El inca Concolorcorvo, cuzqueño que, con repugnante
cinismo, escribía: «Yo soy indio neto, salvo las
trampas de mi madre, de que no salgo por fiador, y creo descender
de los Incas por línea tan recta como el arco iris»,
aboga en su Lazarillo de ciegos caminantes, curioso libro que se
imprimió en 1773, por el destierro de los nombres de
antiguo uso, dando por razón que los santos nuevos tienen
que ser más milagreros que los santos viejos; pues
éstos de seguro que, con haber sido pedigüeños
desde larga data, han de traer fastidiado a Dios, que se
mirará y remirará para seguir acordándoles
mercedes.
No diré yo que esto del nuevo calendario deje de
significar un progreso; que con mi terquedad no haría sino
imitar al anciano aquel que, aferrado a las cosas de su mocedad,
nada encontraba bueno en el presente. «Vaya, abuelo, que en
camino está usted de decirme que, en su tiempo, hasta la
Hostia consagrada era mejor», le interrumpió su
nieto. «Por supuesto -contestó el viejo,- como que
era de harina de mejor calidad». Pero sí digo que
así el nombre de pila como el apellido han servido y
servirán de carta de recomendación, abundando los
casos en que acarrean perjuicio. Un soldado que se llame
Pánfilo, Cándido, Homobono o Simplicio debe
renunciar a carrera en que hallará rápido ascenso
un Alejandro, un César, un Darío o un
Napoleón. No a humo de pajas dijo Espronceda lo de
que
«El nombre es el hombre
y es su primer fatalidad su nombre».
Prueba al canto. Allá por los años do 1680
existió en Arequipa un gallego llamado David Gorozabel.
Pues por cargar con tal nombre y tal apellido, casi lo achicharra
la Inquisición en Lima, teniéndolo por
judío. Sus señorías los inquisidores
habían leído en la Biblia este versículo:
Salathiel autem genuit Zorobabel, y corrigieron el texto poniendo
en serios atrenzos al gallego Gorozabel, que lo menos
debía ser primo segundo de Zorobabel.
Si en el siglo XIX las madres, llevándose de la
opinión del cacique cuzqueño, han declarado cesante
el calendario antiguo, buscando en las novelitas
románticas nombres de revesado eufonismo para cristianar
con ellos a sus hijos; si hoy se hace en las familias punto
más serio que cuestión de Estado la elección
de nombre para un nene, ¡bien hayan nuestros abuelos que
maldito si paraban mientes en ello! Todo títere cargaba
con prosaico nombre, que por entonces no había almanaque
poético. Arco de iglesia habría sido encontrar en
toda la América española un Arturo o un Edgardo,
tina Oquelinda o una Etelvina.
Sin embargo, en los últimos años de la conquista
hubo un nombre de moda y con el cual se bautizó por lo
menos a un cincuenta por ciento de los nacidos. La moda no vino a
Lima desde Francia, como las modernas, sino desde Potosí,
como si dijéramos desde el polo.
Martínez Vela y un cronista agustino lo relatan, y a su
verdad me atengo.
Hasta 1584, párvulos (mestizos o de pura sangre
española) nacidos en Potosí eran ángeles
para el cielo. No había memoria de que ningún
niño hubiese llegado a la época de la
dentición. El frío mató más inocentes
que el rey de la degollina. Gracias a que desde 1640, casi cien
años después de fundada la ciudad, se
experimentó en ella tan notable cambio en la temperatura,
que sólo desde entonces han podido los vecinos cultivar
jardinillos que, por vergonzantes que sean, hojitas verdes
ostentan.
Doña Leonor de Guzmán, dama castellana y esposa de
Don Francisco Flores, veinticuatro de la imperial villa,
había tenido un cardumen de hijos que vivieron lo que las
rosas de que habla el poeta francés. En vano la pobre
madre adoptaba todo linaje de precauciones para salvar la
existencia de los niños, no siendo la menor la de darlos a
luz en algún valle templado, y traerlos a Potosí
después de pocos meses, que era como traerlos al
cementerio.
En 1584, los agustinos acababan de fundar su convento, y
Doña Leonor, que se sentía con huésped en
las entrañas, andaba con el desconsuelo de recelar que
también se helase el nuevo fruto. El prior de los
agustinos fue a visitarla un día, y encontrándola
llorosa y acongojada la dijo:
-Enjugue esas lágrimas, mi señora Doña
Leonor, que encomendando la barriga a San Nicolás de
Tolentino, yo lo respondo de que, sin abandonar la villa,
tendrá heredero y lo verá logrado.
Lo cierto es que el santo hizo el milagro, y que Don
Nicolás Flores, rector cincuenta años más
tarde de la Universidad de Lima y regidor de su Cabildo, fue el
primer niño de raza española a quién el
frío no convirtió en carámbano.
Entre setenta y dos bautismos que en 1585 administró el
cura de la parroquia de San Lorenzo, consta del respectivo libro
que, exceptuando cinco, el nene que no fue Colás fue
Colasa. Fuese por intercesión del santo de los panecillos
o porque el frío amainara, ello es que muchos de los
infantes libraron de morir antes de la edad del destete.
Las madres limeñas no quisieron ser menos que las
potosinas, y casi todos los muchachos nacidos hasta fin de ese
siglo tuvieron por patrono a San Nicolás de
Tolentino.
II
Pero la moda, que es hembra muy veleta, después de un
cuarto de siglo había pasado, y eso no traía cuenta
a los agustinos. Era preciso resucitarla y, en efecto,
resucitó en 1624. Vean ustedes cómo.
Don Enrique del Castrillo y Fajardo, general de caballería
del Perú y capitán de la compañía de
gentileshombres lanzas, tuvo una disputa con otro caballero que,
sin pararse en ceremonias, le espetó en sus peinadas
barbas un miente usía. El general echó mano por la
charrasca y, también sin ceremonias, le sembró las
tripas por el suelo. Me parece que así a cualquiera se le
enseñan buena crianza y miramientos.
Por entonces todas las iglesias de Lima gozaban del derecho de
asilo, pues fue sólo en 1772 cuando el Padre Santo lo
limitó a la catedral y San Marcelo.
Mientras recogían de la callo al difunto Don Enrique
tomó seguro en el templo de San Ildefonso, cuyo convento
servía de colegio a los padres agustinos.
Doña Jacobina Lobo Guerrero, sobrina del arzobispo y
esposa del refugiado, puso en juego todo género de
influencias para que su marido fuese absuelto por el asesinato,
absolución que alcanzó del virrey y de la
Audiencia, por ser necesarios los servicios del general de
caballería para la defensa de la ciudad, amenazada a la
sazón por el pirata Heremite.
Cuando se presentó Doña Jacobina en la
portería de San Ildefonso, llevando a su marido la orden
de libertad, encontrose con éste tan gravemente enfermo
que los físicos le habían mandado hacer los
últimos aprestos para el viajo eterno.
Dice el cronista padre Calancha que Doña Jacobina hizo
entonces formal promesa a San Nicolás de Tolentino de
darle en cera, artículo muy caro en esa época,
tantas arrobas cuantas pesase la humanidad do su marido, que era
hombre alto y fornido, a juzgar por el retrato que existe en la
catedral, en la capilla de San Bartolomé, de la cual
él y Doña Jacobina eran patronos.
Hubo de encontrar San Nicolás que hacía buen
negocio, y el de Castrillo y Fajardo se levantó a poco de
la cama más robusto y brioso que antes de caer en
ella.
Nueve arrobas de cera y un piquillo de libras pesaba su
señoría el general. ¡Peso es!
Y cata que con este milagrito volvió San Nicolás a
recobrar su prestigio y a ponerse de moda.