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VIII.- Brazo de plata

El Excmo. Sr. Don Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova y virrey de estos reinos del Perú y Chile, era hombre con quien cargaba una legión de diablos, siempre que llegaba a sus oídos el apodo con que lo bautizara el zumbón pueblo de Lima; no embargante que el tal apodo más tenía de honorífico que de ridículo, pues tengo para mí que enaltece a un guerrero el resultar lisiado en el campo de batalla. Su excelencia había quedado manco en la batalla de Arras, y reemplazó el brazo de carne, músculos y huesos con otro de filigrana de plata, verdadera maravilla de artífices romanos.

Aunque Don Melchor ocultaba la apócrifa siniestra bajo un guante de gamuza o piel de perro, no por eso dejaron de aplicarle el mote de Mano de plata, apodo que a su excelencia antojósele considerar como insulto a su honrada y esclarecida persona.

Fue el caso que, a pesar de sus diciembres, a su excelencia se le encandilaban los ojos cada vez que por esas calles tropezaba con una de aquellas hembras hechas de azúcar y canela, vulgo mulatas, manjar apetitoso para libertinos y hombres gastados. Las mulatas de Lima eran, como las de la Habana, el non plus ultra del género.

«Quien dijere que Venus
ha sido blanca,
de fijo no hizo estudios
en Salamanca».

Algún resbalón debió dar su excelencia, en amor y compaña con una de esas caritativas vasallas, e hízose pública la largueza del galán en recompensar amorosas complacencias, pues los traviesos limeños lo sacaron esta copla que a guisa de pasquín y escrita con carbón apareció una mañana en la blanca pared de uno de los pasadizos de palacio:

«Al conde de la Monclova
le dicen Mano de plata;
pero tiene mano de oro
cuando corteja mulatas».

No fue su excelencia como los rnarqueses de Cañete y de Castelfuerte, ni como Amat y otros virreyes, que a pasquines en verso contestaron también en el lenguaje de las musas, dándoseles un pepinillo de conceptos y murmuraciones anónimas. El de la Monclova no entendía de chilindrinas, y la más sosa e insignificante revestía para él la seriedad del papel sellado. Hizo borrar la copla de la pared; pero no alcanzó a borrarla de la memoria del pueblo.

Añaden, sí, que desde entonces no volvió el virrey a tener aventurillas con mozuelas del medio pelo.
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