Por los años de 1765 apareciose en Lima, después de
haber visitado el Cuzco y las principales ciudades del Sur, un
caballero muy cargado de títulos, cruces, condecoraciones
y cintajos. Llamábase D., Elías Aben-Sedid,
príncipe del Líbano. Era un turco de casi seis pies
de altura, robusto y gallardo mozo, y que, a pesar de su
nacionalidad, no profesaba la ley de Mahoma, sino la de Cristo.
Sus papeles parecían tan en regla que a nadie se le
ocurrió desconocerle el principado, sin embargo de que el
motivo que lo traía por estas Américas era para
despertar sospechas.
Contaba su alteza que el Gran Turco lo había despojado de
sus Estados y tomádolo prisioneros a sus hermanos, por
cuya libertad el sultán de la Gran Puerta, que dicen que
es una puerta más alta que la torre de Santo Domingo, le
pedía un rescate de cien mil pesos ensayados.
La crédula gente de mi tierra se dejó embaucar y en
pocos meses reunió el farsante la cuarta parte de la suma;
y acaso habría alcanzado a redondearla si el diablo, en
forma de una limeña, no hubiera metido la patita.
Nuestro príncipe era huésped de los padres
franciscanos, que creyeron de su deber tratarlo a cuerpo de
príncipe, rodeándolo de comodidades y
prodigándole todo linaje de consideraciones y
agasajos.
Como su alteza no vestía hábito monacal, sino traje
de currutaco, frecuentaba la sociedad aristocrática; y
tanto que, acordándose de que era musulmán, se le
despertó el apetito por las muchachas, enamorándose
a la vez como lo que era, es decir, como un turco, de dos
huríes limeñas y empeñando a ambas palabra
de hacerlas princesas. Yo no sé si las chicas
aflojarían prenda; pero a la larga llegó a
descubrirse el doble enredo, y una de las burladas, que sus
motivos tendría para poner en duda la autenticidad del
título, se apoderó mañosamente de
Antoñuelo, que era un griego criado de Don Elías, su
compañero de peregrinación y cómplice de
trapacería.
Encerrolo la dama en el corral de su casa y le amenazó con
darle por mano de cuatro negros más azotes que los que
dieron los judíos al Redentor. Antoñuelo vio que la
cosa iba de veras y declaró picardía y media.
Antes que tal ocurriese, ya el virrey traía clavado entre
ceja y ceja al príncipe; pues el superior de los jesuitas
de Moquegua había escrito a su excelencia,
comunicándole que él abrigaba cierto recelillo de
que aquel señorón era un pillastre forrado de
caballero.
Una noche Miquita Villegas recibió la visita de una dama
tapada que puso en sus manos, para que la entregara al virrey, la
confesión firmada por Antoñuelo. Cuando Amat fue
después de las nueve a cenar, como acostumbraba, con su
querida, ésta le dijo:
-¿Y qué hay de nuevo, Manuel?
-Nada, hija mía. Te repetiré lo que dice el
refrán limeño:
«El ojo del puente, el baratillo y el pan
como se estaban están».
La Perricholi sonrió y contestó a su amante:
-Pues entonces, yo que no tengo la obligación de saber lo
que pasa en Lima, pues no ejerzo cargo por su majestad, sé
más que su virrey... y cosa grave... gravísima
¡plusquam gravissima!
-¡Demonio! Habla, paloma, habla.
-¿Qué apostamos a que no recuerdas que a fin del
mes es mi santo?
-Sí, mujer, sí... ¡Para que yo lo olvide!
Como que ya he apalabrado, en cien onzas, unas arracadas de
brillantes con perlas de Panamá, tamañas como
garbanzos. Pero ¿qué tiene que ver tu santo con la
noticia?
-Mucho, señor mío; porque yo no doy noticias gordas
sin promesa de alboroque. Toma y lee.
Amat se ajustó las antiparras y leyó y
volvió a leer, para sí, la declaración del
griego. Luego se puso de pie y empezó a pasearse
declamando estos versos de una comedia antigua:
«¿Esas tenemos, Mencía?
¡Tan estupendo desliz,
bien me daba en la nariz
olor a barraganía!»
En seguida dobló el papel y se lo guardó en el
bolsillo, dio un beso a la Perricholi y... no sé
más. Al otro día, a las diez de la mañana,
Amat, acompañado de su secretario Martiarena, atravesaba
la portería de San Francisco y entraba sin ceremonia en la
celda del padre guardián, mientras Martiarena se
dirigía a otro claustro en busca del príncipe del
Líbano.
-¡Valiente pillo tenía su reverencia en casa, padre
guardián! -exclamó el virrey al estrechar la mano
de su amigo el superior de los franciscanos, y lo puso al
corriente de lo que ocurría.
Su excelencia permaneció dos horas encerrado con el
embaucador, y sólo Dios sabe las revelaciones que
éste le haría.
A las cuatro de la tarde, en una calesa con las cortinillas
corridas y con la respectiva escolta, fue conducido al Callao el
falso príncipe del Líbano y embarcado para
España bajo partida de registro.