Crónica de la época del vigésimo cuarto
virrey del Perú
En el archivo de la que fue Real Audiencia de Lima
encontrábase constancia de haberse remitido a
España, pedida por el rey, una causa de más de
cuatrocientas fojas de papel sellado, sobre cual constancia y
datos pacientemente recogidos hemos basado esta
tradición.
Dios hizo al hombre bueno; pero parece que su Divina Majestad
echó ases cuando creó la humanidad.
El hombre instintivamente se inclina al bien; pero las
decepciones envenenan su alma y la vuelven egoísta, es
decir, perversa.
Quien aspire a tener larga cosecha de males, empiece por sembrar
beneficios. Esperar gratitud del prójimo favorecido, es
como pedir hoy milagros a los santos.
Así es la humanidad, y mucho que tuvo razón el rey
Don Alonso el Sabio cuando dijo que si este mundo no estaba mal
hecho, por lo menos lo parecía.
Don Pedro Campos de Ayala fue por los años de 1695 un rico
comerciante español, avecindado en Lima, sobre el cual
llovieron las desdichas como granizada sobre páramo.
Dicen los casuistas que donde hay penas y desventuras,
allí está Dios. Consoladora es la doctrina; pero a
la mayoría de los que padecen no les cae en gracia.
Así, cuentan que un sabio obispo logró que se
bautizase un judío muy acaudalado. Después de su
conversión, empezaron a sobrevenirle desgracias sobre
desgracias, y el obispo creyó confortarlo
diciéndole: «No te desesperes, que tus desdichas no
son sino beneficios que el Señor reparte entre aquellos a
quienes arna». Amostazose el cristiano nuevo y
contestó: «Pues esos regalos que los guarde Dios
para sus amigos viejos: pero conmigo, a quien conoce de ha poco,
¿sobre qué tanta confianza y
cariño?».
Generoso hasta la exageración, no hubo miseria que D.
Pedro no aliviase con su dinero, ni desventura a la que no
acudiese a dar consuelo. Y esto sin fatuidad, que el hombre era
humilde como las piedras de la calle, y por sólo el gusto
de hacer el bien.
Pero el naufragio de un buque que con valioso cargamento le
venía de Cádiz, y la quiebra de algunos pillos a
quienes el buen Don Pedro sirviera de garante, lo pusieron en
apurada situación. Nuestro honrado español
realizó con graves pérdidas su fortuna, pagó
a los acreedores y se quedó sin un maravedí.
Con la última moneda se le escapó el último
amigo.
Todo lo había perdido, menos la vergüenza, que es lo
primero que ahora acostumbramos perder.
Quiso volver a trabajar, y acudió en demanda de
protección a muchos a quienes había favorecido en
sus días de opulencia, y que acaso debían
exclusivamente a él hallarse en holgada
posición.
Entonces supo cuánta verdad encierra aquel refrán
que dice: «No hay más amigo que Dios y un duro en la
faltriquera».
Parece que la mejor piedra de toque de la amistad es el
dinero.
Don Pedro adquirió a dura costa el convencimiento de que
para muchos corazones, la gratitud es fardo asaz pesado.
Hasta la mujer que había amado, y en cuyo amor creyera con
la fe de un niño, le reveló muy a las claras que ya
los tiempos eran otros.
Que es amor una senda
tan sin camino,
que el que va más derecho
va más perdido.
Entonces Don Pedro juró volver a ser rico, aunque para
alcanzar una fortuna tuviese que ocurrir al crimen.
Las decepciones habían muerto todo lo que en su alma hubo
de grande, de noble y de generoso, y se despertó en
él un odio profundo por 1a humanidad. Como el tirano de
Roma, habría querido que la humanidad tuviera una cabeza
para cercenarla de un tajo.
Y desapareció de Lima y fue a establecerse en
Potosí.
Pocos días antes de su desaparición, fue encontrado
muerto en su lecho un usurero vizcaíno. Unos juzgaron que
había sido víctima de una congestión, y
otros dijeron que se le había ahogado violentamente con un
pañuelo.
¿Se había cometido un robo o una venganza? La voz
pública se decidió por lo segundo; pues
ostensiblemente no aparecía mermada la fortuna del
vizcaíno.
Pero nadie paró mientes en que este suceso
coincidió casi con el repentino viaje de nuestro
protagonista.
Y corrieron años, y vino el de 1706, y Don Pedro
volvió a Lima con medio milloncejo ganado en
Potosí. Mas no era ya el mismo hombre, abnegado y
generoso, que todos habían conocido.
Encerrado en su egoísmo como el galápago en su
concha, gozaba conque todo Lima supiese que era rico, hasta el
punto de varear la plata, pero que no daba un grano arroz al
gallo de la Pasión.
Además Don Pedro, tan alegre y comunicativo antes, se
había vuelto misántropo. Paseaba solo, no
correspondía al saludo ni visitaba a nadie más que
a un caracterizado jesuita, con el que se entretenía
largas horas en secreta plática.
De repente corrió la voz de que Campos de Ayala
había llamado a un escribano y hecho ante él
testamento, legando su inmensa fortuna al colegio de San
Pablo.
Pero fuese arrepentimiento o que alguna nueva causa pesara en su
ánimo, un mes más tarde revocó el testamento
y firmó otro distribuyendo su caudal, por iguales
porciones, entre los conventos y monasterios de Lima,
determinando un capital para misas por su alma, y haciendo
algunos legados de importancia, contándose entre los
favorecidos un sobrino del vizcaíno de marras.
Aquellos eran los tiempos en que, como dice un escritor
contemporáneo muy gráficamente, el jesuita y
él fraile se arañaban las manos bajo la almohada
del moribundo para apoderarse del testamento.
Pero no habían transcurrido muchos días desde el de
la revocatoria cuando una noche el virrey marqués de
Castel-dos-Ríus recibió un largo anónimo, y
después de leerlo y releerlo, púsose su excelencia
a cavilar; y el resultado de sus cavilaciones fue llamar a un
alcalde del crimen y ordenarle que sin pérdida de minuto
se apoderase de la persona de Don Pedro Campos de Ayala y la
aposentase en la cárcel de corte.
II
Don Manuel Omms de Santa Pau, de Sentmanat y de Lanuza, grande de
España y marqués de Castel-dos-Ríus,
hallábase de embajador en París cuando
aconteció la muerte de Carlos II, envolviendo a la
monarquía en una sangrienta guerra de sucesión. El
marqués no sólo presentó a Luis XIV el
testamento en que el Hechizado legaba al duque de Anjou la
corona, sino que se declaró abiertamente partidario del
Borbón e hizo que sus deudos de Cataluña
hostilizasen al archiduque de Austria. En una de las batallas
murió el primogénito del marqués de
Castel-dos-Ríus.
Sabido es que las colonias de América aceptaron el
testamento de Carlos II, reconociendo a Felipe V por
legítimo soberano. Éste, cuando aún la
guerra civil no había terminado, se apresuró a
premiar los servicios del de Castel-dos-Ríus y lo
nombró virrey del Perú. Eran sus arma las de los
Lanuza: dos cuarteles en oro con león rapante de gules, y
dos en azur con vuelo de plata.
El señor de Sentmanat y de Lanuza llegó a Lima el 7
de julio de 1707 y no bien se hizo cargo del gobierno, cuando
levantó empréstitos, impuso contribución de
guerra y se echó sobre los caudales de censos, obras
pías y de los cabildos. Así consiguió enviar
al exhausto tesoro del monarca millón y medio de
duros.
Vino con el virrey su hijo Don Félix, nombrado general del
Callao; habiendo dado no poco que murmurar, en el acto solemne de
la entrada del marqués en Lima, la inasistencia del
arzobispo.
Fue el marqués de Castel-dos-Ríus el primer virrey
que vino trayendo lo que se llamó pliego de
sucesión y que los mexicanos llamaban pliego de mortaja.
Felipe V estableció entregar a cada virrey un pliego,
encerrado bajo tres cubiertas, el cual se depositaba en la Real
Audiencia, debiendo romperse los sellos para saber el contenido
sólo en caso de fallecimiento o incapacidad física
e incurable del gobernante. El pliego de mortaja contenía
una terna de nombres, designando las personas llamadas a
reemplazar interinamente y hasta nueva disposición regia
al virrey difunto. Así desapareció, en los casos de
vacancia, el gobierno que antes ejerciera la Audiencia.
Entre los sucesos más notables de su época de
mando, se cuenta el triunfo que el pirata Wagner alcanzó
sobre la escuadra del conde de Casa Alegre,
adueñándose el inglés de cinco millones
salidos del Perú. Esto alentó a otros corsarios de
la misma nación, Dampierre y Rogers, que se apoderaron de
Guayaquil e impusieron al vecindario un fuerte rescate. Para
contenerlos gastó el virrey ciento cincuenta mil pesos en
el equipo de varias naves, que zarparon del Callao al mando del
almirante Don Pablo Alzamora, y en ellas se embarcaron hasta
colegiales ganosos de castigar a los herejes. Afortunadamente no
llegó el caso de empeñar combate; pues cuando los
nuestros buscaron a los piratas en las islas Galápagos, ya
éstos habían abandonado el Pacífico.
El terremoto que arruinó muchos pueblos de la provincia de
Paruro fue también uno de los grandes acontecimientos de
ese tiempo.
Entre los sucesos religiosos merecen mencionarse la
traslación de las monjas de Santa Rosa al actual
monasterio, y el reñido capítulo de provincial
agustino entre los padres Zavala el vizcaíno y Paz el
sevillano. La Real Audiencia se vio forzada a presidir el
capítulo, evitando con ello grandes desórdenes, y
después de diez y ocho horas de sesión y de varios
escrutinios triunfó Zavala por mayoría de dos
votos.
El anciano marqués de Castel-dos-Ríus era un
entusiasta cultivador de las musas; pero como estas damas son
casi siempre esquivas para con los viejos, pobrísima
inspiración es la que domina en los pocos versos que de su
excelencia conocemos. Los aduladores decían,
aplicándole estos conceptos de Góngora, que
dominaba
«Ya con la espada del sangriento Marte,
ya con la lira del dorado Apolo».
Todos los lunes reunía el virrey en palacio a los poetas
de Lima, y en la biblioteca del cosmógrafo mayor D.
Eduardo Carrasco existió hasta hace pocos años un
abultado manuscrito, Flor de Academias de Lima, en el que estaban
consignadas las actas de las sesiones y los versos que en ellas
leían los vates. Serias indagaciones, fatalmente sin
éxito, hemos hecho para descubrir el paradero de tan
curioso libro, que suponemos en poder de algún
bibliótafo, avaro de su tesoro, y que ni saca provecho de
él ni permite que otros exploten tan rico
filón.
Formaban el Parnasillo palaciego, en el que el virrey a guisa de
Apolo tenía la presidencia: el ilustre Don. Pedro de
Peralta, muy joven por entonces; Don Luis Oviedo y Herrera,
también limeño e hijo del poeta conde de la Granja
(autor de un buen poema sobre Santa Rosa); Don Antonio Lozano
Berrocal, Don Francisco de Olmedo, Don José Polanco de
Santillana, el coronel Don Juan de la Vega, Don Martín de
Liseras y otros ingenios cuyos nombres no valen la pena de
apuntarse.
En las fiestas que se celebraron en Lima por el nacimiento del
infante Don Luis Fernando, fue cuando el Parnasillo echó,
como suele decirse, el resto; y hasta el virrey marqués de
Castel-dos-Ríus hizo representar en palacio, con
asistencia del alto clero y de la aristocracia, la tragedia
Perseo, escrita por él en infelices endecasílabos,
a juzgar por un fragmento que hemos leído.
Hablando de ella dice nuestro compatriota Peralta, en una de las
notas de su Lima fundada, que tenía armoniosa
música, preciosos trajes y hermosas decoraciones, y que en
ella no sólo mostró el virrey la elegancia de su
genio poético, sino la grandeza de su ánimo y el
celo de su amor.
Parécenos que hay mucho de cortesano en este juicio.
No había aún el de Castel-dos-Ríus cumplido
dos años de gobierno, cuando lo acusaron ante Felipe V de
que especulaba con su alto puesto, defraudando al real tesoro en
connivencia con los contrabandistas. La Audiencia misma y el
tribunal del Consulado de comercio apoyaron la acusación,
y el monarca resolvió destituir desairosamente y sin
esperar a oír sus descargos al gobernante del Perú;
orden que revocó porque una hija del marqués, dama
de honor de la reina, se arrojó a las plantas de Felipe V
y le recordó los grandes servicios prestados por su padre
durante la guerra de sucesión.
Pero aunque el monarca lo satisfizo hasta cierto punto, revocando
su primer acuerdo, no por eso dejó de ser profunda la
herida que en su orgullo recibiera el señor de Sentmanat y
de Lanuza, y fuelo tanto que el 22 de abril de 1710 lo condujo a
la tumba, después de tres años de gobierno. De los
designados en el pliego de mortaja, que eran los obispos del
Cuzco, Arequipa y Quito, sólo el último
existía.
Sus funerales se celebraron en Lima con escasa pompa, pero con
abundancia de versos, buenos y malos. El Parnasillo llenó
su deber honrando la memoria del hermano en Apolo.
III
En el anónimo se acusaba a Don Pedro Campos de Ayala del
asesinato del vizcaíno y de que mil onzas robadas a
éste le sirvieron de base para la gran fortuna adquirida
en Potosí.
¿Qué pruebas exhibía el delator? No lo
sabremos decir.
Instalado Don Pedro en el calabozo, se le presentó el juez
a tomarle declaración y la respuesta del acusado
fue:
-Señor alcalde, negar fuera obstinación cuando
quien me acusa es Dios. Sólo a Él, bajo secreto de
confesión, he revelado mi delito. Siga usía, en
representación de la justicia humana, causa contra
mí; pero conste que entablo querella contra Dios.
Como se ve, las distinciones del reo eran un tanto
casuísticas; pero encontró abogado -y lo
maravilloso sería que no lo hubiese hallado- que se
prestara a sostener juicio contra Dios. ¡La chicana forense
es tan fecunda!
Por lo mismo que la Real Audiencia procuró rodear de
misterio el proceso, se hicieron públicos hasta sus
menores incidentes y la causa fue el gran escándalo del
siglo.
La Inquisición, que andaba de puntas con los jesuitas y
buscándoles quisquillas, intentó meter la hoz en el
asunto.
El arzobispo, el virrey, lo más granado de la sociedad
limeña tomaron cartas en favor de la
Compañía. Aunque el acusado lo sostuviera
así, no presentaba más prueba que su dicho de que
un jesuita era el autor de la denuncia anónima y el
revelador del secreto de confesión, instigado por la
revocatoria del testamento.
Por su parte, el sobrino del vizcaíno reclamaba para
sí solo la fortuna del matador de su tío, y los
síndicos de las fundaciones exigían la validez del
segundo testamento.
Todos los golillas perdían su latín y aquello era
un batiburrillo de opiniones encontradas y extravagantes.
Y entretanto el escándalo cundía. Y no atinamos a
discurrir hasta dónde llevaba trazas de alcanzar, si
minuciosamente informado de todo S. M, Don Felipe V, no hubiera
declarado por medio de una real cédula que, conviniendo al
decoro de la Iglesia y a la moral de sus reinos, se abocaba con
su Consejo de Indias el conocimiento y resolución de la
causa.
En consecuencia, Don Pedro Campos de Ayala marchó a
España, bajo partida de registro, junto con el voluminoso
proceso.
Y como era natural, tras él se fueron algunos de los
favorecidos en el testamento a gestionar sus derechos en la
corte.
Y la calma se restableció en esta ciudad de los reyes, y
la Inquisición se distrajo preparándose a quemar a
madama de Castro y la estatua y huesos del jesuita Ulloa.
¿Cuál fue la sentencia o sesgo que el sagaz Felipe
V diera al proceso? Lo ignoramos, pero puede suponerse que el rey
apelaría a algún expediente conciliador para poner
en paz a todos los litigantes, y es posible que al mismo reo le
tocara algo del pan bendito o indulgencia real.
¿Existirá en España este original proceso?
Probable es que se lo haya comido el comején -gusanillo
roedor-, y pues viene a pelo, ahí va para dar remate a la
tradición el origen de una frase popular.
Diz que a un escribano le exigió la Real Audiencia la
exhibición de un expediente en el cual estaban
protocolizados un testamento y títulos de propiedades.
Cuando el depositario de la fe pública hubo agotado todo
su arsenal de evasivas y tracamandas, se presentó ante el
virrey, que lo era el marqués de Castelfuerte, y le
dijo:
-Señor excelentísimo: por más que he
revuelto mi archivo, no encuentro ese condenado proceso y
barrunto que el comején se lo ha comido.
-¿Esas tenemos, señor mío? -contestó
el virrey-. Pues a chirona el comején.
Y desde entonces quedó como refrán el decir, cuando
una cosa no parece: «Vamos, se la habrá comido el
comején».