Pacificado, en apariencia, el Perú con la muerte de
Almagro el Mozo, encomendó Vaca de Castro a los capitanes
Diego de Rojas, Felipe Gutiérrez y Nicolás de
Heredia la conquista de Tucumán y Salta. Doscientos
soldados se alistaron entusiastas para acometer esta arriesgada
empresa, que duró más de tres años y en la
que los expedicionarios tuvieron que sostener muy sangrientas
batallas con los indios y pasar hambre, miseria y peligros sin
cuento.
Muerto Diego de Rojas, que llevaba el título de
gobernador, a consecuencia do una leve herida de flecha
emponzoñada, vino la discordia a enseñorearse del
campo español, y la mayoría resolvió
deshacerse de Francisco Mendoza, valiente mancebo a quien Rojas
dejara la herencia del mando, con agravio de Gutiérrez y
de Heredia.
Empeñáronse algunos de los conquistadores en que
Mendoza obsequiase con un caballo de que no hacía viso a
Diego Álvarez, soldado que gozaba entre ellos de gran
prestigio, pero a quien el gobernador tenía sus motivos
para tratar con desapego. Contestó, pues, negativamente a
los pedigüeños, y agregó en tono de
burla:
-Mal dueño tendría el caballo, que Diego
Álvarez por dormir no habría de cuidarlo.
Refirieron el dicho a Álvarez, quien se ofendió
tanto, que en el acto organizó la conspiración; y
dos noches después, acompañado de tres de sus
amigos, entraba en la tienda del gobernador. Este despertó
al ruido y preguntó sin alarmarse:
-¿Quién anda ahí?
-Quién ha de ser, Señor Don Francisco, sino Diego
Álvarez que no duerme cuando no ha menester dormir.
Y sin dar tiempo a que Mendoza saltase del lecho, lo mató
a puñaladas.
Aunque Nicolás de Heredia no había tenido arte ni
parte en el motín, fue proclamado gobernador, y para
evitar desastres tuvo, mal de su grado, que aceptar el cargo.
Resolvió entonces volver al Perú, y con los ciento
cincuenta hombres que lo seguían púsose en Santa
Cruz de la Sierra, a órdenes de Lope de Mendoza, que
acababa de alzar bandera contra Gonzalo Pizarro.
La historia conoce con el nombre de los de la Entrada a estos
bravos soldados, calificando de heroicos su valor y sufrimientos.
Y no sólo ellos sino hasta sus mujeres realizaron
verdaderas hazañas, que por tales tomamos las que escriben
los cronistas de Leonor de Guzmán, esposa del
alférez Hernando Carmona; de Clara Enciso,
compañera de Fernando Gutiérrez, y de
Mari-López, la querida entonces y mujer más tarde
de Bernardino de Balboa. Ocasión hubo en que, mientras los
hombres andaban diseminados buscando víveres, las mujeres
defendieron el campamento batiéndose vigorosamente con los
indios.
Francisco de Carbajal hallábase en Quito con Gonzalo
Pizarro cuando se tuvo noticia de que Diego Centeno y Lope de
Mendoza habían en Arequipa proclamado la causa del rey.
Pizarro ordenó entonces a su maestre de campo que, con
trescientos hombres, se dirigiese sobre los enemigos, sin darles
tiempo para que organizasen elementos de resistencia.
Fue en esta campaña, prodigiosa por la rapidez de las
marchas, donde Carbajal ostentó todas sus admirables dotes
militares, conquistándose la reputación de gran
capitán. A fuerza de hábiles maniobras
estratégicas, derrotó primero a Centeno; y poco
después, en Pocona, territorio de Santa Cruz de la Sierra,
tomó prisioneros a Lope de Mendoza y Nicolás de
Heredia que, como todos los de la Entrada, se batieron
bizarramente.
En esta batalla el mismo Carbajal salió ligeramente herido
en un muslo de un tiro de arcabuz, disparado contra él por
uno de sus soldados, que se había comprometido con los
realistas a matar a su jefe en el fragor del combate. El astuto
Carbajal disimuló por el momento, procurando que ninguno
de los suyos se advirtiese de lo ocurrido, pues hacerlo
público era dar alas a la traición, con
desprestigio propio y de la causa. Mas no por eso renunció
a la idea de castigar al delincuente.
Dejó correr una semana, y al cabo de ella, hízose
una tarde encontradizo con el soldado traidor, y después
de hablarle afablemente, diole la comisión de ir con
pliegos al Cuzco, sin pérdida de minuto. El soldado, que
era dueño de algún caudal y que veía la
imposibilidad de transportarlo consigo, le rogó que lo
excusase.
Entonces Don Francisco, sin revelar pizca de enojo, le
dijo:
-Pues, camarada, que no sea lo que yo quiero, que es ir, ni lo
que vos queréis, que es quedar, sino que, como entre
amigos, se tome un medio que ni vayáis ni quedéis.
¿Qué os parece?
-Que me place -contestó el soldado-. Vuesa merced
discurra.
-Discurrido está. El medio es... es... -articuló
Carbajal rascándose la punta de la nariz.
-¿Cuál, Don Francisco?
-Que venga Cantillana y que lo ahorque sobre tabla; y no me diga
el felón que ha menester confesarse, que de eso no se le
dé nada; que yo tomo por mi cuenta sus pecados, que son
muchos y gordos.
Y un minuto después, el infeliz emprendía viaje a
la eternidad.
Cuando en Pocona lo presentaron herido y prisionero a Lope de
Mendoza y a su segundo Heredia, díjoles Carbajal:
-¡Hola! ¡Hola! ¿Conque eran vuesas mercedes
los malandrines que habían jurado ahorcarme por su mano?
Pues ahora vamos a ver quién mata a quién.
Lope de Mendoza y su compañero levantaron con altivez la
cabeza y se encerraron en un silencio despreciativo. Al fin se
cansó Carbajal de apostrofarlos sin obtener de ellos una
palabra, y dirigiéndose a la puerta gritó a un
oficial que pasaba:
-Alférez Bobadilla, venga acá, si es servido, y
mande dar garrote a este par de bellacos y que les corten la
cabeza y tráigamelas, que holgareme de verlas separadas
del tronco.
Cumplida la sentencia, el mismo Dionisio de Bobadilla
partió para Arequipa conduciendo las dos cabezas, que
debían ser puestas en la picota de la ciudad.
Sabido es que Carbajal quería infinito a su ahijada Juana
Leyton, mujer de Francisco Voto, un tunante que traicionó
más tarde al padrino pasándose a las filas
realistas. Esta Juana era una muchacha portuguesa, hija adoptiva
de doña Catalina, la querida que Carbajal trajo al
Perú. Juana Leyton fue siempre, cerca del indomable
Demonio de los Andes, un ángel que salvó muchas
vidas e impidió no pocas atrocidades; pues el maestre de
campo no desairó jamás ruego o empeño de su
mimada Juana.
Al saberse en Arequipa la comisión que traía
Bobadilla, fue Juana Leyton a la posada de éste y le
dijo:
-Suplícoos, Sr. Don Dionisio, que me hagáis merced
de la cabeza de Lope de Mendoza para que yo la entierre lo mejor
que pudiere, aunque no sea como ella lo merece. Mirad que de nada
os sirve puesta en la picota.
-Duéleme, doña Juana, que no seáis por
mí servida, que yo ni por Dios ni por sus santos tengo de
desobedecer a mi Sr. Don Francisco y arriesgarme a que, en
justicia, me descuartice.
Insistió la dama, lloró, ofreció plata y
agotó el arsenal de recursos que para casos tales puso el
cielo a disposición de la mujer. Bobadilla era lo que se
llama hombre de un sí y de un no. Cansada de bregar,
saliose doña Juana del aposento, gritando con aire
profético:
-Pues ponla muy enhorabuena, que mala será para ti, y poco
vivirá quien no la viere quitar, para enterrarla con mucha
honra, y poner la tuya en su lugar.
Bobadilla se echó a reír del pronóstico, y
encaminose a la picota con el sangriento fardo. Al desenvolver
las cabezas, uno de los ayudantes del verdugo hizo un gesto de
asco, y dijo:
-¡Puf! ¡Y vaya si apestan!
-Mientes, pícaro -le interrumpió Bobadilla-, que
cabezas de enemigos huelen a ambrosía.
Cuando dos años después, vencido el Muy
Magnífico Gonzalo Pizarro, cayó prisionero Dionisio
de Bobadilla, mandó La Gasca que le cortasen la cabeza y
la colocasen en Arequipa, en el mismo sitio que había
ocupado la de Lope de Mendoza, cuya memoria se honró con
una gran misa fúnebre.
La verdad es que una maldición de mujer es tan atroz como
maldición de gitano; pues no parece sino que las hijas de
Eva tuvieran, a veces, el privilegio de deletrear en el libro del
porvenir.