Apuesto, lector limeño, a que entre los tuyos has conocido
algún viejo de esos que alcanzaron el año del
cometa (1807), que fue cuando por primera vez se vio en Lima
perros con hidrofobia, y a que lo oíste hablar con delicia
de la Perla sin compañera.
Sin ser yo todavía viejo, aunque en camino voy de serlo
muy en breve, te diré que no sólo he oído
hablar de ella, sino que tuve la suerte de conocerla, y de que
cuando era niño me regalara rosquetes y confituras.
¡Como que fue mi vecina en el Rastro de San
Francisco!
Pero entonces la Perla ya no tenía oriente, y nadie
habría dicho que esa anciana, arrugada como higo seco, fue
en el primer decenio del siglo actual la más linda mujer
de Lima; y eso que en mi tierra ha sido siempre opima la cosecha
de buenas mozas.
Allá por los anos de 1810 no era hombre de gusto, sino
tonto de caparazón y gualdrapa, quien no la echaba un
piropo, que ella recibía como quien oye llover, pues
callos tenía en el tímpano de oír palabritas
melosas.
Yo no acertaré a retratarla, ni hace falta. Básteme
repetir con sus contemporáneos que era bellísima,
plusquam-bellísima.
Hasta su nombre era precioso. Háganse ustedes cargo, se
llamaba María Isabel.
Y sobre codo, tenía una alma de ángel y una virtud
a prueba de tentaciones.
Disfrutaba de cómoda medianía, que su esposo no era
ningún potentado, ni siquiera título de Castilla,
sino un modesto comerciante en lencería.
Eso sí, el marido era también gallardo mozo y
vestía a la última moda, muy currutaco y muy echado
para atrás. Los envidiosos de la joya que poseía
por mujer, hallando algo que criticar en su garbo y elegancia, lo
bautizaron con el apodo de Niño de gonces.
La parejita era como mandada hacer. Imagínate, lector, un
par de tortolitas amarteladas, y si te gustan los buenos versos
te recomiendo la pintura que de ese amor hace Clemente Althaus en
una de sus más galanas poesías que lleva por
título: Una carta de la Perla sin compañera.
II
Llegó por ese año a Lima un caballero que andaba
corriendo mundo y con el bolsillo bien provisto, pues se gastaba
un dineral en sólo las mixtureras.
Después de la misa del domingo acostumbraban los
limeños dar un paseo por los portales de la plaza, bajo
cuyas arcadas se colocaban algunas mulatas que vendían
flores, mixturas, sahumerios y perfumes, y que aindamáis
eran destrísimas zurcidoras de voluntades.
Los marquesitos y demás jóvenes ricos y golosos no
regateaban para pagar un doblón o media onza de oro por
una marimoña, un tulipán, una arirumba, un ramo de
claveles disciplinados, un pucherito de mixtura o un cestillo
enano de capulíes, nísperos, manzanitas y frutillas
con su naranjita de Quito en el centro.
Oigan ustedes hablar de esas costumbres a los abuelitos. El
más modesto dice: «¡Vaya si me han comido
plata las mixtureras! Nunca hice el domingo con menos de una
pelucona. Los mozos de mi tiempo no éramos comineros como
los de hoy, que cuando gastan un real piden sencilla o buscan el
medio vuelto. Nosotros dábamos hasta la camisa, casi
siempre sin interés y de puro rumbosos; y
bastábanos con que fuera amiga nuestra la dama que pasaba
por el portal para que echásemos la casa por la ventana, y
allá iba el ramo o el pucherito, que las malditas
mixtureras sabían arreglar con muchísimo primor y
gasto. Y después, ¿qué joven salía de
una casa el día de fiesta sin que las niñas le
obsequiasen la pastillita de briscado o el nisperito con clavos
de olor, y le rociaran el pañuelo con agua rica, y lo
abrumasen con mil finezas de la laya? ¡Aquella sí
era gloria, y no la de estos tiempos de cerveza amarga y
papel-manteca!».
Pero, dejando a los abuelitos regocijarse con remembranzas del
pasado, que ya vendrá para nuestra generación la
época de imitarlos, maldiciendo del presente y poniendo
por las nubes el ayer, sigamos nuestro relato.
Entre los asiduos concurrentes al portal encontrábase
nuestro viajero, cuya nacionalidad nadie sabía a punto
fijo cuál fuese. Según unos era griego,
según otros italiano, y no faltaba quien lo cree ese
árabe.
Llamábase Mauro Cordato. Viajaba sin criado y en
compañía de un hermoso perro de aguas, del cual
jamás se apartaba en la calle ni en visitas; y cuando
concurría al teatro, compraba en la boletería
entrada y asiento para su perro que, la verdad sea dicha, se
manejaba durante el espectáculo como toda una persona
decente.
El animal era, pues, parte integrante o complementaria del
caballero, casi su alter ego; y tanto, que hombres y mujeres
decían con mucha naturalidad y como quien nada de chocante
dice: «Ahí van Mauro Cordato y su
perro».
III
Sucedió que un domingo, después de oír misa
en San Agustín, pasó por el portal la Perla sin
compañera, de bracero con su dueño y señor
el Niño de gonces. Verla Mauro Cordato y apasionarse de
ella furiosamente, fue todo uno. Escopetazo a quemarropa y...
¡aliviarse!
Echose Mauro a tomar lenguas de sus amigos y de las mixtureras
más conocedoras y ladinas, y sacó en claro el
consejo de que no perdiera su tiempo emprendiendo tal conquista;
pues era punto menos que imposible alcanzar siquiera una sonrisa
de la esquiva limeña.
Picose el amor propio del aventurero, apostó con sus
camaradas al que él tendría, la fortuna de rendir
la fortaleza, y desde ese instante, sin darse tregua ni reposo,
empezó a escaramucear.
Pasaron tres meses, y el galán estaba tan adelantado como
el primer día. Ni siquiera había conseguido que lo
calabaceasen en forma; pues María Isabel no ponía
pie fuera de casa sino acompañada de su marido; ni su
esclava se habría atrevido, por toda la plata del
Potosí, a llevarla un billete o un mensaje; ni en su
salón entraba gente libertina, de este o del otro sexo;
que era el esposo hombre que vivía muy sobre aviso, y no
economizaba cautela para alejar moros de la costa.
Mauro Cordato, que hasta entonces se había creído
sultán de gallinero, empezaba a llamar al diablo en su
ayuda. Había el libertino puesto en juego todo su arsenal
de ardides, y siempre estérilmente
Y su pasión crecía de minuto en minuto.
¡Qué demonche! No había más que dar
largas al tiempo, y esperar sin desesperarse, que por algo dice
la copla:
«Primero hizo Dios al hombre
y después a la mujer;
primero se hace la torre
y la veleta después».
IV
Acostumbraba María Isabel ir de seis en seis meses a la
Recolección de los descalzos, donde a los pies de un
confesor depositaba los escrúpulos de su alma, que en ella
no cabía sombra de pecado grave.
En la mañana del 9 de septiembre de 1810 encaminose,
seguida de su esclava, al lejano templo.
Pero la casualidad, o el diablo que no duerme, hizo que Mauro
Cordato y su perro estuvieran también respirando la brisa
matinal y paseándose por la extensa alameda de sauces que
conducía a la Recolección franciscana.
El osado galán encontró propicia la oportunidad
para pegarse a la dama de sus pensamientos, como pulga a la
oreja, y encarecerla los extremos de la pasión que le
traía sorbido el seso.
Pensado y hecho. El hombre no se quedó corto en alambicar
conceptos; pero María no movió los labios para
contestarle, ni lo miró siquiera, ni hizo de sus palabras
más caso que del murmullo del agua de la Puente
Amaya.
Encocorose Mauro de estar fraseando con una estatua, y cuando vio
que la joven se encontraba a poquísima distancia de la
portería del convento, la detuvo por el brazo,
diciéndola:
-De aquí no pasas sin darme una esperanza de amor.
-¡Atrás, caballero! -contestó ella
desasiéndose con energía de la tosca
empuñada del mancebo-. Está usted insultando a una
mujer honrada y que jamás, por nadie y por nada,
faltará a sus deberes.
El despecho ofuscó el cerebro del aventurero, y sacando un
puñal lo clavó en el seno de María.
La infeliz lanzó un grito de angustia, y cayó
desplomada.
La esclava echó a correr, dando voces, y la casi siempre
solitaria (hoy como entonces) Alameda fue poco a poco
llenándose de gente.
Mauro Cordato, apenas vio caer a su víctima, se
arrodilló para socorrerla, exclamando con acento de
desesperación. «¡Qué he hecho, Dios
mío, qué he hecho! He muerto a la que era vida de
mi vida».
Y se arrancaba pelos de la barba y se mordía los labios
con furor. Entretanto, la muchedumbre se arremolinaba gritando:
«¡Al asesino, al asesino!», y a todo correr
venía una patrulla por el beaterio del Patrocinio.
Mauro Cordato se vio perdido.
Sacó del pecho un pistolete, lo amartilló y se
voló el cráneo.
¡Tableau!, como dicen los franceses.
V
La herida de la Perla sin compañera no fue mortal; pues,
afortunadamente para ella, el arma se desvió por entre las
ballenas del monillo. Como hemos dicho, la conocimos en 1839,
cuando ya no era ni sombra de lo que fuera.
Hacía medio siglo, por lo menos, que no se daba en Lima el
escándalo de un suicidio. Calcúlese la
sensación que éste produciría. De fijo que
proporcionó tema para conversar un año; que, por
entonces, los sucesos no envejecían, como hoy, a las
veinticuatro horas.
Tan raro era un suicidio en Lima, que formaba época,
digámoslo así. En este siglo, y hasta que se
proclamó la independencia, sólo había
noticia de dos: el de Mauro Cordato y el de Don Antonio de Errea,
caballero de la orden de Calatrava, regidor perpetuo del Cabildo,
prior del tribunal del Consolado, y tesorero de la acaudalada
congregación de la O. Errea, que en 1816 ejercía el
muy honorífico cargo de alcaide de la ciudad, llevaba el
guión o estandarte en una de las solemnes procesiones de
catedral, cuando tuvo la desdicha de que un cohete o volador mal
lanzado le reventara en la cabeza, dejándolo sin sentido.
Parece que, a pesar de la prolija curación, no
quedó con el juicio muy en sus cabales; pues en 1819
subiose un día al campanario de la Merced y dio el salto
mortal. Los maldicientes de esa época dijeron... (yo no lo
digo, y dejo la verdad en su sitio)... dijeron... (y no hay que
meterme a mí en la danza ni llamarme cuentero, chismoso y
calumniador)... Conque decíamos que los maldicientes
dijeron... (y repito que no vaya alguien a incomodarse y
agarrarla conmigo) que la causa del tal suicidio fue el haber
confiado Errea a su hijo político, que era factor de la
real compañía de Filipinas, una gruesa suma
perteneciente a la congregación de la O, dinero que el
otro no devolvió en la oportunidad precisa.
La iglesia dispuso que el cadáver de Mauro Cordato no
fuera sepultado en lugar sagrado, sino en el cerrito de las
Ramas.
Ni los compañeros de libertinaje con quienes derrochara
sus caudales el infeliz joven dieron muestra de aflicción
por su horrible desventura. Y eso que en vida contaba los amigos
por docenas.
Rectifico. La fosa de Mauro Cordato tuvo durante tres días
un guardián leal que no permitió se acercase nadie
a profanarla; que se mantuvo firme en su puesto, sin comer ni
beber, como el centinela que cumple con la consigna, y que al fin
quedó sobre la tumba muerto de inanición.
Desde entonces, y no sin razón, los viejos de Lima dieron
en decir: «El mejor amigo... un perro».