A principios de 1788 recibió el excelentísimo
señor virrey D. Teodoro de Croix comunicaciones reservadas
de la corona, en las que se le prevenía pusiese al
país en estado de defensa, por ser probable una ruptura de
relaciones con Inglaterra. A pesar del misterio con que su
excelencia quiso manejarse, no hubo de ser éste tan
guardado que no lo traslucieran algunos del alto comercio, como
hoy se dice, para sacar partido en provecho propio.
Al año siguiente, y después de algunos meses en que
no fondeaba en el Callao buque con procedencia de España,
llegó la Santa Rufina, fragata salida de Cádiz con
valioso cargamento y que milagrosamente había escapado de
caer en poder de los cruceros ingleses.
Entre las mercaderías venían consignadas a D.
Silvestre Amenabar, del comercio de Lima, dos cajones con
doscientos cuarenta pares de medias de mujeres de la banda; pero
los empleados de aduana las declararon contrabando; pues,
según su leal saber y entender, no eran salidas de
fábrica española.
Amenabar entabló reclamación; se nombró para
nuevo reconocimiento a dos de los comerciantes más
notables; y éstos, después de prestar juramento y
de examinar hilo, tejido, marcas y contramarcas, fallaron contra
la opinión de los aduaneros.
El virrey resolvió entonces que se depositasen los dos
cajones en la aduana y que con copia del expediente se enviasen
muestras a España para que Carlos III sentenciase; e igual
medida se adoptó con otros cuatro cajones, conteniendo
quinientos setenta y seis pares, consignados a don Manuel
Zaldívar, almacenero del portal de Escribanos.
Corrieron diez meses en estas y las otras, y las limeñas
estaban dadas a la diabla. No iban a bailes, ni a visitas, ni a
procesiones, ni al teatro, porque no podían presentarse
con medias zurcidas o con las de acuchillados de pajarito.
Empeños van y empeños vienen, y su excelencia cada
día más erre que erre. Las limeñas se
pusieron en plena rebelión contra los hombres, que eran
unos tetelememes; pues se aguantaban sin hacer revolución
contra un gobernante tan poco amable con el bello sexo.
¡Digo si había motivo, y sobrado, hasta para ahorcar
a su excelencia! ¡Privar a las limeñas de un
artículo de primera necesidad! ¡Por menos
tendríamos hoy crisis ministerial! Ya se ve. Como el
virrey no era casado ni mujeriego, no entendía de
exigencias femeniles.
Al fin, los comerciantes, recelando que las limeñas,
cansadas de guerra de lengua, se alzasen a mayores, propusieron
dejar en las reales cajas, por vía de fianza, diez mil
pesos mientras llegaba el fallo del monarca, propuesta a que el
virrey se avino. Y cesó así un conflicto que de
otra manera no habría tenido término sino en 1790,
que fue cuando volvió la causa resuelta en favor de los
comerciantes. De fijo que estos sujetos fueron agripinos o
nacidos de pies, condición que diz que trae dicha
futura.
Este proceso ha servido de tema a mi amigo Manuel Concha para uno
de sus más espirituales artículos.
En la cuestión los que verdaderamente ganaron, y gordo,
fueron los mercaderes. Cada par de medias se vendió en dos
onzas de oro, y en ocho días estuvo realizado el
cargamento.