En el camino real que corre entre Chorrillos y Lima, y en la
parte intermedia entre las poblaciones de Miraflores y el
Barranco, se ven aún tres casas de campo, más o
menos arruinadas: una sobre la derecha del viajero que va hacia
Chorrillos, y dos sobre su izquierda. Estas casas se conocen con
el nombre de los Pacayares, seguramente por estar construidas
sobre terrenos donde existiría, en lo antiguo, alguna
plantación de pacaes.
Tales quintas o casas de campo se distinguían entre
sí por el nombre o título de su primer propietario
o constructor.
La primera de la derecha llamábase el Pacayar de Premio
Real, por haber sido construida por el brigadier don José
Antonio de Lavalle y Cortés, conde de Premio-Real y
caballero de la orden de Santiago.
La primera de la izquierda, fronteriza a ésta,
conocíase por el Pacayar de Monte-Blanco.
Fue edificada, algunos años antes que la anterior, por don
Agustín de Salazar y Muñatones, conde de
Monte-Blanco.
Casi vecina a ésta se halla la quinta conocida por el
Pacayar de Larrión, cuyo primer dueño y fundador
fue el deán de esta iglesia catedral don Domingo Antonio
de Larrión, que gustaba de pasar allí semanas de
solaz en unión de sus amigos del coro de
canónigos.
Hubo también, vecina a la ermita del Barranco, otra
quinta, de menor importancia que las tres anteriores, bautizada
con el nombre de Pacayar de San Antonio por haberla edificado don
Pedro Pascual Vázquez de Velazco, conde de San Antonio,
casado con una hermana de la condesa de Premio-Real.
Esta quinta ha desaparecido, donde hace más de un cuarto
de siglo, y en el terreno que ella ocupara se han levantado
preciosas casas modernas, o sea ranchos para familias
veraniegas.
Dejando en paz a los dos últimos Pacayares, refiramos el
porqué se edificó el de Premio-Real en competencia
con el de Monte-Blanco. La historia es curiosa, por cuanto ella
pinta la manera de ser de la fastuosa aristocracia colonial, que
hacía punto de honrilla de cosas que para nosotros, los
demócratas pobretes de hoy, nada significan.
El conde de Premio-Real era, allá por los años de
1780, casado con doña Mariana Zugasti Ortiz de Foronda,
contemporánea y muy amiga de doña Rosa Salazar y
Muñatones, hija única de don Agustín y, como
tal, condesa de Monte-Blanco, esposa de don Fernando Carrillo de
Albornoz y Bravo de Lagunas, de la orden y caballería de
Montesa y hermano del conde de Montemar, cuyo título
heredó más tarde. Doña Rosa poseía,
en la época a que me refiero, el Pacayar de
Monte-Blanco.
Por consecuencia de un alumbramiento, que dio por fruto a don
Mariano de Lavalle y Zugasti, que corriendo los tiempos
llegó a ser oidor de Guadalajara, quedó doña
Mariana achacosilla, y los galenos la prescribieron por todo
récipe que tomase aires de campo.
En ese entonces, Chorrillos no estaba a la moda ni era más
que una ranchería de pescadores; Ancón y el
Barranco dormían aún en el limbo; Miraflores y la
Magdalena eran dos miserables aldehuelas, sin casas de alquiler
para el necesitado, e injuria grande habría sido proponer
pago de arrendamiento a los pocos señorones que en los
pueblecitos vecinos a Lima poseían alguna propiedad para
su recreo y el de sus familias.
Doña Mariana estimó lo más sencillo pedir a
su camarada Rosita que le prestase su Pacayar para pasar en
él una temporada de convalecencia. Así lo hizo;
pero con gran asombro e indignación suya, se lo
negó doña Rosa con éste o aquel pretexto y
con palabras de buena crianza.
Instruido el conde de lo ocurrido, le dijo a su mujer:
-No te preocupes, Mariana: ¡que no me llame yo José
Antonio de Lavalle si para el año entrante no veraneas en
pacayar mejor que el de Rosita!
En efecto, al día siguiente, muy con el alba, hizo el de
Premio-Real poner su coche con cuatro mulas, y enderezó
caminito de Surco. Allí reunió a la comunidad de
indios, presidida por su alcalde, y compró a censo
perpetuo irredimible una suerte o lote de terreno entre el camino
real y el mar, frente por frente del pacayar de
Monte-Blanco.
De regreso a Lima hizo aprobar la venta por el oidor protector de
naturales, despachó un buque a Guayaquil por maderas, y
escribió por el primer galeón a su
primogénito, residente en España a la sazón,
para que le enviase el menaje de la quinta que se proponía
fabricar.
A poco andar, frente por frente y tapando la vista del mar al
pacayar de Monte-Blanco, se elevó un elegante edificio,
que se llamó el Pacayar de Premio-Real, que costó
19889 pesos y uno y medio reales, y sobre cuya puerta de entrada
se puso esta inscripción, que, aunque con trabajo, puede
leerse hoy mismo:
Dominus
custodiat introitum tuum
et exitum tuum
Al fallecimiento del conde de Premio-Real, en 1815, se
adjudicó el pacayar a su quinto hijo, el entonces
capitán y después brigadier don Juan Bautista de
Lavalle, caballero de Alcántara, en la cantidad de diez
mil pesos, a censo perpetuo al tres por ciento y con la
obligación de pagar cuarenta pesos al año por el
terreno. En 1836 o 37 pasó una temporada en el pacayar el
Supremo Protector de la Confederación Peruboliviana don
Andrés Santa Cruz, y dio allí un magnífico
sarao. Un año después el presidente Orbegoso, que
era primo del ducho de la casa-quinta, la habitó
también durante los calores del verano.
El pacayar, para su nuevo propietario, era una especie de
elefante blanco que, en vez de dar algún provecho,
traía el gasto ineludible de trescientos cuarenta duros al
año. Así lo heredó el hijo de don Juan
Bautista, nuestro camarada de infancia y compañero de
labor literaria José Antonio de Lavalle. Y aquí va
a ver el lector lo que es el sino o destino.
En 1858 concibió José Antonio el proyecto de
restauración del pacayar para pasar en él los
veranos. Ocupábase con el arquitecto Chalón en la
discusión del plano, cuando aconteció el asesinato
de don Joaquín Villanueva, en la hacienda de Santa
Beatriz, fundo situado a pocas cuadras de distancia de Lima, como
quien dice en un arrabal de la ciudad. La vida en el campo se
hacía insegura por la plaga de bandidos; y Lavalle,
procediendo juiciosamente, desistió del propósito y
se resignó a dejar el pacayar como se estaba y conservarlo
como lo que era: -un recuerdo de familia, y recuerdo
improductivo.
Pero en 1861, don Juan Terry, que, como Lavalle, era diputado a
Congreso, le dijo un día:
-Compañero, usted no se ocupa del pacayar.
Véndamelo... ¿Cuánto quiere usted por
él?
-Hombre, nada; porque no me produce sino gastos y molestias.
Lléveselo usted, se lo regalo y me hace un servicio con
aceptarlo.
-Por ese precio no lo acepto, compañero.
-Pues dé usted lo que quiera. El pacayar es suyo y haga
extender las escrituras del caso.
Terry pagó en el acto a Lavalle cuatro mil pesos; y
contentísimo, después de hacer ligeras reparaciones
en el pacayar, se fue a habitarlo en compañía de
una linda joven, con la que acababa de casarse.
El pacayar tenía que ser delicioso para un matrimonio en
plena luna de miel.
Dos o tres meses después, estando Terry tomando té
con su esposa en el salón de la quinta, fue asesinado por
una partida de bandoleros.
El pacayar sigue perteneciendo a la infortunada viuda. Ella no ha
querido restaurarlo, y el edificio amenaza ruina.
Aunque aún se mantienen en pie, no están menos
ruinosos los pacayares de Monte-Blanco y de Larrión. Ambos
han pasado (ignoramos el cómo) a ser propiedad de la
Congregación de la Virgen de la O.