Crónica de la época del vigésimo quinto
virrey del Perú
I
Como fruto de una de las calaveradas de la mocedad del conde de
Cartago, vino al mundo un mancebo, conocido con el nombre de
Hernando, Hurtado de Chávez. El noble conde pasaba una
modesta pensión a la madre, encargándola diese buen
ejemplo al rapaz y cuidase de educarlo. Pero Fernandico era el
mismo pie de Judas. Travieso, enredador y camorrista, más
que en la escuela se le encontraba, con otros pillastres de su
edad, haciendo novillos por las huertas y murallas. Ni el
látigo ni la palmeta, atributos indispensables del
dómine de esos tiempos, podían moderar los malos
instintos del muchacho.
Así creciendo, cumplió Fernando veinte años,
y muerto el conde y valetudinaria la madre, hízose el mozo
un dechado de todos los vicios. No hubo garito de que no fuese
parroquiano, ni hembra de tumbo y trueno con quien no se tratase
tú por tú. Fernando era lo que se llama un pie
útil para una francachela. Tañía el arpa
como el mismísimo rey David, punteaba la guitarra de lo
lindo, cantaba el pollito y el agua rica, trovos muy a la moda
entonces, con más salero que los comediantes de la
tonadilla, y para bailar el punto y las molleras tenía un
aquel y una desvergüenza que pasaban de castaño
claro. En cuanto a empinar el codo, frecuentaba las ermitas de
Baco y bebía el zumo de parra con más ardor que los
campos la lluvia del cielo; y en materia de tirarse de
puñaladas, hasta con el gallo de la Pasión si le
quiquiriqueaba recio, nada tenía que aprender del mejor
baratero de Andalucía.
Retratado el protagonista, entremos sin más dibujos en la
tradición.
II
Un velo fúnebre parecía extenderse sobre la festiva
ciudad de los reyes en los días 31 de enero y 1.º de
febrero del año 1711. Las campanas tocaban rogativas, y
grupos de pueblo cruzaban las calles siguiendo a algún
sacerdote que, crucifijo en mano, recitaba salmos y preces. Y
como si el cielo participara de la tristeza pública,
negras nubes se cernían en el espacio.
Sepamos lo que traía tan impresionados los
espíritus.
A las diez de la mañana del 20 de enero, un joven se
presentó al cura del Sagrario, pidiendo se le permitiese
buscar una partida de bautismo en los libros parroquiales. El
buen cura, engañado por las decentes apariencias del
peticionario, no puso obstáculo y lo dejó solo en
el bautisterio.
Cuando nuestro hombre se persuadió de que no sería
interrumpido, se dirigió resueltamente al altar mayor y se
metió con presteza en el bolsillo un grueso copón
de oro, en el que se hallaban ciento cincuenta y tres hostias
consagradas. En seguida salió del templo y con paso
tranquilo se encaminó a la Alameda. En el tránsito
encontró a dos o tres amigos que lo preguntaron qué
bulto llevaba en el bolsillo, y él contestó con
aplomo: «que era un almirez que había comprado de
lance».
Hasta la mañana del 31, en que hubo necesidad de
administrar el viático a un moribundo, no se
descubrió la sustracción de la píxide. De
imaginarse es la agitación que se apoderaría del
católico pueblo; y el testimonio del párroco hizo
recaer en Fernando de Chávez la sospecha de que él
y no otro era el sacrílego ladrón.
Fernando anduvo a salto de mata, pues S. E. el obispo Don Diego
Ladrón de Guevara, virrey del Perú, echó
tras el criminal toda una jauría de alguaciles, oficiales
y oficiosos.
III
El Ilmo. Sr. Don Diego Ladrón de Guevara, de la casa y
familia de los duques del Infantado, obispo de Quito y que antes
lo había sido de Panamá y Guamanga, estaba
designado por Felipe V en tercer lugar para gobernar el
Perú en caso de fallecer el virrey marqués de
Castel-dos-Ríus. Cuando murió éste, en 1710,
habían también pasado a mejor vida los otros dos
personajes de la terna. Al poco tiempo de ejercer el mando el
ilustrísimo Ladrón de Guevara se recibió en
Lima la noticia del triunfo de Villaviciosa, que consolidó
en España a Felipe V y la dinastía
borbónica. Entre las fiestas con que la ciudad de los
reyes celebró la nueva, fue la más notable la
representación, en una sala de palacio convertida en
teatro, de la comedia en verso Triunfos de amor y poder, escrita
por el poeta limeño Peralta.
El virrey obispo logró ahuyentar de la costa a un pirata
inglés que había apresado tres buques mercantes, y
comisionó al marqués de Villar del Tajo para que
destruyese a los negros cimarrones que, enseñoreados de
los montes de Huachipa, habían establecido en ellos
fortificaciones y osado presentar batalla a las tropas
reales.
A ejemplo de su antecesor el virrey literato, acordó el
obispo gran protección a la Universidad de San Marcos, y
más que de enviar gruesos contingentes de dinero a la
corona, cuidó de que los fondos públicos se
gastasen en el Perú en templos, puentes y caminos. Un
virrey que no mandaba millones a España no servía
para el cargo. Esto y el haber colocado las regalías de la
Iglesia antes que las del soberano, fueron motivos para que, en
1716, se le reemplazase con el príncipe de Santo
Buono.
Regresando para España, llamado por el rey que le excusaba
así el rubor de volver a Quito, como dice el cronista
Alcedo, quiso el obispo visitar el reino de México, en
cuya capital murió el 19 de noviembre de 1718.
IV
Las diez de la noche del 1º de febrero acababan de sonar en
el reloj de la Compañía, cuando el catalán
Jaime Albites, preparándose a cerrar su pulpería,
situada en las esquinas de las calles de Puno y de la
Concepción, vio pasar un hombre cuyo rostro casi iba
cubierto por las anchas alas de un chambergo. Pocos pasos
había éste avanzado, cuando el pulpero echó
a gritar desaforadamente:
-¡Vecinos! ¡Vecinos! ¡Ahí va el
ladrón del Sagrario!
Como por arte de encantamiento se abrieron puertas, y la calle se
vio en un minuto cubierta de gente. El ladrón
emprendió la carrera; mas una mujer le acertó con
una pedrada en las piernas, a la vez que un carpintero de la
vecindad le arrimaba un trancazo contundente. Cayó sobre
él la turba, y acaso habría tenido lugar un
gutierricidio o acto de justicia popular, como llamamos nosotros
los republicanos prácticos a ciertas barbaridades, si el
escribano Nicolás de Figueroa y Juan de Gadea, boticario
del hospital de la Caridad, sujetos que gozaban de predicamento
en el pueblo, no lo hubieran impedido, diciendo: «Si
ustedes matan a este hombre, nos quedaremos sin saber
dónde tiene escondido a Nuestro Amo».
A este tiempo asomó una patrulla y dio con el criminal en
la cárcel de corte.
Allí declaró que su sacrílego robo no le
había producido más que cuatro reales, en que
vendió la crucecita de oro que coronaba el copón; y
que, horrorizado de su crimen y asustado por la
persecución, había escondido la píxide en el
altar de la sacristía de San Francisco, donde en efecto se
encontró.
En cuanto a las sagradas formas, confesó que las
había enterrado, envueltas en un papel, al pie de un
árbol en la Alameda de los Descalzos.
En la mañana del 2 de febrero hízose entrar al reo
en una calesa, con las cortinillas corridas, y con gran
séquito de oidores, canónigos, cabildantes y pueblo
se le condujo a la Alameda. La turbación de Fernando era
tanta, que le fue imposible determinar a punto fijo el
árbol, y ya comenzaba el cortejo a desesperar, cuando un
negrito de ocho años de edad, llamado Tomás Moya,
dijo: «Bajo este naranjo vi el otro día a ese
hombre, y me tiró de piedras para que no me impusiera de
lo que hacía».
Las divinas formas fueron encontradas, y al negrito, que era
esclavo, se le recompensó pagando el Cabildo cuatrocientos
pesos por su libertad.
Describir la alegría de la población, los repiques,
luminarias y fiestas religiosas y profanas, es tarea superior a
nuestras fuerzas. Publicaciones hay de esa época, como la
Imagen política, de Peralta, a las que remitimos al lector
cuya curiosidad sea muy exigente.
El virrey obispo, en solemne procesión, condujo las
hostias a la Catedral. Se quitó el velo morado que
cubría el altar mayor, y desaparecieron de las torres e
iglesias los crespones que las enlutaban.
La hierba y tierra próximas al naranjo fueron puestas en
fuentes de plata y repartidas, como reliquias, en los monasterios
y entre las personas notables.
El lo de mayo fue trasladado Fernando a las cárceles de la
Inquisición. Dicen que se le condenó a ser quemado
vivo; pero en ninguno de los documentos que conocemos del Santo
Oficio de Lima hemos podido hallar noticia del auto de fe.
El vecindario contribuyó a porfía para la inmediata
erección de una capilla, de cuarenta y cuatro varas de
largo por doce de ancho, en el sitio donde se encontraron las
formas. El altar mayor, dice un cronista, formado en esqueleto,
permite transitar, por su parte inferior, hasta el sitio donde
estuvieron enterradas las hostias.
Tal es la historia de la fundación de la iglesia de Santa
Liberata, junto a la que los padres crucíferos de San
Camilo establecieron en 1754 un conventillo. Fronterizo a
éste se encuentra el beaterio del Patrocinio, fundado en
1688 para beatas dominicas y en el mismo sitio en que el santo
fray Juan Macías pastaba marranos y ovejas antes de vestir
hábito.