Entre los superiores de estos conventos existía por los
años de 1608 personal desavenencia, que chismosos de
oficio llegaron a convertir en profunda enemistad. Y como quien
riñe con el rabadán riñe con su can, los
frailes de ambas órdenes se creyeron obligados a negarse
hasta el saludo, haciendo propios los agravios y quejas de sus
respectivos superiores.
La cosa llegó a punto de que los porteros de ambos
conventos recibieran orden de no permitir que pusiese pie dentro
del claustro fraile alguno de comunidad contraria, y los cerveros
andaban armados de gruesa tranca y muy decididos a romper
crismas.
En vano el virrey y el arzobispo tomaron cartas en la querella,
gastando saliva e influencia para restablecer la concordia. Tal
maravilla vino a realizarla, después de muerto, San
Francisco Solano.
Falleció este siervo de Dios el 14 de julio de 1610, y a
su entierro en el templo de los padres seráficos
concurrieron no sólo los personajes de la ciudad sino
hasta el último plebeyo. No había en la vasta nave
de la iglesia donde echar un grano de trigo.
Por supuesto que las comunidades, sin exceptuar la agustina,
asistieron a la fúnebre ceremonia, y el virrey no quiso
desperdiciar la oportunidad para poner término a la
escandalosa inquina.
Con el pretexto de ir a besar la mortaja del difunto, levantose
su excelencia, invitando a los dos adversarios a que lo
acompañasen. Arrodillados los tres delante del
ataúd, dijo el marqués de Montesclaros:
-¡Ea, padres! Basta de desórdenes, y por amor a este
santo, que desde el cielo lee en el fondo de los corazones,
déjense ustedes de quisquillas y dense un abrazo.
Los dos reverendos, como movidos por un resorte, cayeron el uno
en brazos del otro, ejemplo que fue imitado por ambas
comunidades.
El virrey se restregaba las manos satisfecho, y decía al
oído a uno de sus amigos:
-Cuando las cosas se hacen en coyuntura aparente, tienen siempre
éxito feliz. Aprovechar de la oportunidad es ganar media
batalla.
Así terminó una desavenencia que duraba ya dos
años, llevando aspecto de prolongarse hasta Dios sabe
cuando.
Un mes después los dominicos daban un banquete a los
reconciliados; pero ¡qué banquete! Hubo sopa
teóloga, fritanga de menudillos, pavo relleno, carapulcra
de conejo, estofado de carnero, pepián y locro de patitas,
carne en adobo, San Pedro y San Pablo, y pastel de choclo, y un
pericote por goloso se cayó dentro de una olla, y
aquí da remate el cuento de Periquito Sarmiento.