Que las iglesias catedrales luzcan tres puertas en su frontis es
cosa en que nadie para mientes. Pero ¿por qué San
Pedro de Lima, que no es catedral ni con mucho, se ha engalanado
con ellas?
Aunque digan que me meto en libros de caballería o en lo
que no me va ni viene conveniencia, he de echarme hoy a borronear
un pliego sobre tan importantísimo tema. ¡Así
saque con mi empresa una alma del purgatorio!
Confieso que por más que he buscado en crónicas y
archivos la solución del problema, hame sido imposible
encontrar datos y documentos que mi empeño satisfagan; y
aténgome a lo que me contó un viejo, gran
escudriñador de antiguallas y que sabía
cuántos pelos tenía el diablo en el testuz y
cuáles fueron las dos torres de Lima en las que, por falta
de maravedises para hacerlas de bronce, hubo campanas de madera,
no para repicar, sino para satisfacer la vanidad de los devotos y
engañar a los bobos con apariencias. Creo que esas torres
fueron las de Santa Teresa y el Carmen.
Volviendo a mis carneros, o lo que es lo mismo, a las tres
puertas de San Pedro, he aquí sin muchos perfiles lo que
cuenta la tradición.
Fue San Francisco de Borja, tercer general de la
Compañía de Jesús, quien por los años
de 1568 mandó a Lima al padre Jerónimo Ruiz del
Portillo con cinco adláteres, para que fundasen esa
institución sobre la que tanto de bueno como de malo se ha
dicho. Yo ni quito ni pongo, y por esta vez dejo en paz a los
jesuitas, sin hacer de ellos giras y capirotes.
Poco después de llegados a la ciudad de los reyes, dieron
principio a la fábrica de los claustros llamados entonces
Colegio Máximo de San Pablo y que, después de la
expulsión de los jesuitas en 1767, tornaron el nombre de
convento de San Pedro con que hoy se les conoce.
Este templo, cuya fábrica se principió en 1623 y
duró quince anos, es entre todos los de Lima el de
más sólida construcción, y mide sesenta y
seis varas de largo por treinta y tres de ancho. Todo en
él es severo a la par que valioso. Altares tiene, como el
de San Ignacio, que son maravilla de arte. El templo fue
solemnemente consagrado el 3 de julio de 1638, con asistencia del
virrey conde de Chinchón y de ciento sesenta jesuitas. El
mismo día se bendijo la campana por el obispo Villarroel,
bautizándola con el nombre de la Agustina. La campana pesa
cien quintales, es la más sonora que posee Lima, y las
paredes que forman la torre fueron construidas después de
colocada esa gran mole; de manera que para bajar la campana
sería preciso empezar por destruir la torre.
Las fiestas de consagración duraron tres días y
fueron espléndidas. La custodia, obsequio de varias
familias adeptas a la Compañía de Jesús, se
estimó en valor de doce mil ducados.
Principiada la fábrica exhibieron los jesuitas un plano en
el que se veía la iglesia dividida en tres naves, dejando
presumir a los curiosos que la nave central era para dar entrada
al templo. Entretanto, el superior de Lima había enviado
un memorial a Roma pidiendo a Su Santidad licencia para una
puerta.
Aquellos eran los tiempos en que el Vaticano cuidaba de halagar a
las comunidades religiosas que se fundaban en el Perú.
Así otorgó a la monumental iglesia de San Francisco
de Lima los mismos honores y prerrogativas de que disfruta San
Juan de Letrán en Roma. Esto explica el porqué
sobre la puerta principal de San Francisco se ven la tiara y las
llaves del Pontífice. Los franciscanos, para manifestar su
gratitud a la Santa Sede, grabaron desde entonces en su coro, en
letras como el puño, esta curiosa inscripción
anagramática, en la que hay tal ingenio en la
combinación de letras que, leídas al derecho o al
revés, de arriba para abajo y al contrario, resultan
siempre las mismas palabras:
RARO
AMOR
ROMA
ORAR
Al recibir el Papa la solicitud de los jesuitas, no supo por el
momento si tomar a risa o a lo serio la pretensión.
«¿Es humildad la de los hijos de Loyola, candor o
malicia? ¿Quieren dar una prueba de acatamiento al
representante de Cristo sobre la tierra, buscando su
apostólica aquiescencia hasta para lo más
trivial?». Todo esto y mucho más se preguntaba Su
Santidad. «Sea de ello lo que fuere -concluyó el
Padre Santo-, allá va el permiso, que por más que
alambico el asunto no alcanzo a descubrir el
entripado».
Por algo se dijo lo de que un jesuita y una suegra saben
más que una culebra, y en esta ocasión los sucesos
se encargaron de comprobar la exactitud del refrán.
Cuando los jesuitas de Lima tuvieron bajo los ojos la licencia
pontificia, construyeron tres arcos y plantaron puerta en cada
uno de ellos. El cabildo eclesiástico armó un
tole-tole de todos los diablos y ocurrió al poder civil
para que hiciese por la fuerza quitar una puerta.
«¡Cómo, cómo! ¿De cuando
acá -gritaban los canónigos- se arroga la
Compañía privilegios de catedral? ¡Eso no
puede soportarse!».
Entonces los jesuitas, que contaban con amigos en el gobierno y
con gran partido en el vecindario, sacaron a lucir el consabido
permiso pontificio. Arguyeron los canónigos que ese
documento necesitaba más notas explicatorias que un
epigrama latino de Marcial, y que todo podía significar,
menos autorización expresa para abrir tres puertas.
A esto contestaban los jesuitas con mucha sorna:
«¡Miren qué gracia! Ya nos sabíamos que
para dos puertas no necesitábamos venia de alma viviente.
Conque dos puertas a que tenemos derecho y una que nos concede el
Papa, son tres puertas. Esto, señores canónigos, no
tiene vuelta de hoja y es de una lógica de chaquetilla
ajustada».
El Cabildo no se dio por convencido con el argumento, un si es no
es sofístico y rebuscado, y para poner fin a la
controversia ambos contrincantes ocurrieron a Roma.
Su Santidad no pudo dejar de reconocer, in pecto, que los
jesuitas le habían hecho una jugada limpia y de mano
maestra; pero como no era digno del sucesor de Pedro confesar la
burla urbi et orbi, con escándalo de la cristiandad,
adoptó un expediente que conciliaba todos los caprichos o
vanidades de sotana.
El Papa expidió no sé si bula o rescripto
concediendo, por especial privilegio y razones reservadas, tres
puertas a la nueva iglesia de San Pablo; pero prohibía
bajo severas penas canónicas que se abriese la tercera,
salvo casos de incendio, terremoto y aseo o refección de
la fábrica.
¿Han visto ustedes, lectoras mías, ni el
sábado de gloria, que es el día en que San Pedro se
convierte en rinconcito del cielo con ángeles y serafines
y música y perfumes, que se hayan abierto las tres?
¿No lo han visto ustedes? Pues yo tampoco.
Un cerrojo, cubierto de moho, prueba que en San Pedro hay una
puerta por adorno, por lujo, por fantasía, por
chamberinada, como decimos los criollos, y que esa puerta no
sirve para lo que han servido todas las puertas desde la del arca
de Noé, la más antigua de que hacen mención
las historias, hasta la de la jaula de mi loro.