Y aquel día lo hicieron los hombres al Señor una
que le llegó a la pepita del alma; y hastiada ya de
soportar iniquidades y perrerías humanas, dijo Su Divina
Majestad a un angelito mofletudo que cerca de su persona
revoloteaba:
-Ve, chico, más que de prisa y dile a Vicente Ferrer que
lo espero en el valle de Josafat... ¡Ah! Y dile que no deje
olvidada la trompeta.
Y Vicente Ferrer que, como ustedes saben, fue sobre la tierra
político revolucionario y orador tribunicio, lo que no
obstó para que Roma lo matriculase de santo, se
presentó, trompeta en mano, en el valle de la cita.
-Ya no aguanto más a esa canalla ingrata que sólo
me proporciona desazones. Convoca, hijo, a Juicio Final.
Y Vicente Ferrer, tras hacer buen acopio de aire en los pulmones,
largó un trompetazo que repercutió en ambos
polos.
Y de todas partes, más o menos presurosos, acudían
los muertos, abandonando sus sepulturas, a la universal
convocatoria. Pero corrían las horas y el Juicio no
tenía cuando principiar, y Vicente, falto ya de fuerzas,
apenas hacía resonar el instrumento. Al fin dijo:
-Señor, no puedo soplar más.
Y la trompeta se le cayó de la mano.
-Haz un esfuerzo, Vicente, y sigue tocando llamada y llamada. El
Juicio Final no puede comenzar, porque todavía falta un
pueblo. ¡Vaya una gente para remolona y perezosa!
-murmuró el Supremo Juez.
-Si no es indiscreta la pregunta, ¿puede saberse,
Señor, qué pueblo es ese?
-El de Lima, Vicente, el de Lima.
-¡Ah, Señor! Si lo esperas, ya tienes para rato. Ese
pueblo no despierta de su sueño ni a cañonazos. Los
limeños no se levantan.
-Pues entonces, declaro abierta la sesión.
Y cata que, si la profecía no marra, los limeños
seremos los únicos humanos sobre los que no caerá
premio ni castigo en la hora suprema del gran Juicio.
¡Válganos Santa Pereza!