Esto que llaman don de profecía, segunda vista o facultad
de leer en el porvenir, es tema largamente explotado por los que
borroneamos papel. Raro es el pueblo del Perú que no haya
poseído profetas y profetisas, santos los menos y
embaucadores y milagreros los más. La Inquisición
tuvo en muchos casos, como en los de Ángela Carranza y la
madre San Diego, que gastar su latín para sacar en claro
lo que había de inspiración y favor celeste en
ciertos facedores de milagros o pronosticadores de dichas y
desventuras.
En el monasterio de Santa Catalina de Arequipa había,
allá por el siglo XVII, una monja conocida por la madre
Ana de los Ángeles Monteagudo, de la cual refieren sus
paisanos maravillas tales que la hacen acreedora a que Roma la
canonice y coloque en los altares.
Leyendo la vida del trinitario fray Juan de Almoguera y
Ramírez, obispo que fue de Arequipa, encuentro que el
reverendísimo en Cristo fue para la santa monja un venero
de profecías, algunas de las cuales antójaseme hoy
desempolvar para solaz de la gente descreída que pulula en
la generación a que pertenezco.
El padre Almoguera, natural de Córdoba en España,
se ocupó entre los marroquíes de la
redención de cautivos cristianos, mereciendo en premio de
su abnegación y afanes que Felipe IV lo nombrase
predicador de la real capilla y que en 1658 lo presentase a Roma
para el obispado de Arequipa. Sus armas de familia eran castillo
de plata, en campo de gules, y por bordura nueve cabezas de moros
en campo de oro.
Su ilustrísima esperó que estuviese lista para
hacerse a la mar, con rumbo a Indias, la flota de veinte buques
que mandaba el almirante don Pablo Contreras, y embarcose en una
de las naves. A los dos o tres días de navegación,
una tempestad furiosa sumergió en el Océano siete
de los bajeles, siendo el primero en hundirse aquel en que iba el
obispo. Entre los pasajeros que salvaron, cuéntase al
conde de Santisteban, que venía para Lima a
desempeñar el cargo de virrey.
Llegó la noticia al Perú por cartas y gacetas, con
abundancia de pormenores comunicados por los tripulantes de las
otras naves, que habían sido testigos de la
catástrofe. Según ellos, hasta las ratas se
habían ahogado, fortuna que no tuvo el Perú en
1540, año en que vinieron de España los pericotes
embarcados en uno de los tres buques que, con gran carga de
bacalao truchuela y otros comestibles, despachó para el
Callao el obispo de Palencia Don Gutierre de Vargas.
Congregose el Cabildo de Arequipa, y resolvió que desde el
día siguiente hiciese la Iglesia aquellas manifestaciones
de duelo que son de práctica en los casos de viudedad.
Súpolo la madre Monteagudo, y llamando al locutorio a
canónigos y cabildantes, les dijo:
-Harán bien vuesas mercedes aplazando por tres meses los
honores fúnebres que han dispuesto. Así
evitarán el desaire de mandar repicar por el mismo por
quien hoy quieren doblar. No diga la malicia que han deseado la
muerte del pastor, no aguardando a saberla
circunstanciadamente.
Los cabildantes la contestaron que gacetas y cartas no
podían mentir sobre hechos que autorizaban con su
testimonio centenares de marinos y pasajeros.
-Pues yo digo -repuso con exaltación la monja- que, aunque
es cierto que zozobró el bajel, dio tiempo para que su
ilustrísima salvase en la barquilla con unos pocos
compañeros y llegase a la costa. Digo también que
se ha vuelto a embarcar en Cádiz, y navega con viento
favorable. Esperen tres meses, y sabrán si hablan
más verdad cartas y gacetas que esta humilde sierva del
Señor.
Tan grande era la reputación de santidad que rodeaba a la
madre Monteagudo, y tan frecuentes eran (al decir de los
cronistas) sus milagros y pronósticos, que los cabildantes
decidieron llevarse del consejo.
Tres meses después, día por día, se
hacía cargo del gobierno eclesiástico de Arequipa
el Ilmo. Sr. Almoguera, quien refirió que las
circunstancias de su naufragio y salvación fueron las
mismas que había puntualizado la madre Monteagudo.
II
Gran obispo fue el trinitario Almoguera, según Echave,
Travada y todos los cronistas que de él se ocupan, y
debiole Arequipa no pocos bienes.
En su celo por reformar las costumbres un tanto relajadas del
clero y en su empeño por la ilustración de los
párrocos, escribió un famoso libro, que se
imprimió en Madrid en 1671, titulado Instrucción a
curas y eclesiásticos de las Indias.
La Inquisición creyó encontrar en el libro una
moral poco ortodoxa, y aun lo calificó de injurioso al
monarca; pues su ilustrísima dejaba entender que en la
corte se anteponía el favor al verdadero mérito,
acordándose beneficios en América a clérigos
indignos.
El Santo Oficio declaró prohibido el libro; y el Consejo
de Indias, en representación de la corona, le echó
una filípica al autor, a quien desde entonces los
cortesanos dieron en llamar el obispo del libro.
Hablándose un día delante de la madre Monteagudo
sobre la desgracia en que, para con la, corte, había
caído el trinitario, dijo un caballero que acababa de
llegar de España:
-Tienen los arequipeños obispo de por vida; pues me consta
que en la coronada villa no hay quien hable en favor del Sr.
Almoguera.
-Pues se equivoca, hijo mío -interrumpió la
Monteagudo,- que el señor Almoguera arzobispo es ya de
Lima. Créanlo, que es verdad, y acuérdense de lo
que digo.
Estas palabras de la madre Monteagudo corrieron inmediatamente
por la ciudad; mas a pesar de la fe que inspiraban sus
profecías, dudaron todos que ésta se realizase,
tomando en cuenta que su ilustrísima tenía quejosa
a la sacra real majestad, hostil a la Inquisición y
ofendidos a muchos malos sacerdotes que, amparados por padrinos
de influencia, habían ido a España a querellarse de
agravios positivos o supuestos.
Sin embargo, no pasaron seis meses sin que el Sr. Almoguera
recibiese la real cédula y los documentos pontificios que
lo constituían arzobispo de Lima.
He aquí la manera como, contra toda previsión, se
realizó en la corte en 1673 un nombramiento que los
conocedores de la política palaciega habían
calificado, no sin razón, de imposible.
Vacante el arzobispado de Lima por muerte del Ilmo. Sr.
Villagómez, viose la reina madre Doña Mariana de
Austria, regente de la monarquía durante la minoridad de
Carlos II, asediada de pretendientes. Presentola el secretario de
Estado una lista de todos los obispos de América, en la
cual no consignó a Almoguera, por imaginarse que este
nombre disgustaría a su soberana.
La reina, después que el secretario leyó la lista,
preguntó:
-¿Cuáles el más antiguo de los obispos
peruleros?
-Señora, a ese no lo he apuntado, temeroso de ofender a
vuesa majestad.
-¡Ah! ¿Será el obispo del libro?
-Sí, señora.
-Pues nombra arzobispo de Lima al obispo del libro.
-¿A fray Juan de Almoguera?-preguntó maravillado el
ministro y recelando no haber oído bien.
-No sé cómo se llama, a ti toca averiguarlo. Lo que
mando es que hagas arzobispo al obispo del libro.
II
El nuevo arzobispo murió el 2 de marzo de 1676, a la edad
de setenta y un años, y a la misma hora en que
falleció daba en Arequipa la triste noticia la madre Ana
de los Ángeles Monteagudo. Según la Guía del
virreinato para el año 1796, el Sr. Almoguera está
en olor de santidad, porque su cadáver se encontró,
después de un siglo, incorrupto.
En el obispado de Arequipa sucedió al Sr. Almoguera el
mercenario fray Juan de la Calle; y el día en que con
grandes fiestas verificó su entrada en la ciudad, dijo a
sus compañeras la inspirada monja: «¡Ay,
hermanitas! No veremos a nuestro obispo ni él nos
verá a nosotras».
En efecto, el Sr. Calle se sintió enfermo pocos
días después de su llegada y murió a las
cinco semanas.
No habiéndome propuesto en esta tradición
más que apuntar las profecías de la madre
Monteagudo que se relacionan con el obispo del libro,
terminaré indicando a los que deseen hacer más
amplio conocimiento con la monja catalina que lean su vida,
escrita por el agustino Alonso Cabrera, o el libro de Don Ventura
Travada.
La madre Monteagudo murió en edad muy avanzada el 10 de
enero de 1686.
Según el deán Valdivia, en sus Apuntes
históricos sobre Arequipa, se envió a Roma
expediente canónico para la beatificación de la
monja catalina; pero se fue a pique el buque que conducía
el protocolo, y Arequipa se quedó sin santa.
En 1890 los arequipeños han vuelto a promover el
expediente. Pronto tendrán santa en casa.