Por los años de 1747, las calles que hoy conducen
vía recta a la que hasta hace poco fue portada del Callao,
eran un hacinamiento de ruinas y escombros; pues el terrible
terremoto del año anterior apenas si había dejado
casa sobre sus cimientos. Solares mal murados y uno que otro
destartalado casuco, con paredes más temblonas que dientes
de vieja, era todo lo que a la vista del viajero presentaban
entonces aquellas hoy preciosas y aristocráticas
calles.
En el solar que forma ángulo con la Acequia alta
habían quedado en pie, aunque no muy seguros por su base,
dos o tres cuartos habitados por un negro viejo, sucio y
desarrapado, gran persona en la cofradía mozambique, y
fuera de ella ente más ruin que migaja en capillo de
fraile. Conocíasele con el nombre de Francisco
Mogollón, alias Sanguijuela; y por lo mismo que no se
sabía de él que tuviese oficio, rentas ni
beneficio, las comadres del barrio pararon mientes en que, cuando
iba al figón o cocinería de Chimbambolo a comprar
una ración de uña de vaca con salsa de perejil y
pimiento, los afamados choncholíes y anticuchos, una
capirotada de ajos con cebolla albarrana y el obligado zango de
ñajú llevaba para recibir esos comistrajos un par
de escudillas de plata cendrada. Claro era, pues, que
Mogollón no estaba tan a la cuarta pregunta como su traje
publicaba, y que no era ningún hambrija trasnochado.
La murmuración, que andaba entre si es brujo o si es
ladrón, llegó a oídos del doctor Don Crisanto
Palomeque y Oyanguren, alcalde del crimen y golilla muy capaz de
mandar ahorcar hasta a su sombra, si de ella se desprendía
humillo que a sospecha de delito trascendiera. Vara en mano, daga
de ganchos al cinto y espadín de gavilanes, embozose en su
capa de tercianela azul, que el verano y sus calores eran recios
para otro abrigo, y seguido del escribano Cucurucho y de sus
alguaciles Pituitas y Espantaperros, que eran dos mocetones de
los que el diablo empeñó y no sacó, colose
de golpe y zumbido en la vivienda del negro, que a la
sazón había ido en busca del desayuno. Su
señoría y los lebreles practicaron minucioso
registro, dando al cabo con la madre del ternero; o lo que es lo
mismo, descubriendo en el rincón más obscuro del
cuarto varios ladrillos removidos. Metieron brazos los
alguaciles, y después de sacar algunas espuertas de
tierra, apareció una gran petaca que en su vientre
guardaba una rica vajilla de plata labrada y media docena de
talegos preñados de reales de a ocho.
A ese tiempo regresaba Mogollón, escudillas en mano, muy
ajeno de pensar que su zahurda estaba honrada con visita de tan
alto fuste.
-¡Ah, negro pájaro pinto! -le dijo Espantaperros
echándole la zarpa al cuello-. Date preso.
Mogollón se quedó como quien ve visiones, dejose
atar las muñecas y fue a dar con su cuerpo en un calabozo
de la cárcel de Cabildo.
Allí el juez empezó por preguntarle cúyo era
ese tesoro, y el negro contestó con mucho aplomo que era
suyo y muy suyo y fruto de su trabajo e industria.
Argüía el alcalde, que por cierto no era de holgadas
tragaderas; Mogollón se mantenía en lo dicho y
declarado; Cucurucho daba fe o no daba, pero plumcaba largo; y el
interrogatorio llevaba trazas de ser eterno y de que ni con
garabatos se lo sacaría al negro la verdad del cuerpo.
Fastidiose a la postre Don Crisanto, y volviéndose a uno de
los alguaciles, dijo con toda flema, que quien vara de justicia
ostenta no ha de encolerizarse como un lego
zarramplín:
-Pituitas, hijo, aplícale garrotillo en los pulgares a
este arcángel de chocolate, que tengo para mí que
ha de resultar mohatrero, rufián y pez de mar ancha.
Pónmelo más blando que guante de ámbar, y si
resiste proveeremos más tarde lo que hubiere lugar. A ver,
negro, si te dejas de aspavientos y pasos de semana santa y
desembucha siquiera un milagro que baste para que sin
escrúpulo de conciencia te eche a presidio de por vida o
te mande encaramar en la horca.
Mientras el escribano Cucurucho tajaba la pluma y Don Crisanto
estiraba las piernas paseando con la gravedad del magistrado,
Pituitas sacó del bolsillo de su gabardina dos palitos, de
cuatro pulgadas de largo y una de grueso, que en uno de sus
extremos tenían un cordelito de cáñamo
retorcido o una cuerda de guitarra. ¡Tan sencillo era el
aparato o instrumento que la justicia del rey nuestro
señor empleaba para convertir en canarios a los
reos!
A la segunda vuelta de garrotillo, el pobre negro cantó el
kirieleisón; es decir, que confesó de plano que
veinte años atrás había hecho un robo tan
gordo, que con él bastole y sobrole para llamarse a buen
vivir.
En materia criminal la justicia del otro siglo no se andaba con
muchas probanzas ni dingolondangos, y tres días
después Francisco Mogollón, alias Sanguijuela,
desnudo de medio cuerpo arriba y caballero en el tordo flor de
lino, que así llamaban los limeños al asno
propiedad del verdugo, deteníase en cada esquina, donde
con medio minuto de pausa entre azote y azote, lo aplicaba el
curtidor de brujas y bribones hasta cinco ramalazos con penca de
tres costuras.
Un cronista de la época, haciendo la apología del
látigo como pena legal, dice si mal no recuerdo:
«Los azotes, salvo lo que escuecen cuando se reciben, son
saludables, tanto o más que un vomi-purga; porque la mala
sangre sale a las espaldas y se remuda. Los señores
alcaldes necesitan muy poco para recetar azotes y nunca mandan
menos de un centenar, que no es cuestión más que de
unos cuantos pregones. Y todo es asunto de hacer un buen
ánimo para soportar los primeros golpes de la penca, hasta
que las espaldas se duermen; que en durmiéndose, lo mismo
dan ocho que ochenta. Todos los azotados por justicia engruesan
que es una bendición, pues para echar carnes no hay mejor
melecina que la penca, y es probado».
Y tan aceptada estaba entre los hampones y demás gente
perdida la opinión que acabo de copiar del travieso
cronista, que pícaros hubo para quienes el azote
más que castigo era regalo.
Algo más. La Inquisición de Lima hizo azotar en
tres distintas ocasiones al marinero Bernabé Morillo y
Otárola, natural del Callao, el cual decía:
«Teniendo yo bien apretado entre los dientes un pedazo de
casco de mula zaina, o frontina, recortado en nochebuena de
diciembre, me río de los azotes, que me saben a gloria y
mermelada».
Y era creencia popular, generalizada hasta en las escuelas, donde
el látigo andaba bobo, que la excrecencia pedestre de la
mula era amuleto o preservativo contra el dolor del
ramalazo.
Punto a la digresión, que la pluma no ha de ser caballo
sin rienda y desbocado.
La comitiva se detuvo en veinte esquinas de la feligresía
de San Marcelo, y en cada una de las paradas gritaba el
pregonero, negro ladino, en la lengua española:
«Esta es la justicia de cien azotes que el doctor D.
Crisanto Palomeque y Oyanguren, alcalde del crimen y del Cabildo
de la ciudad, manda hacer en la persona de este negro por
ladrón, por ladrón y por ladrón. Quien tal
hizo que tal pague. ¡Alza la penca, y dale!»
Palabra más, palabras menos, tal era la fórmula de
los pregones que, así la Inquisición como el
Cabildo de Lima, empleaban para la azotaina de brujas y
ladrones.
Sin la frase alza la penca y dale, que ponía fin y remate
al pregón, no se habría atrevido el verdugo a hacer
molinete con el látigo y descargarlo sobre la
víctima.
Después del vapuleo, Francisco Mogollón fue enviado
bajo partida de registro al presidio de Chagres.
Como en 1747 no había en la calle otro solar habitado que
el que ocupó el famoso bandido hasta la hora en que fue a
la caponera, el pueblo, que para esto de bautizar no necesita
permiso de preste, ni de rey, ni de roque ni de alcomoque,
bautizó la supradicha con el nombre de calle de
Mogollón; y con él la conocimos hasta que vino un
prosaico municipio a desbautizarla, convirtiendo con la nueva
nomenclatura en batiborrillo el plano de la ciudad, y haciendo
guerra sin cuartel a los recuerdos poéticos de un pueblo
que en cada piedra y cada nombre esconde una historia, un drama,
una tradición.