Diga lo que quiera Garcilaso, el delicadísimo poeta
toledano; pero tengo para mí que no anduvo muy moral ni en
lo verdadero cuando escribió aquellos dos versos, que
saben de coro hasta las monjas y los niños de la
doctrina:
«Flérida, para mí dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».
Estos dos versecitos han hecho más víctimas que el
cólera morbo; porque nosotros los pícaros hombres,
a fuerza de oírlos repetir, nos imaginamos que ha de ser
verdad evangélica aquello de que el bien ajeno es manjar
apetitoso y del que podemos darnos un atracón sin
necesidad de pagar bula. Y en consecuencia, nos echamos por esos
trigos a cazar en vedado.
Y también es el caso que las faldas no nos van en zaga a
nosotros los barbados, y discurren que, pues lo dijo Garcilaso,
ello ha de ser verdad inconcusa, y que habiendo mediado
bendición de cura, ya es una muchacha bocado de cardenal
por el que hemos de pirrarnos como las moscas por la miel.
Dios supo lo que se hacía cuando, para castigar al poeta
por los dos versos escandalosos que la mocedad le inspirara,
permitió que lo matasen de una pedrada en el colodrillo,
allá por los años de 1536 y cuando apenas frisaba
el enamoradizo vate en la que se llama edad de Cristo.
Téngalo Dios en la gloria celestial, que, en cuanto a la
terrena, vivirá Garcilaso mientras la rica habla
castellana tenga apasionados que por su pereza se
interesen.
Volviendo a los consabidos versos, digo que la historia
está poblada de cuentos en que a los golosos se les
convirtió la fruta en rejalgar.
Sin ir muy lejos tuvimos en Lima a todo un virrey (el conde de
Nieva) que pagó con la pelleja, en la calle de los
Trapitos, su pecaminosa afición a quebrantar el noveno
mandamiento, afición nacida en su alma con la lectura de
la égloga de Garcilaso.
Por hoy he de contar el triste fin que, por llevarse de dulzainas
y marrullerías de poeta, tuvo en el Cuzco un sujeto de
más campanillas que el sábado de gloria.
¡Nada! ¡Nada! Me ha venido en antojo desprestigiar al
hermano Garcilaso. ¡Qué diantre! Vamos a ver si con
la tradición moralizamos un poquito el mundo, que
está como para cogido con guante y tenacilla.
II
Ante omnia, tengo el honor de presentar a ustedes al licenciado
Benito Suárez de Carvajal, graduado en Salamanca, y a
quien las limeñas sus contemporáneas llamaban el
Buen mozo.
Ciertamente que el mote no era robado; pues merecíalo el
galán por lo apuesto del talle, lo agraciado del rostro,
lo donairoso de la palabra y lo provisto de la escarcela. Era
buen mozo a las derechas, sin giba ni maca, y casi, casi me
atrevería a aplicarle la redondilla:
«Fortuna no vi ninguna
cual la de ese caballero,
porque lo hizo su ternero
la vaca de la fortuna».
si no me detuviera el escrúpulo de que su vida
pública fue de lo más sucio que cabe, y siempre
tuve por gran desventura que en la lotería de las almas se
aposente una villana y predispuesta al mal en cuerpo gentil y
simpático por su belleza.
Diré en compendio que por culpa y ruindad de él
mató el virrey Blasco Núñez al factor
Illán Suárez de Carvajal que, aunque hermano de
Benito, era en cuanto a caballerosidad el reverso de la
medalla.
Fue el licenciado quien más se distinguió en los
ultrajes inferidos al cadáver del desventurado virrey,
hasta el punto de mandar poner la cabeza en la picota, arrancarle
pelos de la barba y hacer de ellos un plumerillo para su
gorra.
Y por fin, siendo uno de los consejeros más íntimos
de Gonzalo Pizarro, cuando vio que la causa de éste iba de
capa caída, pasose al campo realista, disculpándose
con que lo hacía porque Gonzalo le negó la mano de
su sobrina Doña Francisca.
Y a propósito de esta hija de Francisco Pizarro, parece
que la tal fue en el Perú manzana muy codiciada y moza de
mucho gancho; pues, por mi cuenta, pasan de cuatro los novios que
tuvo, sujetos todos de lo más principal que hubimos entre
los conquistadores, y que por ella se dieron de cintarazos dos de
los pretendientes, aunque en puridad de verdad la sangre no
llegó al río. Cierto es también que ella
dejó a todos con un palmo de narices, porque a lo mejor
del berrinche se largó a España en 1551 y se
casó con su abuelo, que por tal podía pasar
descansadamente su tío Hernando.
Ya ven ustedes por estos ligeros apuntes que el licenciado Benito
Suárez de Carvajal, con toda su gallardía y entrada
de pueblo, no pasaba de ser un grandísimo pícaro,
digno de balancearse en la horca, o de presidio por lo
menos.
III
El presidente La Gasca premió la felonía del
licenciado, confiriéndole el importante cargo de
corregidor del Cuzco.
Tanto valía hacer al lobo despensero; porque con humos de
autoridad y con la vara de la justicia en la mano, echose a
retozar y hacer conquistas con tan cumplido éxito, que
fortaleza que no se rendía al licenciado por ser buen
mozo, ponía bandera de parlamento al corregidor por ser
justicia.
Los honrados vecinos del Cuzco vivían escandalizados con
las diarias aventuras amorosas de su señoría. No
había mujer de regular palmito y pasaporte limpio libre de
sus ataques; que para gallo sin traba, todo terreno es
cancha.
Era nuestro protagonista del número de los que dicen que
la mujer a los quince años es perla de rico oriente; a los
veinte, coral primoroso; a los veinticinco, brillante
pulimentado; a los treinta, nácar transparente; de los
treinta y cinco a los cuarenta, espléndido mosaico;
después, arcilla, y a los cincuenta... roca pelada.
Al fin, hallose con la horma de su zapato en una
honradísima muchacha que lucía una carita de muy
buen ver, recién casada con un bravo mozo andaluz,
carpintero de oficio y que no aguantaba moros en la costa.
«La gracia del peluquero -dice un refrán-
está en sacar rizos de donde no hay pelo».
El corregidor hacía carocas y cucamonas a la chica siempre
que la encontraba al paso, y una tarde hablola resueltamente.
Ella creyó partirlo por el eje y darle calabazas rotundas
con decirle:
-Vuestra señoría toque a otra puerta. Soy
casada.
-¡Bah, bah, bah! ¿Me sales con cosas del otro
jueves? Me han dicho que era manco el fraile que te casó.
Déjate de gazmoñerías, muchacha, y
espérame a media noche sin falta.
«La madre que te parió
merecía parir veinte,
y que yo fuera diezmero
y me tocaras en suerte».
Tan grande era la fama de audaz y libertino que el corregidor se
había conquistado, que la joven, viendo en peligro su
virtud y la honra del carpintero, se puso a temblar como azogada
y a encomendarse a todos los santos del calendario.
Acertó a llegar el marido, casualidad que acontece
sólo en mis tradiciones, y sorprendiendo la congoja y
turbación de su costilla, inquirió la causa, y ella
le contó todo de pe a pa.
-¡Cuerno de buey! -exclamó el cofrade de San
José-. Me gusta la noticia como si me rayaran las tripas.
¡Hola, hola, señor golilla! ¿Conque vuesa
merced quiere hacerme tal que me atasque para pasar por la puerta
de la parroquia? ¡Con bueno se las ha el niño! No te
atortoles, mujer, y déjalo que venga a media noche para
que lleve su tantarantán.
IV
Habitaba el matrimonio dos cuartos con balconcillo distante seis
varas del suelo.
Sonadas las doce, apareció por la esquina el corregidor,
embozado en la capa y con el aire cauteloso de quien anda de
aventura.
Detúvose bajo el balconcillo, y con la destreza de hombre
acostumbrado a escalamientos lanzó sobre la barandilla una
escala de cuerdas, y después de asegurarse de que los
garfios habían prendido empezó la
ascensión.
Había ya el galán alcanzado con las manos a la
barandilla, cuando en el momento en que se preparaba a saltar
sobre ella, asomó un bulto y en menos de un Dios te guarde
le plantó dos soberbios martillazos en las manos.
El corregidor cayó desplomado desde quince pies de altura,
y con desdicha tanta, que su cabeza chocó contra una gran
piedra de la calle y quedó descalabrado.
Media hora después la ronda recogía el
cadáver.
El carpintero se presentó a la justicia que, aunque anduvo
con pies de plomo y dando tiempo al tiempo por ser el muerto
empingorotada persona, terminó por dejarlo en
libertad.
Ahora digan ustedes si hay o no peligro en querer tragarse un
hueso cuando es estrecho el pescuezo, o lo que es lo mismo, si no
se le tornaron acíbar y prosa vil al señor
licenciado Don Benito Suárez de Carvajal, corregidor del
Cuzco por su majestad Don Felipe II, los versos de
Garcilaso:
«... dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».