A poco más de noventa leguas de Arequipa y a cuarenta
leguas del mar existe en la provincia de la Unión el
famoso mineral de San Antonio de Montesclaros, que fue propiedad
del rey de España. Mes hubo en que, sin contar lo que se
evaporó entre las uñas de los empleados reales,
produjo la mina una docena de arrobas de oro. ¡Aprieta,
manco! Yo no lo aseguro, y me atengo a afirmaciones ajenas y a lo
que consignan plumas tenidas por muy veraces.
Sea de esto lo que fuere, lo positivo es que hasta nuestros
días ha llegado la fama de la riqueza del mineral, y que
desde el pasado siglo no han sido flojos los afanes para
encontrar la bocamina, tapada por un derrumbe del cerro. El
ilustre geólogo y naturalista Don Nicolás de
Piérola, por los años de 1825 a 1830
emprendió la obra de un socavón o galería de
cincuenta varas en busca de la veta principal; pero la falta de
capitales lo obligó a suspender el trabajo, si bien
quedó convencido de que hasta en los desmontes
había tierra aurífera.
Hoy mismo (1883) asegúrannos que se ha organizado una
sociedad para echar a un lado la pigricia de nueve a diez mil
metros cúbicos de arena, cascajo y piedra, confiando en
que al fin de la tarea (que no es magna, pues ni demanda largos
meses ni subido desembolso) se descubrirá la entrada a la
mina de tradicional riqueza, y no habrá más que
hacer que llenarse de oro los bolsillos. Dios los ampare, que
prójimos son y en desearles bien lleno evangélico
precepto.
Para mí no es inverosímil el buen éxito,
desde que es incuestionable la abundancia de vetas de oro en los
cerros de la Unión. En 1830, como si dijéramos
ayer, un indio, Angelino Torres, descubrió la prodigiosa
veta de Huayllura, que en tres años produjo seis
milloncejos. El hecho es contemporáneo y de sencilla
comprobación. Acaso en otra leyenda refiera la causa que
en 1834 obligó a Angelino Torres a derrumbar la mina; pues
por hoy sólo me propongo poner en letras de molde lo que
cuentan los indios sobre el cataclismo de San Antonio de
Montesclaros, acaecido a fines del siglo XVII.
Administraba la ruina un vizcaíno nombrado Don Ireneo
Villena y Gorrochátogui, quien vino desde España,
designado por su majestad, para el desempeño del cargo, y
provisto de omnímodas atribuciones y regalías que
hacían de él altísimo personaje. Los
seiscientos mitayos puestos bajo sus órdenes le
tenían más miedo que al tifus; que el
vizcaíno era hombre muy de la cáscara amarga y que
por un pelillo mataba a palos a un indio, como quien mata a un
perro sarnoso. Según él, para los cholos no
había cielo ni infierno, sino purgatorio eterno en esta
vida y en la otra.
En una de las galerías de la mina levantó don
Ireneo una capilla, donde un sacerdote, contratado por él
con el carácter de capellán, celebraba misa los
días de obligado precepto y en las noches doctrinaba a los
indios y les hacía rezar el rosario.
La capilla estaba dedicada a San Antonio, cuya efigie era de oro
y medía más de media vara de altura.
Bajo el altar en que estaba colocado el santo patrono de la mina
había una trampa o puerta secreta que conducía a un
depósito de seis varas cuadradas, en el cual se guardaban
las barrillas de oro que, como el de Australia, es de
veintitrés quilates. Para penetrar en el depósito
era indispensable mover un resorte que formaba el dedo gordo del
pie derecho de la efigie. Giraba entonces San Antonio, dando la
espalda al administrador, que era la única persona que
conocía el mecanismo pedestre, y abríase la
portezuela.
No podía, pues, el tesoro tener mejor
guardián.
Aconteció que un domingo hallábanse congregados
todos los indios en la capilla y revestido el sacerdote, y la
misa no tenía cuando empezarse, porque el señor don
Ireneo no daba acuerdo de su persona, entretenido en subversiva
conversación con una hembra del caserío vecino.
Pasaba el tiempo, y aburrido el capellán dijo a un indio
que saliese a avisar al señor administrador que era hora
de misa.
-Que espere ese monigote -contestó Don Ireneo.
Y pasaron quince minutos, y volvió el indio con nueva
embajada, y regresó con idéntica respuesta. El
capellán se fastidió de seguir esperando, y
subió la gradilla del altar. Llegaba al ite misa est,
volviéndose al concurso para echar la bendición,
cuando se presentó en la capilla Don Ireneo, más
furioso que tigre mordido.
-¡Cómo se entiende, seor monigote! ¿Le pago a
usted mi plata para que se me insubordine?
¡Caracolines!
Y alzando el puño, dio tan feroz trompada al
capellán que le desbarató las narices. Cayó
el infeliz bañado en sangre y sobre su cuerpo
repiqueteó Don Ireneo una zarabanda de patadas,
mandándolo después poner fuera de la ruina.
Añade la tradición que aquella noche el cerro se
meció como hamaca por diez minutos; que el terremoto
produjo un derrumbe tal, que se perdió por completo hasta
la memoria del sitio donde estuvo la bocamina, y que se vio por
los aires una legión de diablos llevándose el alma
de don beato.