que era para la sociedad lo que el tresillo o rocambor
en nuestros días. Entiendo que en ese juego hay un lance
de compromiso y que pica el amor propio de un jugador, lance que
se llama cortar el revesino.
Los que hacían la partida del duque evitaban siempre, por
adulación o cortesía, cortarle el revesino.
Además, el virrey tenía fama de ser hombre de poco
aguante y de que la cólera se le subía al
campanario con mucha facilidad. Véase esto que de
él cuenta un cronista.
Por consecuencias del terremoto de 1687 perdiéronse las
cosechas en los valles inmediatos a Lima, lo que produjo gran
alza en el precio de los víveres. Su excelencia
llamó a palacio (que, dicho sea de paso, estaba casi en
escombros) a los principales agricultores, y obtuvo de ellos
algunas concesiones en beneficio de los pobres. Tal vez tan
paternal solicitud fue la que inspiró al poeta
limeño Juan de Caviedes estos versos, con que da principio
a uno de sus más conceptuosos romances:
«Excelentísimo duque
que, sustituto de Carlos,
engrandeces lo que en ti
aun más que ascenso, es atraso.»
Entre los concurrentes encontrose el hacendado más rico de
Lima, que era un ganapán, barbarote, testarudo y
judaicamente avaro. En el exordio de la conferencia sacó
el duque su caja de rapé, sorbió una narigada,
quedose con aquélla en la mano, y como su excelencia
accionaba al hablar, creyó el palurdo que lo brindaba un
polvo, y sin más espera, metió índice y
pulgar en la cajeta. Esta escena se repitió, tres o cuatro
veces, y cuando todos los presentes convenían en abaratar
los granos, el único que no amainaba era el villanote. El
virrey, que hasta entonces había disimulado la llaneza con
que aquel zamarro metía los dedos en la
aristocrática cajilla, no quiso seguir transigiendo con el
recalcitrante avaro, y poniéndose de pie le dijo:
-Lárguese usted antes que se me acaben la paciencia y el
tabaco.
II
En mi concepto, el duque de la Palata, descendiente de los reyes
de Navarra y miembro del Consejo de Regencia durante la minoridad
de Carlos II, fue (acépteseme la frase) el virrey
más virrey que el Perú tuvo. Y tanto que por
sí y ante sí hizo conde de Torreblanca en 1683 a
Don Luis Ibáñez de Segovia y Orellana, y hecho
conde se quedó, porque el monarca se conformó con
morderse las uñas. Ni antes ni después virrey
alguno se atrevió a tanto.
Precedido de gran renombre y de inmenso prestigio y fortuna,
efectuó su entrada en Lima el 20 de noviembre de 1681,
siendo recibido por el Cabildo con pompa regia, bajo de palio y
pisando sobre barras de plata. Instalado en palacio,
desplegó el lujo de un pequeño monarca,
implantó la etiqueta y refinamientos de una corte, y pocas
veces se le vio en la calle sino en carruaje de seis caballos y
con lucida escolta.
Sus armas eran las de los Rocafull: escudo cuartelado; el primero
y el último en gules, con un riquete de oro; el segundo y
tercero en plata, y una corneta de sable; bordura de oro con
cordones de gules, y cuatro calderos de sable.
Ningún virrey vino provisto de autorizaciones más
amplias para gobernar; pero también ninguno fue más
que él sagaz, laborioso, justificado, enérgico y
digno del puesto. Ninguno -escribe un historiador- habría
podido decir con más razón que él a los que
trataran de oponérsele en nombre de las leyes divinas y
humanas: «Dios está en el cielo, el rey está
lejos y yo mando aquí.»
El duque de la Palata fue en el Perú punto menos que el
rey; pero fue punto más que todos los virreyes sus
antecesores.
Sólo él pudo meter en vereda a las Audiencias de
Panamá, Quito, Charcas y Chile, reprimiendo sus abusivos
procedimientos.
Los piratas traían alarmado el país con sus
extorsiones y desembarcos en Guayaquil, Paita, Santa, Huaura,
Pisco y otros lugares de la costa, y con el continuo apresamiento
de naves mercantes que con caudales iban a Panamá o a la
feria del Portobelo. El virrey empezó por ahorcar en Lima
a cuanto pirata encontró en la cárcel, siendo uno
de ellos el célebre Clerk, que por salvar del suplicio se
había fingido sacerdote, exhibiendo papeles con los que
pretendió probar que se llamaba fray José de
Lizárraga. En seguida equipó las flotas, que
después de diversos combates obligaron a los filibusteros
a abandonar el Pacífico. De regreso para el Callao,
entró una de las victoriosas flotas en la rada de Paita, y
hallándose el almirante de paseo en tierra, estalló
la santabárbara de la nave capitana, salvando
únicamente dos hombres de los cuatrocientos que la
tripulaban.
Fue entonces cuando para defensa de Lima, amagada durante todo el
siglo XVII por los piratas, decidiose a complacer a los vecinos
amurallando la ciudad. En menos de tres años y con un
gasto que no llegó a setecientos mil pesos, se levantaron
catorce mil varas de gruesos muros con catorce baluartes. A la
vez se emprendió igual obra en Trujillo, gastándose
en ella ochenta y cuatro mil pesos.
Datan también de esta época la fundación de
la casa de Moneda, a la que hicieron mucha oposición los
mineros de Potosí; la de los monasterios de Trinitarias y
Santa Teresa, y la del beaterio del Patrocinio.
El de Navarra y Rocafull vino a relevar al virrey arzobispo
Liñán Cisneros, quien quiso continuar gozando de
las mismas prerrogativas y fueros de virrey, siendo la principal
la de usar coche de seis mulas con cocheros descubiertos.
Opúsose el de la Palata, y desde entonces anduvo el
arzobispo quisquilloso con el nuevo gobernante.
Este dictó en 20 de febrero de 1684 unas sabias y
justísimas ordenanzas poniendo las peras a cuarto a los
curas explotadores de los infelices indios. El arzobispo
clamoreó en el púlpito contra las ordenanzas,
empleando lenguaje virulento; mas el duque resolvió que,
mientras el venerable predicador no diese satisfacción, no
asistieran tribunales y corporaciones a fiestas de catedral.
Aunque los canónigos fueron a palacio a dar explicaciones
al virrey, éste no aceptó excusas, y el día
de la fiesta de San Fernando se marchó al Callao. El
entredicho entre el jefe civil y el eclesiástico produjo
gran escándalo; y arrepentido el bilioso arzobispo puso
fin a él, saliendo en su coche a recibir al virrey cuando
éste regresaba del Callao. La reconciliación por
parte del Sr. Liñán y Cisneros no fue sincera; pues
dos años más tarde volvió a predicar
presentando al virrey como enemigo de la Iglesia y como hombre
que, con su ordenanza en daño de la bolsa de los curas,
atraía sobre Lima el castigo del cielo.
Desde enero de 1687 frecuentes temblores tenían
acongojados a los habitantes de Lima; pero en la madrugada del 20
de octubre hubo uno tan violento que derrumbó muchas casas
y los vecinos corrieron a refugiarse en las plazas y templos. A
las seis de la mañana repitiose el sacudimiento, que fue
ya un verdadero terremoto, pues vinieron al suelo los edificios
que habían resistido al primer temblor. Juan de Caviedes,
el gran poeta limeño de ese siglo, nos pinta así
los horrores de este cataclismo, de que fue testigo:
«¿Qué se hicieron, Lima ilustre,
tus fuertes arquitecturas
de templos, casas y torres
como la fama divulga?
No quedó templo que al suelo
no bajase, ni escultura
sagrada de quien no fueran
los techos violentas urnas».
Entre otras, la torre de Santo Domingo se desplomó,
matando mucha gente. Todo era confusión y pánico, y
sólo el virrey tenía serenidad de espíritu
para tomar acertadas providencias en medio de la general
tribulación.
El 15 de agosto de 1689 fue el duque de la Palata relevado con el
conde de la Monclova. Permaneció un año más
en Lima, atendiendo a su juicio de residencia, y terminado
éste se embarcó para España. Al llegar a
Portobelo se sintió atacado de fiebre amarilla y
murió el 13 de abril de 1690.
III
Prosigo con la tradición. Reunidos estaban un domingo,
después de la misa mayor, en la celda de fray José
Barraza, comendador de la Merced, los marqueses de
Castellón, de Villarrubia de Langres, de Valleumbroso y de
Villafuerte, con los condes de Cartago y Torreblanca y otros
caballeros de hábito, murmurando amablemente de la
presunción de su excelencia en no reconocer superioridad a
nadie en el juego.
El vizconde del Portillo, Don Agustín Sarmiento y
Sotomayor, dijo:
-A mí no se me alcanza letra en el naipe; pero así
ha de ser como lo dice el duque, pues no sé que hasta
ahora haya habido quien le corte el revesino.
Don Juan de Urdánegui, marqués de Villafuerte, no
aguantó la pulla, y contestó:
-Pues esta noche va usted a ver que yo soy ese guapo, y salga el
sol por Antequera.
-Ni fía ni porfía, ni entres en cofradía
-replicó el de Torreblanca-, de aquí a la noche no
hay siglos que esperar.
Como pocas veces estuvo aquel domingo concurrida la tertulia de
palacio, que las palabras del de Villafuerte habían
cundido atrayendo a los curiosos. Algo más de una hora
llevaban los jugadores de manejar cartas cuando aconteció
el lance. A su excelencia se le encendió el rostro,
disimuló un tanto, dejó transcurrir veinte minutos
y dijo:
-Caballeros, basta de juego por hoy, que me siento con dolor de
cabeza.
Y la tertulia se disolvió.
Al otro día este era el suceso piramidal de que se ocupaba
la sociedad limeña. Encontrábanse dos en la calle,
y después del saludo decía uno.
-¡Hombre! ¿No sabe usted lo que hay de nuevo?
-¿Noticia de los piratas? Hasta los pelos estoy de
mentiras, buenas y gordas -contestaba el otro.
-¡Qué piratas ni qué niños envueltos!
Guárdeme usted secreto. Lo que hay es que al virrey le han
cortado anoche el revesino.
-¡Hombre! ¿Qué me cuenta usted? No puede
ser.
-Pues sí, señor, sí puede ser; y por
más señas que el de la hazaña ha sido el
marqués de Villafuerte. A mí me lo ha contado todo,
en confianza, la mujer del sobrino del compadre del repostero de
palacio. Ya ve usted que no atestiguo con muertos.
-¡Caramba! La cosa es de mucho bulto; pero hay que creerla,
porque quien se lo ha dicho a usted tiene por qué estar
bien informada.
Y en los estrados, y en las gradas de la catedral, y en las
tiendas no se habló de otro acontecimiento durante una
semana. Hasta un fraile de Santo Domingo -fraile había de
ser- compuso una pésima letrilla que anduvo de mano en
mano por todo Lima, con el siguiente estribillo:
«al virrey de los pepinos
le han cortado el revesino».
Picose de todo ello el buen virrey, y se permitió algunos
desahogos contra el irrespetuoso marqués de fresca data.
Súpolo éste y no volvió a la tertulia del
duque.
IV
Dos años después mandó el virrey promulgar
un bando de buena policía.
Acostumbrábase llevar los caballos de estimación a
bañarse y beber agua en los cuatro pilancones situados
alrededor de la fuente de la plaza Mayor, y luego se les dejaba
retozar libremente por una hora y que levantasen polvareda
suficiente para asfixiar a una dama melindrosa. Dispúsose,
pues, que en adelante fuesen los animales al río.
El de Villafuerte llamó a su caballerizo y le dijo:
-Mira, Andrés, mañana al mediodía llevas los
caballos a bañar en la Barranca o Monserrate; pero en
seguida te vas con ellos a palacio y los echas a retozar en el
patio. Cuidado con no hacer las cosas como te mando, que la
panadería del Tiñoso no está lejos para
castigar esclavos desobedientes.
Hízolo así el negro, y al laberinto que se
formó en palacio contestaba:
-Yo no tengo la culpa, mi amo... Yo soy mandado... El
señor marqués de Villafuerte responde de
todo.
Impúsose el virrey de lo que motivaba la bulla, y
bajó furioso al patio, decidido a hacer desollar vivo al
insolente negro, a tiempo que Don Juan de Urdánegui
llegaba también al sitio del escándalo.
-¿Qué desacato es ese, señor marqués?
¿Con qué derecho convierte usted en caballeriza el
patio de palacio?
-¿Con qué derecho, excelentísimo
señor? Con el derecho que me dan estos papeles. Pase
vuecencia la vista por ellos y verá que este patio es tan
mío como el cielo es de los bienaventurados. No estoy en
casa ajena, sino en la propia.
El virrey tomó el legajo que le presentaba
Urdánegui, leyó las últimas páginas,
y convencido de que el terreno que pisaba era propiedad del de
Villafuerte, desarrugó el ceño, y tendiendo a
éste la manó le dijo:
-Muchos distingos admiten estos papeles, y en su derecho, Sr. Don
Juan, hay tela para un litigio. Lo único que hay de claro,
marqués, es que Dios lo envió al mundo para
cortarme siempre el revesino.