No hay limeño que en su infancia no haya oído
hablar de la procesión de ánimas de San
Agustín. Recuerdo que antes que tuviésemos
alumbrado de gas, no había hija de Eva que se aventurase a
pasar, dada la media noche, por esa plazuela, sin persignarse
previamente, temerosa de un encuentro con las ciudadanas del
purgatorio.
Ni Calancha ni su continuador el padre Torres hablan en la
Crónica Agustina de esta procesión, y eso que
refieren cosas todavía mas estupendas. Sin embargo, en el
Suelo de Arequipa convertido en cielo se relata del alcalde
ordinario Don Juan de Cárdenas algo muy parecido a lo que
voy a contar.
A falta, pues, de fuente más auténtica, ahí
va la tradición, tal como me la contó una vieja muy
entendida en historias de duendes y almas en pena.
I
Alcalde del crimen por los años de 1640 era Don Alfonso
Arias de Segura, hijo de los reinos de España, y hombre
que se había conquistado en el ejercicio de su cargo la
reputación de severo hasta rayar en la crueldad. Reo que
caía bajo su férula no libraba sino con sentencia
de horca, que como ven ustedes no era mal librar. Con él
no había circunstancias atenuantes ni influencias de
faldas o bragas. Y en esta su intransigencia y en el terror que
llegó a inspirar fincaba el señor alcalde su
vanidad.
Habitaba su señoría en la casa fronteriza a la
iglesia de San Agustín, y hallábase una noche, a
hora de las nueve, leyendo un proceso, cuando oyó voces
que clamaban socorro. Cogió Don Alfonso sombrero, capa y
espada, y seguido de dos alguaciles echose a la calle, donde
encontró agonizante a un joven de aristocrática
familia, muy conocido por lo pendenciero de su genio y por el
escándalo de sus aventuras galantes.
Junto al moribundo estaba un pobre diablo, que vestía
hábito delego agustino, con un puñal ensangrentado
en la mano.
Era éste un indiecillo de raquítica figura, capaz
por lo feo de dar susto a una noche obscura, al que todo Lima
conocía por el hermano Cominito. Era el lego generalmente
querido por lo servicial y afectuoso de su carácter,
así como por su reputación de hombre moral y
devoto. El repartía al pueblo los panecillos de San
Nicolás, y por esta causa gozaba de más popularidad
que el gobierno.
Incapaz, por la mansedumbre de su espíritu, de matar una
rata, regresaba al convento después de cumplir una
comisión del padre provincial, cuando acudió en
auxilio del herido, y creyendo salvarlo le quitó el
puñal del pecho, acto caritativo con el que
apresuró su triste fin.
Viéndolo así armado, nuestro alcalde le dijo:
-¡Ah, pícaro asesino! Date a la justicia.
La intimación asustó de tal modo al hermano
Cominito que, poniendo pies en polvorosa, se entró en la
portería del convento. Siguiole el alcalde, echando
ternos, y diole alcance en el corredor del primer claustro.
Alborotáronse los frailes que, encariñados por
Cominito, sacaron a lucir un arsenal de argumentos y latines en
defensa de su lego y de la inmunidad del asilo claustral; pero
Arias, de Segura no entendía de algórgoras, y
Cominito fue a dormir en la cárcel de corte, escoltado por
una jauría de alguaciles, gente de buenos puños y
de malas entrañas.
Al día siguiente principió a formarse causa. Las
apariencias condenaban al preso. Se le había encontrado
puñal en mano junto al difunto y emprendido la fuga, como
hacen los delincuentes, al presentársele la justicia.
Cominito negó, poniendo por testigos a Dios y sus santos,
toda participación en el crimen; pero en aquellos tiempos
la justicia disponía de un recurso con cuya
aplicación resultaba criminal de cuenta cualquier
papamoscas. Después de un cuarto de rueda que le hizo
crujir los huesos, se declaró Cominito convicto y confeso
de un delito que, como sabemos, no soñó en cometer.
La tortura es argumento al que pocos tienen coraje para
resistir.
Queda, pues, sobrentendido que el terrible alcalde a quien
bastaba con ocupación al verdugo, sentenció a
Cominito a ser ahorcado por el pescuezo.
Llegó la mañana en que la vindicta pública
debía ser satisfecha. Al pueblo se le hizo muy cuesta
arriba creer en la criminalidad del lego, y se formaron corrillos
por el Portal de Botoneros para arbitrar la manera de libertarlo.
Los agustinos, por su parte, no se descuidaban, y a la vez que
azuzaban al pueblo conseguían conquistar al verdugo, no
sé si con indulgencias o con relucientes monedas.
Ello es que al pie de la horca y entregado ya al ejecutor,
éste, en un momento propicio, le dijo al
oído:
-Ahora es tiempo, hermano. Corre, corre, que no hay galgos que te
pillen.
Cominito, que estaba inteligenciado de que el pueblo lo
protegería en su fuga, emprendió la carrera en
dirección a las gradas de la catedral para alcanzar la
puerta del Perdón El pueblo le abría paso y lo
animaba con sus gritos.
Pero el infeliz había nacido predestinado para morir en la
ene de palo. El alcalde Arias de Segura desembocaba a caballo por
la esquina de la Pescadería a tiempo que el fugitivo
llevaba vencida la mitad del camino. Don Alfonso aplicó
espuelas al ánima, y atropellando al pueblo lanzose sobre
Cominito y lo echó la zarpa encima.
El verdugo murmuró: «por mí no ha quedado:
ese alcalde es un demonio».
Y cumplió con su ministerio, y Cominito pasó a la
tierra de los calvos.
Y qué verdad tan grande la que dijo el poeta que
zurció estos versos:
«La vida es comparable a una ensalada,
en que todo se encuentra sin medida:
que unas veces resulta desabrida
y otras hasta el fastidio avinagrada».
II
La víspera de estos sucesos, un criado del conde de *** se
presentó en casa del alcalde Arias de Segura y puso en sus
manos una carta de su amo. Don Alfonso, a quien asediaban los
empeños en favor de Cominito, la guardó sin abrirla
en un cajón del escritorio, murmurando:
-Esos agustinos no dejan eje por mover para que prevarique y se
tuerza la justicia. ¡Mucha gente es la
frailería!
Despachado ya el lego para el viaje eterno, entró en su
casa el alcalde después de las diez de la noche, y
acordándose de la carta, despegó la oblea. El
firmante escribía desde su hacienda, a quince leguas de
Lima:
«Señor licenciado: Cargo de conciencia se me hace no
estorbar que, tan sesuda y noble persona como vuesa merced se
extravíe por celo y amor a la justicia. El devoto agustino
que en carcelería, mantiene esta inocente de culpa.
Agravios en mi honra me autorizaron para hacer matar a un
miserable. Otra conducta habría sido dar publicidad al
deshonor y no lavar la mancha. Vuesa merced tome acuerdo en su
hidalguía y sobresea en la causa, dejando en paz al muerto
y a los vivos. Nuestro Señor conserve y aumente en su
santo servicio la magnífica, persona de vuesa merced. A lo
que vuesa merced mandare. -El conde de:***»
Conforme avanzaba en la lectura de esta carta, el remordimiento
se iba apoderando del espíritu de Don Alfonso. Había
condenado a un inocente, y por no haber leído en el
momento preciso la fatal carta tenía un crimen en su
conciencia. Su orgullo de juez lo había cegado.
La cabeza del alcalde era un volcán. Se ahogaba en la
tibia atmósfera del dormitorio y necesitaba aire que
refrescase su cerebro. Abrió una celosía del
balcón y recostose en él de codos, con la frente
entre las manos.
Sonó la media noche, y Don Alfonso dirigió una
mirada hacia la iglesia fronteriza. Lo que vio heló la
sangre en sus venas, y quedose como figura de paramento. El
templo estaba abierto y de él salía una larga
procesión de frailes con cirios encendidos. Don Alfonso
quiso huir; pero una fuerza misteriosa lo mantuvo como clavado en
el sitio.
Entretanto, la procesión adelantaba por la plazuela
salmodiando el fúnebre miserere y se detenía bajo
el balcón.
Entonces Arias de Segura pudo al resplandor fatídico de
las luces contemplar en vez de rostros descarnadas calaveras y
que los cirios eran canillas de difuntos. Y de pronto cesaron las
voces, y uno de aquellos extraños seres,
dirigiéndose al alcalde, le dijo:
-¡Ay de ti, mal juez! Por tu soberbia has sido injusto, y
por tu soberbia has sido feroz con nuestro hermano que gime en el
purgatorio porque tú lo hiciste dudar de la justicia de
Dios. ¡Ay de ti, mal juez!
Y continuó su camino la procesión alrededor de la
plazuela, hasta perderse en las naves del templo.
III
¿Sería esto una alucinación del cerebro de
Don Alfonso? Lo juicioso es dejar sin respuesta, la pregunta, y
quo cada cual crea lo que su espíritu lo dicte.
Por la mañana un criado encontró a Don Alfonso
privado de sentido en el frío piso del balcón. Al
volver en sí, refirió a los deudos y amigos que lo
cuidaban la escena de la procesión, y el relato se hizo
público en la ciudad.
Pocos días más tarde Don Alfonso Arias de Segura
hizo dimisión de la vara y tomó el hábito de
novicio en la Compañía de Jesús, donde es
fama que murió devotamente,
Hubo más. Dos viejas declararon con juramento que desde la
calle de San Sebastián habían visto las luces de
los cirios; y ante tan autorizado testimonio no quedó en
Lima prójimo que no creyera a puño cerrado en la
procesión de ánimas de San Agustín.
Y a propósito de procesión de ánimas, es
tradicional entra los vecinos del barrio de San Francisco que los
lunes salía también una de la capilla de la
Soledad, y que habiéndose asomado a verla cierta vieja
grandísima pecadora, sucediola, que al pasar por su puerta
cada fraile encapuchado apagaba el cirio que en la mano
traía, diciéndola:
-Hermana, guárdeme esta velita hasta mañana.
La curiosa se encontró así depositaria de algunos
centenares de cirios, proponiéndose en sus adentros
venderlos al día siguiente, sacar subido producto, pues
artículo caro era la cera, y mudar de casa antes que los
aparecidos vinieran a fastidiarla con reclamaciones. Mas al
levantarse por la mañana, encontrose con que cada cirio se
había convertido en una canilla y que la vivienda era un
campo santo u osario. Arrepentida la vieja de sus culpas,
consultose con un sacerdote que gozaba fama de santidad, y
éste la aconsejó que escondiese bajo el manto un
niño recién nacido y que lo pellizcase hasta
obligarlo a llorar cuando se presentara la procesión.
Hízolo así la ya penitente vieja, y gracias al
ardid no se la llevaron las ánimas benditas por no cargar
también con el mamón, volviendo las canillas a
convertirse en cirios que iba, devolviendo a sus
dueños.
Francamente, no puede ser más prosaico este siglo
diecinueve en que vivimos. Ya no asoma el diablo por el cerrito
de las Ramas, ya los duendes no tiran piedras ni toman casas por
asalto, ya no hay milagros ni apariciones de santos, y ni las
ánimas del purgatorio se acuerdan de favorecernos siquiera
con una, procesioncita vergonzante. Lo dicho: con tanta prosa y
con el descreimiento que nos han traído los masones,
está Lima como para correr de ella.