Hasta ayer creí firmemente que el sustantivo guaragua, en
la acepción de contoneo en el andar o de perfiles y rodeos
ociosos en las acciones y en la conversación, era
limeñismo puro, nacido en este siglo. Pero me ha hecho
caer de mi asno la lectura de un pasquín que allá
por los fines de 1658 apareció en la puerta de los
palacios arzobispal y de gobierno. Dice así:
«¡Vítor el rey español
que no entiende de guaraguas!
Ni para aguas paraguas,
ni para sol parasol.
Vítor el rey español».
¿Qué motivó este pasquín?
¿Cuál el entripado de sus paranomasias? Esto es lo
que va a conocer el lector.
Grave entredicho había entre el arzobispo de Lima don
Pedro Villagómez, sobrino de Santo Toribio, y el virrey
conde de Alba de Liste y Villaflor don Luis Enríquez de
Guzmán.
Como es sabido, este virrey vivió rompiendo siempre lanzas
con la Inquisición de Lima y el metropolitano, mereciendo
que el fanático pueblo lo bautizase con el apodo de virrey
hereje. Dejando a un lado sus querellas con el Santo Oficio, de
las que largo hablé en otra oportunidad, acusáronlo
ante el soberano de haber demorado por quince días la
promulgación de una real cédula de Felipe IV, por
la que dispuso Su Majestad que la universidad de San Marcos no
confiriese grado de bachiller, licenciado o doctor, sin que
previamente firmase el aspirante juramento de defender la pureza
de la Virgen, concebida sin pecado original. No hubo en este
retardo malicia por parte del virrey, sino una de esas
distracciones o descuidos a que en nuestras oficinas son dados
los subalternos y hasta los portapliegos; pero el chisme fue a
España, y aunque con suavidad en los términos;
vínole al de Alba de Liste una reprimenda; que no otra
cosa significaba el consejo de que en lo sucesivo fuese menos
tibio en su religiosidad.
De Madrid le participó un amigo palaciego a su excelencia
que el chisme era de origen arzobispal, y fácil es
adivinar que si antes virrey y arzobispo se mascaban y no se
tragaban, después de la repasata regia no les
faltaría más que darse de mordiscones.
En esta hostil disposición de ánimos y dividida la
sociedad limeña en partidos, uno por su excelencia y otro
por su ilustrísima, llegó la fiesta de Corpus del
año 1657. La procesión fue solemnísima,
espléndida. Hasta el sol estuvo reverberante y
picador.
El virrey iba cirio en mano y con la cabeza descubierta, mientras
el arzobispo se resguardaba de los rayos de Febo bajo un lujoso
quitasol o baldaquino de Damasco con flecos de oro, sostenido por
uno de sus familiares.
Había la procesión descendido las gradas de la
catedral, y hallábase la comitiva oficial frente al
Sagrario cuando el de Alba de Liste se detuvo.
¿Qué pasaba? Lo que todo el mundo veía era
que un capitán de la guardia del virrey se acercó
al arzobispo, le habló casi al oído, volvió
donde su excelencia, le dijo algo sotto voce, regresó
donde el señor Villagómez, tornó donde su
excelencia, y la procesión sin dar paso.
Al fin el arzobispo se separó de su puesto y se
metió en su palacio, frente a cuya puerta estaba. Y la
procesión siguió su curso.
Era el caso que el de Alba de Liste le había mandarlo
decir a su ilustrísima que cuando el representante del
monarca iba descubierto ante el rey de reyes, no podía,
sin mengua del patronato y prestigio real, consentir en que el
arzobispo fuese a cubierto del sol.
El arzobispo, después de la réplica y
contrarréplica, optó por retirarse..., pero sin
cerrar su quitasol.
¡O somos o no somos!
Ya se imaginarán ustedes el tole tole y polvareda que el
incidente levantaría. Si no hubo revolución fue...
porque todavía no estábamos locos de remate.
Cuestión idéntica sobre el quitasol arzobispal hubo
en el siglo pasado entro el ilustrísimo señor
Barroeta y el virrey Manso de Velazco. Terminó con la
traslación de Barroeta al arzobispado de Granada, en
España.
Por supuesto, que la querella entre el señor
Villagómez y el conde fue hasta la corte. Su Majestad don
Felipe IV se vio de los hombres más apurados para fallar.
Sus simpatías estaban en favor del virrey, que no
había hecho más que mantener muy en alto los fueros
del patrono; pero el cardenal arzobispo de Toledo defendió
en los consejos del rey la conducta del señor
Villagómez, como quien aboga en causa propia.
¿Qué hacer? No dar la razón al uno ni al
otro, declarar tablas la partida, y eso fue lo que hizo Felipe
IV.
Por real cédula de 13 de marzo de 1658 se dispuso que ni
virrey ni arzobispo usasen quitasol en las procesiones, que es a
lo que aludía el pasquín.