Cosas tiene el rey cristiano que parecen de pagano
I
Lector, tengo el honor de presentarte (aunque dudo mucho guardes
en casa sillas para tanta gente) al Sr. Don José
Matías Vázquez de Acuña, Menacho, Morga,
Zorrilla de la Gándara, León, Mendoza, Iturgoyen,
Lisperguer, Amasa, Román de Aulestia, Sosa, Gómez,
Boquete, Ribera, Renjifo, Ramos, Galván, Caballero, Borja,
Maldonado, Muñoz de Padilla y Fernández de Ojeda,
vástago de conquistadores por todos sus apellidos,
caballero de la orden de Santiago, gentilhombre de Cámara
con entrada, elector de la abadía de San Andrés de
Tabliega en la merindad de Montijo, patrón en Lima del
convento grande de Nuestra Señora de Gracia, del orden de
ermitaños de San Agustín y de su capilla del Santo
Cristo de Burgos, patrón asimismo del Colegio de San Pablo
que fue de la Compañía de Jesús, regidor del
Cabildo de Lima, capitán del batallón provincial y
sexto conde de la Vega del Ren, título creado en 1686 por
Carlos II a favor de doña Josefa Zorrilla de la
Gándara, León y Mendoza, con la condición
de, que a la muerte de la condesa recayese el título en su
esposo Don Juan José Vázquez de Acuña,
Menacho, Morga y Sosa Renjifo. Los condes de la Vega usaban en su
escudo esta divisa: Se ha de vivir de tal suerte, que vida, quede
en la muerte.
A pesar de sus monárquicas tradiciones de familia y de
lucir la llave de oro con que en los días de besamanos se
presentara en el palacio, de O'Higgins, Avilés y Abascal;
a pesar de sus blasones heráldicos y de que su nobleza era
tan aquilatada que, según un rey de armas, venía
por línea recta, como los Lastra de Chile, nada menos que
de uno de los tres reyes magos de Oriente que rindieron tributo y
vasallaje al Divino Niño, nacido en el humilde establo de
Belén; a pesar de tantos y tan empingorotados pesares, el
señor conde no fue ningún liberalito de agua tibia,
sino un patriota de camisa limpia y a quien costó no poco
la independencia del Perú.
Cuando, entre nosotros, apenas si se pensaba en tener patria, el
conde de la Vega del Ren era el centro de una vasta
conjuración. Rico hasta dejarlo de sobra, pues en
él se habían remitido las fortunas de cinco casas
solariegas, intentó en 1814 dar a España el golpe
de gracia. Contaba para conseguirlo con la popularidad y
prestigio inherentes a su cargo de capitán de milicias del
Número, que así se llamaba un precioso
batallón, compuesto de ochocientos artesanos, criollos
todos, y por consiguiente aficionados al barullo. Las milicias
del Número que eran, como decimos hoy, cuerpos de
cachimbos o de nickels, si usted gusta, el regimiento real
«Fijo, de Lima», que más tarde cambió
de nombre por el de «Infante Don Carlos», 5º. de
línea, disponían de la simpatía popular.
Compruébalo el hecho de que en las noches de retreta la
turba favorecía con una silbatina mayúscula a los
músicos del lujoso batallón Concordia, cuerpo que,
teniendo por primer jefe al virrey, poseía excelente
instrumental y palmoteaba furiosamente a los malos
pífanos, ramplones cornetas, peores pistones y detestables
tambores de milicias.
Los conciliábulos se sucedían en casa del conde y
la conjuración iba viento en popa. Pero el diablo hizo que
de repente llegara de la península el navío. Asia
con su cargamento de bandidos o de talaberas, y que alebronado
algún conspirador fuera con la denuncia al
mismísimo Abascal.
Además de la denuncia que hizo el torero Esteban Corujo,
el beletmita fray Joaquín de la Trinidad, el padre
Echeverría, prior de San Agustín, el
canónigo Arias y el franciscano Galagarza revelaron al
virrey que, bajo secreto de confesión, una mujer les
había descubierto el complot revolucionario,
facultándolos para dar aviso a su excelencia. La
conspiración debía estallar en el Callao el 28 de
octubre a la hora en que la procesión del Señor del
Mar estuviese dentro de la fortaleza del Real Felipe.
Contábase con sorprender la guardia en los diversos
cuarteles y apoderarse de la persona del virrey, tarea
facilísima si se atiende a que todos estaban ajenos de
recelos. En el juicio se comprobó que una misma mujer fue
la confesada de los cuatro sacerdotes.
Fue el conde de la Vega el primer hombre que en el Perú y
a las barbas del virrey tuvo coraje para llamar soberano al
pueblo. Dábase una corrida de toros en Acho, y la
autoridad había ordenado encerrar un bicho. El
público insistía en que el animal fuese estoqueado,
y el señor conde, que se despepitaba por todo lo que era
popularidad o populachería, erigiose por sí y ante
sí en personero del concurso y encaminose a la
galería del alcalde. Éste no dio su brazo a torcer,
y el de la Vega exclamó exaltado:
-Obedezca usía, que se lo manda el soberano pueblo.
De más está decir que el alcalde hizo un corte de
mangas al soberano y a su intruso representante, y que el toro
fue al corral.
Abascal, que no se andaba por las ramas tratándose de
insurgentes, que envió de regalo a Goyeneche el sable de
su uso, y que a estar en sus manos, habría recompensado
con un virreinato al felón de Guaqui (frase textual), se
lo tuvo todo por sabido y plantó en una casamata al
señor conde, alma de la proyectada rebelión. Como
Abascal era título de Castilla de muy reciente data, los
nobles de antiguo cuño y de abolengo impajaritable, se
rebelaron contra la medida, calificándola de
despótica y atentatoria a la limpieza de los pergaminos,
tanto más, cuanto que del sumario no resultaba nada en
claro contra el de la Vega del Ren. El virrey recibió un
memorial con treinta y dos firmas de condes y marqueses, en el
cual se protestaba ocurrir a la corona si inmediatamente no era
puesto en libertad el preso. Algún canguelo debió
entrarle a Abascal, pues mandó sobreseer en la causa,
aunque, por sí o por no, se hizo el de flaca memoria y no
devolvió al sospechado el mando de la
compañía. Ochenta días había tenido
al condesito guardado del relente y la garúa.
El conde de la Vega del Ren se estuvo quedo en su casa y
conspirando a la sordina hasta 1821. Su firma, como el lector
puede comprobarlo, ocupa el noveno lugar en el acta solemne de
jura de la independencia. Junto con él suscribieron el
precioso documento los condes de San Isidro, de las Lagunas, de
Torre Blanca, de Vistaflorida y de San Juan de Lurigancho, y los
marqueses de Corpa, de Casa-Dávila, de Montealegre y de
Villafuerte, aquel a quien Bolívar humilló tanto el
12 de abril de 1826, día siguiente al en que fue
ajusticiado en la plaza de Lima el vizconde de San Domas.
Referiré el lance a vuela pluma.
El Libertador había conferido al marqués de
Villafuerte título de coronel y destinádolo entre
sus ayudantes de campo. Bolívar daba aquella tarde un
convite en la Magdalena, y viendo a su ayudante preocupado y que
no menudeaba las libaciones, le dijo:
-Muy calladito está usted, señor marqués.
¿Acaso lo entristece el saber que la aristocracia hizo
ayer mal papel en la plaza?
A lo que dicen que el marquesito limeño
contestó:
-Señor excelentísimo, aristócratas y
plebeyos, todos somos iguales ante la ley y ante el
verdugo.
Consigno el hecho, excuso comentarlo para ahorrarme peloteras, y
sigo con el conde de la Vega.
Limeños mazamorreros fueron los diez títulos de
Castilla que suscribieron el acta de emancipación; mas sus
opiniones políticas no eran motivo bastante para romper
vínculos do amistad o sangre con el resto de la nobleza,
que permanecía fiel a la causa del rey. Así, cuando
algún hidalgo recalcitrante criticaba al de la Vega del
Ren, respondía éste muy sereno:
-¡Hombre! Tan malos son los chapetones en el gobierno como
los mozos que han venido y la chamuchina que vendrá
después. No he hecho más que variar de guiso, que
ya el otro de puro viejo no lo podía digerir. Estoy por
potaje nuevo, aunque se me vuelva ponzoña entre las
tripas. Por lo demás, conde nací, conde me quedo:
conque ni gano ni pierdo.
¡Cuánto se equivocaba su señoría!
Verdad es que él no podía adivinar que la
República, que por entonces andaba en problema,
vendría a hacer tabla rasa de escudos nobiliarios, dando a
los pergaminos menos valor que al papel de estraza.
Fue el de la Vega casado con la hermana del conde de Sierrabella
y marqués de San Miguel, que mandaba un batallón
patriota en la desgraciada campaña de Intermedios en 1823.
Después del desastre se embarcó el marqués
en el puerto de Ilo, con muchos de los dispersos, a bordo de un
transporte, el cual fue apresado por un corsario español
que probablemente naufragó o se incendió en alta
mar, pues hasta hoy no ha vuelto a tenerse noticia de él
ni de sus tripulantes. Como el de Sierrabella era soltero,
heredó su hermana, la esposa del de la Vega,
títulos y mayorazgos. De su matrimonio tuvo Don
José Matías sólo una hija, la cual
casó con Don José de Santiago Concha, natural de
Chile, y murió en 1881, dejando tres hijos y cuatro
hijas.
El conde de la Vega del Ren fue uno de los fundadores de la
aristocrática orden del Sol; creada por el ministro
Monteagudo para robustecer el principio monárquico, y
perteneció a la camarilla secreta que el 24 de diciembre
de 1824 firmara el pliego de instrucciones a que debía
sujetarse García del Río para traernos de Europa un
príncipe que conviniera en echarse a cuestas el petardo de
ser nuestro amo y señor.
Cuando quedó la República acentuada como forma
definitiva de gobierno, el de la Vega del Ren no tuvo más
que inclinar la cabeza y seguir la corriente; y aunque a
principios de 1824 la causa de la independencia estuvo punto
menos que perdida, su señoría no desesperó,
imitando a muchos de sus nobles amigos que después de
haber gritado hasta enronquecer «¡viva la
patria!» voltearon casaca gritando con toda la fuerza de
sus pulmones «¡viva el rey!»
Nuestro conde fue del número de los que emigraron de Lima
para no caer en manos de Rodil o de Ramírez, que de seguro
lo habrían sin muchos preámbulos enviado al mundo
de donde no se vuelve. Por eso en el listín de una corrida
de toros que en aquel año dieron los realistas, bautizando
cada bicho con el nombre de algún título afiliado
bajo el pabellón insurgente, dedicaron a nuestro paisano
esta redondilla o banderilla, que allá va todo:
«Es animal bien extraño
el torazo quenquí llega:
Colmilludo de la Vega;
su divisa. Desengaño».
Después de la batalla de Ayacucho no volvió el
conde a meterse en belenes de política, y murió
(cuando le roncó la olla) muy cristiana y tranquilamente,
si bien algo desencantado de la patria, de los patriotas y de los
patrioteros.
II
Aquí exhibido ya mi principal personaje, podía dar
principio a la tradición; pero no me conviene desperdiciar
esta oportunidad de poner al lector en relación con dos
matronas, que nacieron predestinadas para santas y que
están en vía de ocupar nicho en los altares.
El segundo conde de la Vega del Ren, nacido en Lima en 1675, es
decir, once años antes de que la señora Zorrilla de
la Gándara alcanzara título de Castilla, fue muy
joven a Chile, en calidad de capitán de lanzas. Mucho
debió el mancebo distinguirse en la frontera araucana;
porque cuando apenas contaba veinticinco eneros, se lo
confirió el importantísimo cargo de gobernador de
Valparaíso que, con general satisfacción,
desempeñó hasta 1706, en que regresó al
Perú, donde entró más tarde en
posesión del muy honorífico y no menos lucrativo
cargo de almirante del mar del Sur. Este conde casó en
Chile con doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer, de la
familia de aquella famosísima Quintrala que mataba a
latigazos a sus criados, que envenenó a su padre y a sus
amantes y que cometió crímenes tan horrendos e
inauditos, que artículo de fe es creerla en el infierno
sirviendo de regocijo a los demonios. ¡Contrastes humanos!
Su deuda, la esposa del condesito limeño, fue el reverso
de la medalla; y tanto, que sus paisanos la llaman la Santa Rosa
de Chile, pues diz que se propuso imitar, si no exceder en
santidad y virtudes, a la Rosa de Lima. Cronistas antiguos y
contemporáneos que de ella se ocuparon dicen sin discrepar
que desde niña fue una santita, que por martirizarse se
arrancó las pestañas, comió guindas
confitadas con acíbar, bebió mate en calavera de
cristiano, se untó miel en el rostro para que las moscas
se regalasen y a guisa de caramelo se introdujo en la boca un
hueso de muerto. No me cae en gracia esto de hermanar la suciedad
con la virtud. Hacíase llamar Catalina del Sacramento, y
con mucha seriedad contaba que San José fue su padrino de
matrimonio, y que para no complacer a su esposo (como está
obligada a hacerlo toda mujer que no aspira a santidad) que la
rogaba asistiese a la representación de una comedia, se
restregó los ojos con pimientos y habría cegado si
la Santísima Virgen, que la favorecía con
frecuentes visitas personales, no la hubiese curado con algunas
gotas del néctar de su castísimo seno.
Añaden los dichos borroneadores de papel que no usaba
medias, que andaba puerca y desgreñada, que dormía
entre sábanas de jerga y que de cada azotaina que se
arrimaba en el carabanchel de popa, sacaba del purgatorio un
celemín de ánimas benditas. ¡Deliciosa, por
mi fe, debió ser la vida del esposo de tal dama!
Envídiesela otro, que no yo. Quien se sienta picado de
curiosidad por saber algo más, no tiene sino echarse a
leer un librito de 130 páginas que en 1821 hizo imprimir
en Lima su biznieto el sexto conde de la Vega del Ren.
Titúlase este librejo: Breve noticia de la vida y virtudes
de la señora doña Catalina Iturgoyen y Lisperguer,
condesa de la Vega del Ren, y escribiolo el doctor Don
José Manuel Bermúdez, canónigo magistral de
la catedral de Lima.
Hija de esta (no diré si loca o santa) y nacida
también en Chile, fue doña Rosa Catalina
Vázquez de Acuña y Velasco de Peralta, abuela del
desgraciado patriota marqués de Torre-Tagle y tía
abuela de nuestro revolucionario conde de la Vega. Murió
doña Rosa Catalina en Lima por los años de 1810, y
tan en olor de santidad como la madre que la dio a luz. Sobre
ambas se envió a Roma expediente para beatificación
y canonización. Que se active el proceso, y habrá
dos santas chilenas en el almanaque, y se nos acabará el
orgullo a nosotros, los cándidos limeños, que tan
orondos vivimos con nuestra santa Rosa.
En su testamento dispuso doña Rosa Catalina que la casa
que habitó, situada a pocos pasos del que hoy es Palacio
de Justicia y casi contigua a la morada del conde de la Vega del
Ren, se transformase en beaterio y casa de ejercicios
espirituales; y para que ello fuese pronta realidad, dejó
los necesarios caudales. En dos años y medio estuvo
terminada la fábrica; y en 1813 el arzobispo Las Heras
bendijo la capilla, que mide veintisiete varas de largo por nueve
de ancho y cuyo altar mayor está en el mismo sitio que
servía de oratorio a la fundadora.
Y ahora sí que se acabó la tela y entro con
formalidad en la tradición.
III
En Don Juan José Vázquez de Acuña, Morga y
Sosa, natural de Lima, había recaído el patronato
del convento agustino y de su capilla del Santo Cristo de Burgos.
A la muerte de éste y de su esposa doña Josefa
Zorrilla de la Gándara, pasaron título y patronato
a su hijo Don Matías José Vázquez de
Acuña, gobernador que fue de Valparaíso, sucediendo
a éste como tercer conde de la Vega del Ren su hijo Don
José Jerónimo, casado con una prima o sobrina del
célebre inquisidor de Lima Román de Aulestia, de la
casa y familia de los marqueses de Montealegre.
El cuarto conde de la Vega fue Don Juan José
Vázquez de Acuña y Aulestia, que murió sin
sucesión, pasando su título y patronato a su
hermano Don Matías, padre del sexto conde de la Vega del
Ren, que es el personaje de nuestra tradición.
En su calidad de patrones, disfrutaron los condes de la Vega de
especialísimos privilegios, confirmados por reales
cédulas, no sólo en el templo de San
Agustín, sino en el que hoy se denomina de San
Pedro.
Veamos el origen de este segundo patronato.
Doña María Renjifo, mujer del oidor de Charcas Don
Francisco de Sosa, había heredado de su padre el patronato
del colegio de San Pablo. El difunto Renjifo fue tan gran
favorecedor de los jesuitas que, no sólo los ayudó
con su influencia y caudales, sino que les cedió casi todo
el terreno para la fábrica de iglesia y convento. Las
armas de los Renjifo eran un león de azur en campo de oro,
bordura de plata con ocho aspas de azur.
Por casamiento del nieto de doña María con la
primera condesa de la Vega quedó el patronato del colegio
de San Pablo anexo al título, y tal fue la importancia que
daban los de la Vega del Ren a sus prerrogativas de patrones, que
pusieron la grita en el quinto cielo cuando, expulsados los
jesuitas, los clérigos de la Congregación de San
Felipe Neri, que los sustituyeron, intentaron desconocer algunas
de esas prerrogativas. Empezaron por consultar al arzobispo si
debían o no seguir recibiendo al conde con repique de
campanas en cierta festividad, y el sagaz prelado contestó
que por repique más o menos no debía haber
cuestión. Más tarde vino otra quisquilla grave
sobre asiento y precedencia. Entiendo que este litigio se
suscitó en 1798, cuando hacía sólo tres
años que nuestro protagonista estaba en posesión
del título. Dedúzcolo así del siguiente
documento que, entre otros de la materia, existe en el Archivo
Nacional, códice 199.
«Yo, Justo Mendoza y Toledo, escribano del rey nuestro
señor y público del número de esta capital,
certifico y doy fe en cuanto puedo y ha lugar en derecho: Que
habiendo concurrido en los años de 1795, 1796 y 1797 a la
fiesta que en la iglesia de San Pablo, del Oratorio de San Felipe
Neri, se celebra el domingo de Carnestolendas, observé que
al tiempo de entrar en dicha iglesia el Sr. Don José
Matías Vázquez de Acuña, actual conde de la
Vega del Ren, hubo en la torre del convento repique de campanas,
y le salió a recibir toda la comunidad, y el padre
Prepósito le dio el agua bendita, después de cuyo
acto fue conducido hasta el lugar donde se ponen los asientos
para la comunidad, que es antes del presbiterio al lado del
Evangelio, en que fue sentado, presidiendo a toda la comunidad,
en una silla de terciopelo que allí estaba puesta con un
cojín de lo mismo en el suelo, y al tiempo del Evangelio
le fue a dicho señor conde presentado un cirio, y
concluido esto fue incensado por uno de los acólitos, y al
tiempo de la paz se le dio a besar a dicho señor una
patena. Certifico también que el asiento sólo fue
puesto en el sitio insignado en los años de 95 y 96; pero
que en el de 97 le fue puesta la silla y cojín al lado del
presbiterio, al lado de la Epístola, y en lo demás
de ceremonias no hubo variación alguna, haciéndose
todo como en los demás años. Certifico asimismo que
con motivo de haber asistido diariamente a la casa del conde, aun
en tiempo que vivía su señor padre y tío,
observé que en la víspera del indicado día
domingo de Carnestolendas fue el reverendo padre Prepósito
a convidar para la asistencia a la fiesta, y cónstame que
iguales ceremonias se observaban antes de la expatriación
de los padres jesuitas, siendo colegial real el Sr. Don Juan
José de Acuña, tío carnal del actual
señor conde, sentándose este señor siempre
arriba del presbiterio, al lado del Evangelio, estando como estoy
instruido y cerciorado de que todas las prerrogativas son
concedidas en fuerza de que el sucesor en el condado es
patrón de dicho colegio de San Pablo. Es cuanto puedo
certificar, en virtud de lo prevenido al escrito presentado a
fojas 64; y para que obre los efectos que haya lugar en derecho,
doy la presente en los Reyes del Perú a 19 de enero de
1798 años. -JUSTO DE MENDOZA Y TOLEDO, escribano de su
majestad».
Los padres filipenses perdieron el pleito, y hasta que se
juró la independencia siguió el conde oyendo
repiques en la fiesta de Carnaval, y sentándose al lado
del Evangelio y a la cabeza de la comunidad, como era de antigua
costumbre.
IV
Ocho días después de haber dictado el Congreso la
ley aboliendo en el Perú los títulos de Castilla,
fue un escribano a notificarle al de la Vega una providencia
judicial en un proceso sobre intereses domésticos. El
notificado tomó la pluma, y ya iba a firmar la
notificación estampando como hasta entonces había
acostumbrado El conde de la Vega del Ren, cuando el escribano le
detuvo la mano, diciendo:
-Dispense usted, Sr. Don José Matías; pero la ley
me prohíbe autorizar esa firma.
-¡Cómo! ¡Cómo! ¿Qué?
¿No soy el conde de la Vega del Ren?
-No, señor mío: ya no hay condes ni marqueses: cata
la ley.
Su señoría se quedó como petrificado; mas
recobrando al fin la calma, dijo:
-¿Conque ya no soy hijo de mi padre? Corriente y
¡viva la patria! Venga la pluma.
Y firmó: José Matías.
El escribano le instó para que añadiese su apellido
Vázquez de Acuña; pero no hubo forma de convencer
al ex conde.
-Al quitarme el condado me han quitado el Vázquez de
Acuña, y no me queda más que el nombre de
cristiano, y ese usaré en adelante, si es que
también no me lo quitan los noveleros.
Y hasta su muerte no volvió a firmar carta o documento y
ni aun su disposición testamentaria, sino con esta firma:
José Matías.
V
Pero el privilegio verdaderamente original de que disfrutaban los
condes de la Vega del Ren, y del cual nunca habían querido
hacer uso, estaba consignado en su patronato sobre los agustinos.
Fue el conde que vivió en el siglo actual el único
que se vio en el caso de hacerlo valer.
Parece que en una festividad del año 1801 dispensaron los
frailes al marqués de Casa-Concha ciertas atenciones que
hirieron el amor propio del de la Vega.
El marqués de Casa-Concha tenía también
justos títulos para merecer el afecto de los agustinos,
pues uno de sus antecesores había costeado la
fábrica de la sacristía y de un altar. Los padres,
en muestra de gratitud, quisieron colocar en la sacristía
el retrato de su benefactor; pero resistiose a esto el
marqués y dijo a los conventuales: «Pues se
empeñan sus reverencias en que haya aquí algo
permanente y que les recuerde mi nombre, haré que el
arquitecto labre sobre el pórtico una concavidad en forma
de concha marina.
Y el lector que convencerse quisiera, enderece sus pasos a la
sacristía de los agustinos, y admirará una
curiosidad artística.
El conde de la Vega tragó por el momento saliva en la
fiesta de 1801, y para humillar a los frailes, tratándolos
como patrón, decidió hacer uso de un derecho
consignado en las actas de fundación y en la real
cédula aprobatoria del patronato.
A las siete de la noche del Jueves Santo de 1802, hora en que
todo Lima se congregaba en San Agustín alrededor del paso
de la Cena, entró en el templo el señor conde de la
Vega del Ren. Precedíanlo cuatro negros, vestidos con la
librea de su casa solariega, llevando gruesos cirios en las
manos.
Arremolinado el pueblo, le abría calle y lo miraba pasar
por la nave central de la iglesia con arrogantísimo aire,
que por entonces era su señoría muy gallardo mozo,
aunque con dientes grandes y torcidos colmillos.
La multitud estaba estupefacta, como quien presencia algo de
maravilloso o inusitado. Y lo cierto es que aquella
estupefacción del pueblo tenía su razón de
ser.
El noble conde de la Vega del Ren, luciendo el manto de los
caballeros de Santiago, espada al cinto, calzadas espuelas de oro
y sombrero puesto, avanzó hasta las gradillas del
monumento, se descubrió, se puso de rodillas, rezó
o no rezó una estación, volvió a cubrirse, y
salió del templo con la misma altivez, haciendo resonar
las baldosas con el roce de las espuelas.
Los agustinos estaban que escupían sangre, y su orgulloso
provincial fray Manuel Terón se mordía de
cólera las uñas.
Toda protesta era absurda. El señor conde había
estado en su perfecto derecho para entrar en el templo con
sombrero puesto y espuelas calzadas.
Esta escena, que fue el tópico de general
conversación entre la nobleza de Lima y motivo de
escándalo para el devoto pueblo, llegó a
oídos de la santa doña Catalina, fundadora del
beaterio, que no pudo menos de exclamar muy compungida:
-¡O es hereje o está loco!
-Ni hereje ni loco, tía -la contestó el conde, que
entraba a la sazón en la sala de la ilustre anciana.
Y la explicó lo sucedido, y la obligó a ponerse las
gafas y a leer la real cédula en que el monarca
español y su Consejo de Indias le acordaban la
prerrogativa de entrar en San Agustín con sombrero y
espuelas, siempre que no estuviese descubierto el
Santísimo.
La noble señora, aunque era de las que decían
«santo y bueno» a todo lo que llevara el sello real,
no acalló del todo sus escrúpulos; porque,
devolviendo el pergamino a su sobrino-nieto, le dijo:
-Así convendrá al bien de la religión y de
la monarquía, y a los vasallos el respeto nos ata la
lengua, que no es de leales murmurar de los mandatos de su
majestad. Sin embargo, sobrino, y Dios me perdone lo que voy a
decirte, podrás haber estado en tu derecho... pero...
pero...
Y acercando sus labios a la oreja del conde, concluyó la
frase, diciendo muy quedito:
«Cosas tiene el rey cristiano
que parecen de pagano».