Cuentan del venezolano general Páez, el héroe de
los llanos, que en la época de guerra a muerte con la
metrópoli, tomó prisionero a un corpulento soldado
español que gozaba reputación de hombre de
hercúleas fuerzas. El caudillo de los patriotas le
dijo:
-Oye, maturrango. Te perdono la vida si logras echarme al
suelo.
Sonrióse el prisionero y aceptó el reto, creyendo
segura la victoria; pero Páez, que para este género
de lucha poseía más maña y agilidad que
fuerza física, consiguió al cabo de dos minutos que
el español cayese de espaldas.
Entonces el vencedor le dijo:
-¡Ea, tembleque, prepárate para que te
fusilen!
A lo que el soldado contestó sin inmutarse:
-Corriente, mi general: usía ha jugado conmigo como el
gato con el ratón. Ahora, engúllame.
Déjase adivinar que a Páez le cayó en gracia
la respuesta y que perdonó al prisionero.
También en el ejército realista había un
hombre de ñeque. Era éste el comandante Santalla,
del cual refieren que tomaba el librito de las cuarenta hojas,
vulgo naipe, lo partía por mitad y decía:
«Esto lo hacen muchos». Luego practicaba
idéntica operación con las ochenta cartulinas,
diciendo: «Esto lo hacen pocos». Y terminaba
rompiendo de golpe los ciento sesenta retazos de baraja,
exclamando con aire de triunfo: «¡Esto sólo lo
hago yo, el comandante Santalla!».
Pero en esto de hombres vigorosos, Páez, Santalla y todos
los Sansones modernos son niños de teta comparados con mi
Don Alonso, sujeto de quien dice un cronista que cuando se le
cansaba el caballo se lo echaba al hombro, sin desnudarlo de
arneses, y seguía tan fresco su camino.
Don Alonso el Membrudo llamaban los conquistadores al
capitán Alonso Díaz, deudo del gobernador de
Panamá Don Pedro Arias Dávila.
Vecino del Cuzco cuando estalló la rebelión en
favor de Almagro el Mozo, y muy devoto del marqués
Pizarro, no quiso Don Alonso abandonar la ciudad, y quedose oculto
en ella conspirando a favor del licenciado Vaca de Castro enviado
por el rey para poner coto a las turbulencias del
Perú.
Al tener noticia de que las tropas reales salían de
Guamanga en número de 800 soldados para batir a los 600 de
Almagro, decidió Don Alonso abandonar su escondite y
enderezó al campo de Chupas, anheloso de llegar a tiempo
para tomar parte en la batalla que se dio el 16 de septiembre de
1542.
Faltábanle pocas leguas para llegar al real de Vaca de
Castro, cuando vio venir, jinetes en briosos caballos y a todo
correr, a tres soldados que el vencedor enviaba al Cuzco con la
noticia del descalabro de los almagristas.
Alonso Díaz detuvo a uno de los emisarios; y éste,
al reconocer en él a uno de los leales y de los primeros
conquistadores que vinieron a estos reinos con Pizarro,
echó pie a tierra exclamando:
-¡Albricias, señor capitán! ¡Viva el
rey! ¡Vencido es el tirano!
Tan grande fue el gozo de Don. Alonso al saber la fausta nueva,
que se echó en brazos del soldado diciéndole:
-¡Viva el rey! ¡Aprieta, valiente, aprieta!
Y tan estrecho fue el abrazo y tal la fuerza con que
apretó Don Alonso el Membrudo, que el soldado dio un grito
y cayó redondo lanzando un torrente de sangre por la
boca.
Alonso Díaz, que en los combates de la conquista mataba,
no con la espada, sino con abrazos a los indios, olvidó,
en el entusiasmo de su alegría por la victoria, que sus
abrazos daban la muerte al prójimo.
Enjuiciado el involuntario matador, absolviolo Vaca de Castro;
pero prohibiéndole para en adelante, bajo pena de la vida,
abrazar a nadie, amigo o enemigo, hembra o varón.
El Sr. de Mendiburu, en el artículo que en su Diccionario
histórico del Perú, consagra a Alonso Díaz,
dice que vino de España una real cédula quitando a
aquel brabucón el derecho de abrazo. Presumo que esta real
cédula sería la aprobación de la sentencia
dada por Vaca de Castro.
Que más vale maña que fuerza, como dice un
refrán, lo comprueba el resultado de un duelo a espada
entre Alonso Díaz y Francisco de Villacastín. Era
éste uno de los compañeros del marqués
Pizarro, quien profesábale gran cariño, a punto tal
que lo hizo uno de los primeros potentados del Cuzco,
dándole por mujer a una ñusta (princesa) hija de
Huayna-Capac, llamada doña Leonor. Por su matrimonio, vino
a ser Villacastín señor de Ayaviri, encomienda que
hacía tributarios de él a más de ocho mil
indios.
Villacastín era un personaje ridículo por su
fealdad. Faltábanle los dientes delanteros, y lo que
ocasionó este desperfecto en la boca era, en verdad,
motivo para justa risa. Fue el caso que un día caminaba Don
Francisco distraído, por un bosque de Panamá,
cuando un mono, que estaba en la copa de un árbol, le
arrimó tan feroz pedrada que le hizo vomitar cuatro
dientes. Villacastín recobrose a poco, armó la
ballesta y consiguió matar a quién tan feamente
lisiado lo dejaba de por vida. ¡Dichoso tiempo el nuestro
en que campean no sólo dientes sino hasta
mandíbulas postizas! Si no recuerdo mal, Garcilaso, que
conoció y trató a Villacastín, cuenta lo de
la pedrada.
Alonso Díaz, que era gran bromista, burlándose en
una ocasión de Villacastín, le dijo:
-Vuesa merced sólo tiene hígados para desafiarse
con un mono brabucón y salir mellado para in
eternum.
Picose Villacastín, y desenvainó. Don Alonso
púsose en guardia, y se cruzaron los aceros. Pero Don
Francisco, si bien tenía menos puños y vigor que su
adversario, excedíalo en ligereza y, a poco esgrimir, le
clavó a Don Alonso Díaz tan bárbara estocada,
que lo tuvo por ocho días entre si las liaba o no las
liaba.
Comprometido Alonso Díaz en el bando de Girón y
vencido y ajusticiado este caudillo, acogiose el Membrudo al
indulto que en 1554 promulgó la Real Audiencia,
retirándose luego a vivir pacíficamente en el
Cuzco, donde era uno de los más acaudalados vecinos. Pero
en 1556, recelando el virrey marqués de Cañete
nuevos alzamientos, en los que se presentaba al capitán
Díaz como agitador, le mandó en secreto dar
garrote.
Un curioso, gran amigo de su excelencia, le preguntó un
día el porqué había hecho dar muerte a
español tan principal, y el virrey contestó
sonriendo:
-Hícelo para curar a ese loco de la manía de
abrazar; pues siendo sus caricias peligrosas y estándole
vedadas, contravino a la real voluntad, y en un baile se le vio
abrazar a una de sus comadres, según lo testifican diez
vecinos de lo más notable del Cuzco.
La verdad quede en su sitio, que yo ni ato ni trasquilo, y no
estoy de humor para discurrir sobre si fueron verdes o fueron
maduras. Abrazador o revolucionario, ello es que Don Alonso el
Membrudo murió de mala muerte.