Frente a la capilla de la Virgen del Milagro hay una casa de
especial arquitectura, casa sui géneris y que no ofrece
punto de semejanza con ninguna otra de las de Lima. Sin embargo
de ser anchuroso su patio, la casa es húmeda y exhala
húmedo vapor. Tiene un no sé qué de
claustro, de castillo feudal y de casa de ayuntamiento.
Que la casa fue de un conquistador, compañero de Pizarro,
lo prueba el hecho de estar la escalera colocada frente a la
puerta de la calle; pues tal era una de las prerrogativas
acordadas a los conquistadores. Hoy no llegan a diez las casas
que conservan la escalera fronteriza.
El extranjero que pasa por la calle del Milagro se detiene
involuntariamente en su puerta y lanza al interior mirada
escudriñadora. Y lo particular es que a los limeños
nos sucede lo mismo. Es una casa que habla a la fantasía.
Ni el Padre Santo de Roma le hará creer a un limeño
que esa casa no ha sido teatro de misteriosas leyendas.
Y luego, la casa misteriosa fue conocida, desde hace tres o
cuatro generaciones, con nombre a propósito para que la
imaginación se eche retozar. Nuestros abuelos y nuestros
padres la llamaron la casa de Pilatos, y así la llamamos
nosotros y la llaman nuestros hijos. ¿Por qué?
¿Acaso Poncio Pilatos fue propietario en el
Perú?
Entre mis manos y bajo mis espejuelos he tenido los
títulos que el actual dueño, compadeciendo acaso mi
manía de embelesarme con antiguallas, tuvo la amabilidad
de permitirme examinar; y de ellos no aparece que el pretor de
Jerusalén hubiera tenido arte ni parte en la
fábrica del edificio, cuya área mide cuarenta varas
castellanas de frente por sesenta y ocho de fondo.
Y sin embargo, la casa se llama de Pilatos. ¿Por
qué?
Voy a satisfacer la curiosidad del extranjero, contando lo mismo
que las viejas cuentan y nada más. Se pela la frente el
lector limeño que piense que sobre la casa de Pilatos voy
a decirle algo que él no se tenga sabido.
La casa se fabricó en 1590, esto es, medio siglo
después de la fundación de Lima y cuando los
jesuitas acababan de tomar cédula de vecindad en esta
tierra de cucaña. Fue el padre Ruiz del Portillo, Superior
de ellos, quién delineó el plano; pues
ligábalo estrecha amistad con un rico mercader
español apellidado Esquivel, propietario del
terreno.
Con maderas y ladrillos sobrantes de la fábrica de San
Francisco y que Esquivel compró a ínfimo precio, se
encargó el mismo arquitecto que edificaba el colegio
máximo de San Pablo de construir la casa misteriosa,
edificio sólido y a prueba de temblores, que no pocos ha
resistido sin experimentar desperfecto.
Por medio de una ancha galería, sótano o
bóveda subterránea, de seis cuadras de longitud,
está la fábrica en comunicación con el
convento de San Pedro que habitaron los jesuitas.
Ese subterráneo que, previo permiso del actual propietario
de la casa, puede visitar el curioso que de mis afirmaciones
dude, les vendrá de perilla a los futuros escritores de
novelas patibularias. En el sótano pueden hacer funcionar
holgadamente contrabandistas, y conspiradores, y monederos
falsos, y caballeros aherrojados, y doncellas tiranizadas, y todo
el arsenal romántico romancesco. ¡Cuando yo digo que
la casa de Pilatos está llamada a dar en el porvenir mucha
tela que cortar!
¿Para qué se hizo este subterráneo? Ni lo
sé ni me interesa saberlo.
La casa hasta 1635 sirvió de posada y lonja a mineros y
comerciantes portugueses. Treinta y siete mil pesos de a ocho
había invertido Esquivel en la fábrica, y los
arrendamientos le producían un interés más
que decente del capital empleado. Época hubo
también en que, hallándose la plaza del mercado
situada en San Francisco, fue el patio de la casa de Pilatos
ocupado por los vendedores de fruta.
Heredó la casa doña María de Esquivel y
Járava, esposa de un general español; y muerta
ella, la Inquisición, que por censos tenía un
crédito de ochocientos pesos, y otros acreedores, formaron
concurso. Duró tres años la tramitación del
expediente, y en 1694 se decretó el remate de la finca
para satisfacer acreencias que subían a doce mil
pesos.
Don Diego de Esquivel y Járava, natural del Cuzco,
caballero de Santiago y que en 1687 obtuvo título de
marqués de San Lorenzo de Valleumbroso, no quiso consentir
en que la casa de su tía abuela pasara a familia
extraña; y después de pagar acreedores, dio a los
herederos veintiocho mil pesos.
Después de la Independencia cesó la casa de formar
parte del mayorazgo de Valleumbroso y pasó a otros
propietarios, circunstancia muy natural y sin importancia para
nosotros.
Olvidaba apuntar que en tiempo del virrey Amat, a
propósito de la expulsión de los jesuitas, se dijo
que del sótano de la casa se había sacado un
tesoro. No afirmo, consigno el rumor.
Pero a todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de
Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo.
Ten paciencia, que allá vamos.
Cuenta el pueblo que por agosto de 1635 y cuando la casa estaba
arrendada a mineros y comerciantes portugueses, pasó por
ella, un viernes a media noche, cierto mozo truhán que
llevaba alcoholizados los aposentos de la cabeza. El portero
habría probablemente olvidado echar cerrojo, pues el
postigo de la puerta estaba entornado. Vio el borrachín
luces en los altos, sintió algún ruido o murmullo
de gente, y confiando hallar allí jarana y moscorrofio,
atreviose a subir la escalera de piedra, que es, dicho sea de
paso, otra de las curiosidades que el edificio ofrece.
El intruso adelantó por los corredores hasta llegar a una
ventana, tras cuya celosía se colocó, y pudo a sus
anchas examinar un espacioso salón profusamente iluminado
y cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de género
negro.
Bajo un dosel vio sentado a uno de los hombres más
acaudalados de la ciudad, el portugués Don Manuel Bautista
Pérez, y hasta cien compatriotas de éste en
escaños, escuchando con reverente silencio el discurso que
les dirigía Pérez y cuyos conceptos no alcanzaba a
percibir con claridad el espía.
Frente al dosel y entre blandones de cera había un hermoso
crucifijo de tamaño natural.
Cuando terminó de hablar Pérez, todos los
circunstantes menos éste fueron por riguroso turno
levantándose del asiento, avanzaron hacia el Cristo y
descargaron sobre él un fuerte ramalazo.
Pérez, como Pilatos, autorizaba con su impasible presencia
el escarnecedor castigo.
El espía no quiso ver más profanaciones,
escapó como pudo y fue con el chisme a la
Inquisición, que pocas horas después echó la
zarpa encima a más de cien judíos
portugueses.
Al judío Manuel Bautista Pérez le pusieron los
católicos limeños el apodo de Pilatos, y la casa
quedó bautizada con el nombre de casa de Pilatos.
Tal es la leyenda que el pueblo cuenta. Ahora veamos lo que dicen
los documentos históricos.
En la Biblioteca de Lima existe original el proceso de los
portugueses, y de él sólo aparece que en la calle
del Milagro existió la sinagoga de los judíos, cuyo
rabino o capitán grande (como dice el fiscal del Santo
Oficio) era Manuel Bautista Pérez. El fiscal habla de
profanación de imágenes; pero ninguna minuciosidad
refiere en armonía con la popular conseja.
El juicio duró tres años. Quien pormenores quiera,
búsquelos en mis Anales de la Inquisición de
Lima.
Pérez y diez de sus correligionarios fueron quemados en el
auto de fe de 1639, y penitenciados cincuenta portugueses
más, gente toda de gran fortuna. Parece que al
portugués pobre no le era lícito ni ser
judío, o que la Inquisición no daba importancia a
descamisados.