No hay antiguo colegial del Convictorio de San Carlos en quien el
nombre de Halicarnaso no despierte halagüeños
recuerdos de los alegres, juveniles días.
¡Halicarnaso!.... ¿Era esta palabra apodo o
apellido? No sabré decirlo, porque los colegiales
jamás se cuidaron de averiguarlo.
Halicarnaso era un zapatero remendón que tenía
establecidos sus reales en un tenducho fronterizo a la
portería del colegio, tenducho que, allá por los
tiempos de rectorado del ilustre Don Toribio Rodríguez de
Mendoza, había sido ocupado por aquel vendedor de
golosinas a quien el poeta Olmedo, colegial a la sazón,
inmortalizó en esta décima:
«A las diez llegó Estenós,
muy peripuesto y ligero,
y le dijo al chinganero:
Déme usted, ño Juan de Dios,
medio de jamón, en dos
pedazos grandes, sin hueso;
y no le compro a usted queso
porque experimento tal de metal,
que no me alcanza para eso».
Halicarnaso tenía vara alta con los carolinos.
En la trastienda guardaba los tricornios y los comepavo, vulgo
fraques, con que el domingo salían los alumnos hasta la
portería, y de cuyas prendas se despojaban en la vecindad
cambiándolas por el sombrero redondo y la levita.
El zapatero disfrutaba del privilegio de tener, a las horas de
recreo, entrada franca al patio de Naranjos, al patio de Jazmines
y al patio de Chicos, nombres con que desde tiempo inmemorial
fueron bautizados los claustros del Convictorio.
En cuanto al patio de Machos, ocupado por los manteístas y
copistas o externos, era el lugar donde nuestro hombre se pasaba
las horas muertas, alcanzando a aprender de memoria algunos
latinajos y dos o tres problemas matemáticos.
Halicarnaso desempeñaba con puntualidad las comisiones que
los estudiantes le daban para sus familias; los proveía, a
espaldas del bedel, de frutas y bizcochos; y tal era su
cariño y abnegación por los futuros ciudadanos, que
se habría dejado hacer añicos en defensa del buen
nombre de San Carlos.
En las procesiones y fiestas oficiales a que concurrían
los alumnos del Convictorio, con su rector y profesores, luciendo
éstos la banda azul, colmo de las aspiraciones de un
joven, era de cajón la presencia de Halicarnaso.
Las tapadas pertenecientes a las feligresías del Sagrario,
San Sebastián y San Marcelo sostenían el tiroteo de
agudezas y galanterías con los carolinos, y las muchachas
de Santa Ana y San Lázaro militaban bajo la bandera de los
fernandinos.
¡Ah tiempos aquellos! La boca se me hace agua al
recordarlos.
Los colegiales no formábamos meetings políticos, ni
entrábamos en clubs eleccionarios, ni pretendíamos
dar la ley y gobernar al gobierno. Estudiábamos,
cumplíanlos o no cumplíamos con el precepto por la
cuaresma, y los domingos nos dábamos un hartazgo de
muchacheo o mascadura de lana.
En muchas de las travesuras o colegialadas de los carolinos
tomó parte Halicarnaso como simple testigo; pero al
referirlas en el vecindario, dábase por actor en ellas y
llenábase los carrillos diciendo: «Nosotros, los
colegiales, somos unos diablos. El otro día entre Pancho
Moreyra, Cucho Puente, Pepe Aliaga, Bachito Correa, Manongo
Morales, el curcuncho Navarrete y yo, hicimos torería y
media en la huerta del Noviciado».
En lo único que jamás consiguieron los colegiales
utilizar los servicios y el afecto de Halicarnaso, fue en hacerlo
correvedile cerca de sus Dulcineas. Por ningún
interés divino on humano quiso el zapatero usurpar sus
funciones a Mercurio, Halicarnaso era en este punto de una
moralidad a toda prueba.
Pero lo que no alcanzaron los colegiales, lo consiguió en
tres minutos una limeña vivaracha, de esas que el
teólogo inventor de los tres enemigos del alma
colocó tras del mundo y del demonio. Ahí
verán ustedes.
II
Los estudiantes de Derecho canónico, o sea de
último año de leyes, eran conocidos con el nombre
de cónsules, y gozaban de la prerrogativa de salir a
pasear los jueves desde las tres o cuatro de la tarde hasta las
siete de la noche.
Una tarde, jueves por más señas, presentose en la
puerta del zapatero una tapada de saya y manto que, a sospechar
por el único ojo descubierto, lo regordete del brazo, las
protuberancias de oriente y occidente, el velamen y el patiteo,
debía ser una limeña de rechupete y palillo.
-Maestro -le dijo-, tenga usted buenas tardes.
-Así se las dé Dios, señorita
-contestó Halicarnaso inclinándose hasta dar a su
cuerpo la forma de acento circunflejo.
-Maestro -continuó la tapada-, tengo que hablar con un
cónsul que vendrá luego. Tome usted cuatro pesos
para cigarros y déjeme entrar en la trastienda.
Halicarnaso, que hacía mucho tiempo no veía cuatro
pesos juntos, rechazó indignado las monedas, y
contestó:
-¡Niña! ¡Niña! ¿Por quién
me ha tomado usted? ¡Vaya un atrevimiento! Para
tercerías busque a Margarita la Gata, o a la Ignacia la
Perjuicio. ¡Pues no faltaba más!
-No se incomode usted, maestrito. ¡Jesús y
qué genio tan cascarrabias había usted tenido!
-insistió la muchacha sin desconcertarse-. Como yo lo
creía a usted amigo de Don Antonio..., por eso me
atreví a pedirle este servicio.
-Sí, señorita. Amigo y muy amigo soy de ese
caballerito.
-Pues lo disimula usted mucho, cuando se niega a que tenga con
él una entrevista en la trastienda.
-Con mi lesna y mi persona soy amigo del colegial y de usted,
señorita. Zapatero soy, y no conde de Alca ni
marqués de Huete. Ocúpeme usted en cosas de mi
profesión, y verá que la sirvo al pespunte y sin
andarme con tiquis miquis.
-Pues, maestro, zúrzame ese zapato.
Y en un abrir y cerrar de ojos, la espiritual tapada
rompió con la uña la costura de un remonono
zapatico de raso blanco.
Como no era posible que Halicarnaso la dejase pisando el santo
suelo, sin más resguardo que la media de borloncillo, tuvo
que darla paso libre a la trastienda.
Por supuesto que el galán se apareció con
más oportunidad que fraile llamado a refectorio.
El zapatero se puso inmediatamente a la obra, que le dio tarea
para una horita.
Mientras palomo y paloma disertaban probablemente sobre si la
luna tenía cuernos y demás temas de que, por lo
general, suelen ocuparse a solas los enamorados, el buen
Halicarnaso decía, entre puntada y puntada:
-En ocupándome en cosas de mi arte... nada tengo que
oponer... Conversen ellos y zurza yo, que no hay motivo de
escrúpulo.
Y luego al clavar estaquillas canturreaba:
«La pulga y el piojo
se quieren casar:
por falta de trigo
no lo han hecho ya».
Estos escrúpulos de Halicarnaso nos traen a la memoria los
del conquistador Alonso Ruiz, a quien tocó buena partija
en el rescate de Atahualpa, y que hizo barbaridad y media con los
pobres indios del Perú, desvalijándolos a roso y
belloso. Vuelto a España, con cincuenta mil duros de
capital, asaltole el escrúpulo de si esa fortuna era bien
o mal habida, y fuese a Carlos V y le expuso sus dudas,
terminando por regalar al monarca los cincuenta mil. Carlos V
admitió el apetitoso obsequio, concedió el viso del
Don a Alonso Ruiz, y le asignó una pensión
vitalicia de mil ducados al año, que fue como decirle:
«Come, que de lo tuyo comes».