Cuentan de un zapatero, que por un quítame allá
esas pajas sacudía las costillas a su conjunta, y no
porque ella diera motivo para que de su señor y
dueño dijeran lo que reza esta copla popular:
«Encontré a tu marido
manos a boca;
fui corriendo y le dije:
«¡Carnero, topa!».
En una de las peloteras entre los cónyuges, acudió
a poner paz un su compadre, pulpero catalán y hombre de
peso, nada parecido al que dijo:
«Compadre, yo he visto un toro
en la plaza de Jerez.
¡Compadre, si usted lo viera!
¡Todo parecido a usted!».
-¿Cómo es eso? -gritó-. ¿Se olvida
usted, compadre, de que lleva pantalones, y desciende hasta la
indignidad de pegarle a una débil mujer?
-¡Así, compadre! -dijo gimoteando la zapatera-.
Ríñalo usted duro a ver si tiene vergüenza y
no vuelve a maltratarme.
Alentado el catalán continuó la reprimenda:
-A la mujer, compadre, nunca se le pega..., nunca..., ¿lo
entiende usted? Nunca... más que una sola vez, y eso hasta
dejarla en el sitio patitiesa para que no llegue a contar el caso
a las vecinas y ande en lenguas el nombre del marido. O se pega
en regla o no se pega.
Doctrina completamente opuesta a la del pulpero profesaba el gran
mariscal de Ayacucho Antonio José Sucre; pues al no
están mojados mis papeles, ni miente mi amigo Luis Capella
Toledo, presentósele un día al Mariscal una rabona
con el cuerpo magullado y la cara ensangrentada,
quejándose de que así la había puesto su
marido, sargento primero del batallón Rifles.
Sucre, el impecable, como lo llamaba Bolívar aludiendo a
su pureza de costumbres y a sus delicadezas para con las hijas de
Eva por humilde que fuera la condición de éstas, le
preguntó colérico:
-¿Y por qué te ha pegado?
-Por nada, taitay..., de malo, taitay.
-Ayudante, tráigame usted al sargento Uribe.
Y Sucre paseaba la habitación, murmurando:
-¡Cobarde! ¡Indigno de haber combatido en
Pichincha!
Llegado el sargento le preguntó Sucre:
-¿Por qué has cometido la vileza de maltratar a
esta infeliz?
-Mi general -contestó el sargento-, es mi mujer, la he
sorprendido infraganti con un oficial, y me ha faltado valor para
matarla.
Sucre se volvió hacia su jefe de Estado Mayor, y le dijo
al oído:
-Coronel, indague usted el nombre de ese oficial, y delo de baja
en el ejército.
Acercose luego a la mujer, y la preguntó:
-¿Es cierto lo que dice tu marido?
-Celoso, taitay..., oficial abrazando..., yo no
consintiendo...
Sucre no pudo dejar de sonreírse; mas recobrando en breve
su seriedad, dijo:
-Desde hoy te está prohibida la entrada en el cuartel, y
dentro de tres días te haré proporcionar bagajes
parva que regreses a tu pueblo. El sargento Uribe ha muerto para
ti, no lo olvides. Y usted, sargento, vaya arrestado por un mes,
y sepa que un proverbio árabe dice que a la mujer no se le
pega ni con una flor.
El heroico Sucre murió asesinado en la montaña de
Berruecos.
La voz pública señaló como autor del crimen
al coronel José María Obando, más tarde
general y presidente de Colombia.
Obando escribió artículo tras artículo y
publicó libro tras libro rechazando toda responsabilidad.
Tarea estéril. La opinión proseguía
acusándolo. A los veinte años ésta
empezó a callar fatigada; pero la Providencia se hizo
acusadora. ¿Cómo? Lean ustedes.
En 1860 Obando cayó gravemente herido en el combate de la
Cruz Verde; y como si la Providencia hubiera querido tomar
también parte en el proceso histórico, el
único sacerdote que la casualidad proporcionó en el
campo de batalla para confesar y absolver al moribundo, se
llamaba Antonio José de Sucre, como su tío el Gran
Mariscal de Ayacucho.
Otra fatal y curiosa coincidencia. De las letras de que se
compone el apellido Obando y de Cruz Verde, sitio donde
aquél murió, la malicia humana sacó un
anagrama terriblemente acusador.
De Obando y de Cruz Verde, con dos ligeras incorrecciones
ortográficas, resulta Bandido de Berruecos.