Fray Pablo Negrón era andaluz y vestía el
hábito mercedario. Enemigo de hacer vida conventual,
residía constantemente en alguna hacienda de los valles
inmediatos a Lima, en calidad de capellán del fundo.
Fray Pablo habría sido un fraile ejemplar, si el demonio
no hubiera desarrollado en él una loca afición por
el toreo. Destrísimo capeador, a pie y a caballo, pasaba
su tiempo en los potreros sacando suertes a los toros, y
conocía mejor que el latín de su breviario la
genealogía, cualidades y vicios de ellos. Él
sabía las mañas del burriciego y del corniveleto, y
su lenguaje familiar no abundaba en citas teológicas, sino
en tecnicismos tauromáquicos.
Hasta 1818 no se dio en este siglo corrida en la ciudad de los
reyes y lugares de diez leguas a la redonda en cuyos preparativos
no hubiera intervenido fray Pablo, ni hubo torero que no le
debiese utilísimas lecciones y muy saludables consejos. El
mismo Casimiro Cajapaico, aquel famoso capeador de a caballo por
quien escribe el marqués de Valleumbroso que
merecía le erigiesen estatua, solía decir:
«Si no fuera quien soy, quisiera ser el padre
Negrón».
Inútil era que el comendador de la Merced y aun el
arzobispo Las Heras amonestasen al fraile para que rebajase
algunos quilates a su afición tauromáquica. Su
paternidad hacía ante ellos propósito de enmienda;
pero lo mismo era ver un animal armado de puntas como leznas, que
desvanecérsele el propósito. La afición era
en él más poderosa que la conveniencia y el
deber.
Grandes fiestas se preparaban en Lima por el mes de agosto de
1816 para celebrar la recepción del nuevo virrey del
Perú Don Joaquín de la Pezuela, primer
marqués de Viluma. En el programa entraban tres tardes de
toros en la plaza Mayor; pues no se efectuaban en el circo de
Acho las lidias que tenían por objeto festejar al monarca
o a su representante.
Los listines que en esta ocasión se obsequiaron a los
oidores, cabildantes y personas caracterizadas, no estaban
impresos en raso blanco, como hasta entonces se había
acostumbrado, sino en raso carmesí. Es verdad que en
ellos, después de enaltecer, como era justo, las dotes
administrativas y sociales del Sr. de la Pezuela, hablaba mucho
el poeta de regar el suelo peruano con sangre de
insurgentes.
Fray Pablo que, como hemos dicho, no era ningún lego
confitado, anduvo de hacienda en hacienda, en unión de la
cuadrilla de toreros, presenciando lo que se llama prueba del
ganado y decidiendo sobre el mérito de cada bicho. Los
hacendados, a competencia, querían exhibir lo más
fino de la cría, y el fallo del mercedario era por ellos
acatado sin observación.
La prueba general del ya escogido ganado se efectuó en la
chacarilla del Estanco, donde había gran corral con
burladeros. Entre los toros que allí se probaron hubo uno
bautizado con el nombre de Relámpago y oriundo de los
montes de Retes. El torero Lorenzo Pizí le sacó
algunas suertes, y en el canto de una uña estuvo que el
animal lo despanzurrara.
Pizí era un negro retinto, enjuto, de largas zancas y
medianamente diestro en el oficio. Terminada la prueba, lo
llamó aparte fray Pablo y le dijo:
-Mira, negro, cómo te manejas con el Relámpago y no
comas confianza, que aunque es cierto que a los toros más
que con el estoque se les mata con el corazón, bueno
será que estés sobre aviso para que no te suceda un
percance y vayas al infierno a contarle cuentos a la puerca de tu
madre. Ese animal es tuerto del cuerno derecho, y por la asta
sana se va recto al bulto. Es toro de sentido, de mucha cabeza y
de más pies que un galgo. Con él no hay que
descomponerse, sino aguardar a que entre en jurisdicción y
humille, aunque el mejor modo y manera de trastearlo es a
pasatoro, y luego una buena por todo lo alto y a la cruz. Pero es
suerte poco lucida y no te la aconsejo. Conque abre el ojo,
negrito; porque si te descuidas, te chinga el toro y ¡abur,
melones!
Su merced, padre, lo entiende, como que es facultativo, y ya
verá a la hora de la función que no predicó
en desierto -contestó el torero.
II
Don Joaquín de la Pezuela y Sánchez, teniente
general de los reales ejércitos, caballero gran cruz de la
orden de Isabel la Católica y primer marqués de
Viluma, estaba al mando de las tropas que en el Alto-Perú
combatían a los insurgentes, cuando, por haber insistido
Abascal en renunciar el cargo de virrey, fue nombrado para
sucederle, y tomó posesión del puesto el 17 de
agosto de 1817. En sus oficios de renuncia habíalo Abascal
recomendado al monarca como el más digno de reemplazarlo
en las funciones de virrey.
Pezuela que, en la clase de general, había sido el
organizador del cuerpo de artillería y quien
dirigió la fábrica del cuartel de Santa Catalina,
fue siempre el favorito de Abascal, que influyó para que
obtuviera ascensos en su carrera. Parece, sin embargo, que al
sentarse el marqués de Viluma bajo el solio de los
virreyes, no correspondió con la gratitud que a su
benefactor debía. Así lo deduzco de los siguientes
párrafos que extracto de un escritor
contemporáneo.
Pezuela, criatura de Abascal, que desde comandante de
artillería lo fue elevando hasta hacerlo nombrar virrey,
apenas se vio en palacio se ocupaba en censurar, con los bajos
cortesanos que rodean al sol que nace, las medidas de su
respetable antecesor, deshacía cuanto él
había dispuesto, hostilizaba a sus adeptos, le
desconocía ciertas prerrogativas de virrey cesante y, por
fin, rodeaba de espías al anciano marqués de la
Concordia, quien mientras terminaba sus arreglos de viaje a
Europa, vivía en casa de un amigo en la calle de la
Recoleta.
Tres días antes de partir, envió Abascal un recado
a Pezuela pidiéndole órdenes. El virrey,
correspondiendo a ese acto de social etiqueta, fue de tiros
largos a casa de Abascal, que lo recibió en cama por
hallarse enfermo. Al entrar el marqués de Viluma al
dormitorio, lo hizo exclamando:
-¡Excelentísimo compañero!
-¿Quién es? -dijo Abascal sacando su blanca cabeza
por entre las cortinas del lecho.
Turbado Pezuela por lo extraño de la pregunta,
repuso:
-¡Cómo! ¿No me conoce vuecelencia? Soy
Pezuela.
-¿Pezuela? -insistió el marqués de la
Concordia-. ¿Ese a quien hice coronel de
artillería? ¿Ese a quien hice general en
jefe?
-Sí, sí -balbuceó el virrey.
-¡Ah! -exclamó Abascal incorporándose en la
cama-. Si es ese misino, déme usted un abrazo.
Como veremos después, a su turno tuvo también
Pezuela que habérselas con un ingrato. Lo midieron con la
misma vara con que él midió a Abascal.
La casa que habitó Pezuela antes de ser virrey fue la
llamada hoy de los Ramos, en la calle de San Antonio, vecina al
monasterio de la Trinidad. En ella nació su hijo el
ilustre literato Don Juan de la Pezuela, conde de Cheste y actual
director de la Real Academia Española.
Bajo el gobierno del marqués de Viluma se implantaron
cuatro máquinas a vapor, traídas de Inglaterra,
para desaguar las minas del Cerro de Pasco; se recibió una
real cédula aboliendo las abusivas mitas, y se
experimentó en Lima una epidemia, a la que, por la suma
debilidad en que quedaban los convalecientes, bautizó el
pueblo con el nombre de Mangajo. El mangajo fue un catarral
bilioso con síntomas parecidos a los de la fiebre
amarilla. Quizá desde entonces viene el decir en Lima, por
todo hombre desgarbado y sin vigor físico:
«¡Vaya usted con Dios, mangajo!».
En cuanto a sucesos revolucionarios, los más notables de
esa época fueron el suplicio en la plaza de Lima de los
patriotas Alcázar, Gómez y Espejo; las excursiones
de lord Cochrane y el apresamiento, en la rada del Callao, de la
fragata, Esmeralda, cargada con dos millones de pesos; el
desembarco de San Martín en Pisco, la defección del
batallón de Numancia, la derrota del general
español O'Reilly, que se suicidó un mes más
tarde arrojándose al mar, y el curioso incidente de
haberse recibido un día por el virrey, a las dos de la
tarde, la noticia oficial del descalabro de los patriotas en
Cancharayada, y una hora después, cuando entregados al
regocijo estaban los realistas de la capital quemando cohetes y
repicando campanas, fondeó en el Callao otro buque
portador de documentos que anunciaban la victoria de
Maypú, en que quedó aniquilado el dominio
español en Chile. Entre la primera y segunda batalla
mediaron diez y seis días.
En 1816 había llegado al Perú Don José de
Laserna, con el carácter de mariscal de campo y enviado
por el rey para mandar el ejército que maniobraba sobre
Tupiza; mas a fines de 1819 vino de España su
destitución, porque lo acusaron ante el monarca de ser
masón o propagandista de doctrinas liberales y opuestas al
absolutismo despótico que imperaba en la metrópoli.
Pezuela se negó a enviarlo a Madrid, y escribió a
Fernando VII abogando por Laserna y pidiendo se le dejase en el
Perú, donde tenía el gobierno necesidad de sus
servicios. En España esperaban a Laserna la cárcel
y el destierro. Iniciadas en septiembre de 1820 las conferencias
o armisticio de Miraflores entre los comisionados de San
Martín y los de Pezuela, púsose Laserna a la cabeza
del partido de oposición, y el 28 de enero de 1821
amotinose el ejército acantonado en Asnapuquio, intimando
al marqués de Viluma que en el término de cuatro
horas entregase el mando al teniente general Laserna, proclamado
virrey por los motinistas. Pezuela, sin elementos para resistir y
procediendo con patriotismo, puso el poder en manos de su ingrato
amigo.
Los revolucionarios de Asnapuquio habían principiado por
emplear la difamación como arma contra el virrey. Una
mañana apareció este pasquín en el primer
patio de palacio:
«Nació David para rey,
para sabio Salomón,
para soldado Laserna,
Pezuela para ladrón».
Dicen que la injuria llegó a lo vivo al marqués de
Viluma, que ciertamente no era merecedor del calificativo.
Pezuela manejó con pureza los caudales
públicos.
En caso de muerte o imposibilidad física de Pezuela era al
general Lamar a quien correspondía ejercer interinamente
el cargo de virrey; pero aparte de que Lamar no era motinista ni
ambicioso, por su condición de americano mirábanlo
los militares españoles con desafecto. El honrado Lamar no
se dio por entendido del desaire y siguió sirviendo con
lealtad al rey hasta que, sin desdoro para su nombre y fama, pudo
en 1823 cambiar de bandera.
Para el orden numérico y cronológico de la historia
es Laserna el último virrey del Perú; pero para
mí -será ello una extravagancia- la lista de los
verdaderos virreyes termina en Pezuela. En Laserna veo un virrey
de cuño falso; un virrey carnavalesco y de motín;
un virrey sin fausto ni cortesanos, que no fue siquiera festejado
con toros, comedias ni certamen universitario; un virrey que,
estirando la cuerda, sólo alcanzó a habitar cinco
meses en palacio, como huésped y con la maleta siempre
lista para cambiar de posada; un virrey que vivió luego a
salto de mata para caer como un pelele en Ayacucho; un virrey, en
fin, prosaico, sin historia ni aventuras. Y virrey que no habla a
la fantasía, virrey sin oropel y sin relumbrones, es una
falsificación del tipo, como si dijéramos un santo
sin altar y sin devotos.
III
Llegó el día de la corrida.
Su excelencia, acompañado de su esposa, la altiva
doña Ángela Cevallos, Real Audiencia y gran
comitiva de ayudantes y amigos, ocupaba la galería de
palacio, y el Ilmo. Las Heras, con el cabildo
eclesiástico, mostrábase en los balcones de la casa
arzobispal.
En las barandas de los portales estaba lo más granado de
la aristocracia limeña, así damas como caballeros,
y el pueblo ocupaba andamios colocados bajo la arquería de
los portales y gradas de la catedral.
Pasando por alto la descripción del toril, situado en la
esquina de Judíos, el lujo de las enjalmas, adornos de la
plaza, distribución de la cuadrilla y otras menudencias,
que no es mi ánimo escribir un relato circunstanciado de
la función, vengamos al quinto toro.
Era éste el famoso Relámpago, gateado, de Retes,
enjalma carmesí bordada de plata, obsequio del gremio de
pasamaneros.
Recibiolo Casimiro Cajapaico en un alazán tostado, raza
del Norte (Andahuasi), y le sacó cuatro suertes
revolviendo y dos a la carrera.
Entró Juanita Breña, en un zaino manchado, raza de
Chile, y le dio tres suertes, sentando el caballo en la
última para esperar nueva embestida. ¡Por la
encarnación del diablo que se lució la china!
A ésta, como a Cajapaico, lo arrojaron de todas las
barandas muchísimos pesos fuertes y aun monedas de
oro.
Después que los chulos se desempeñaron bastante
bien, mandó el ayuntamiento tocar banderillas. Cantoral le
clavó con mucha limpieza y a volapié, a topacarnero
o al quiebro, que de ello no estoy seguro, un par de rehiletes de
fuego en el cerviguillo.
Tocaron a muerte, y armado de estoque y bandola se
presentó Lorenzo Pizí, vestido de morado y plata.
Encaminose a la galería del virrey, y después de
brindarle el toro con la frase «por vuecencia, su
ascendencia, descendencia y toda la noble concurrencia»,
tomó pie frente a las gradas y a seis varas del
pilancón que por ese lado tenía la monumental
fuente de la plaza.
Fray Pablo, que asistía a la lidia desde uno de los
andamios del portal de Botoneros, se puso a gritar
desaforadamente:
-¡Quítate de ahí, negro jovero, que no tienes
vuelo! Acuérdate de la lección y no me vayas a
dejar feo.
Pero Lorenzo Pizí no tuvo tiempo para atender
observaciones y cambiar de sitio; porque el gateado, que era
pegajoso y ligero de pies, se le vino al bulto, y después
del primer pase de muleta, sin dar espacio al matador para
franquear el pilancón y ponerse del lado del cuerno
tuerto, revolvió con la rapidez de su nombre y en los
pitones levantó ensartado el matachín.
Un grito espantoso, lanzado a la vez por quince mil bocas,
resonó en la plaza, sobresaliendo la voz del
mercedario.
-¡Zapateta! ¿No te lo dije, negro bruto? ¿No
te lo dije? -y terciándose la capa brincó del
andamio y a todo correr se dirigió al
pilancón.
El toro dejó sobre la arena al moribundo Pizí para
arrojarse sobre el intruso fraile, quien con mucho desparpajo se
quitó la capa blanca y se puso a sacarle suertes a la
navarra, a la verónica y a la criolla, hasta cansar al
bicho, dando así tiempo para que los chulos retirasen al
malaventurado torero.
Ante la gallardía con que fray Pablo burlaba a la fiera,
el pueblo no pudo dejar de sentirse arrebatado de entusiasmo, y
palmoteando lo lucido de las suertes, repetían
todos:
-¡Buena laya de fraile!
Viven aún personas que asistieron a la corrida y que dicen
no ha pisado el redondel capeador más eximio que fray
Pablo Negrón.
Muerto el Relámpago a traición, por los
desgarretadores y el puntillero Beque, pues ni Esteban Corujo,
que era el primer espada, tuvo coraje para estoquearlo, llevaron
a nuestro fraile preso al convento de la Merced.
Dicen que allí el comendador fray Mariano Durán
reunió en la sala capitular a todos los padres graves, y
que éstos, cirio en mano, trajeron a su escandaloso
compañero, al que el Superior aplicó unos cuantos
disciplinazos. Ítem, se le declaró suspenso de misa
y demás funciones sacerdotales y se le prohibió
salir del convento sin licencia de su prelado.
Fray Pablo se fastidiaba soberanamente del encierro en los
claustros y su salud empezó a decaer. Alarmados los
conventuales, consultaron médicos, y éstos
resolvieron que sin pérdida de minuto saliese de Lima el
enfermo.
Enviáronlo los buenos padres a tomar aires en la
Magdalena, pueblecito distante dos millas de la ciudad,
amonestándolo mucho para que no volviese a sacar suertes a
los toros.
Sermón perdido. Fray Pablo recobró la salud, como
por ensalmo, tan luego como pudo ir de visita a Orbea,
Matalechuzas y demás haciendas del valle y echar la capa
al primer bicho con astas. Al fin encontrose con la horma de su
zapato en un furioso berrendo que le dio tal testarada contra una
tapia, que le dejó para siempre desconcertado un brazo y,
por consiguiente, inutilizado para el capeo.
Verdad es que, como a los músicos viejos, le quedó
el compás y la afición, y su dictamen era
consultado en toda cuestión intrincada de tauromaquia. El
hombre era voto en la materia, y a haber vivido en tiempo de la
república práctica, creada por el presidente Don
Manuel Pardo -y cuyos democráticos frutos
saborearán nuestros choznos-, habría figurado
dignamente en una de las juntas consultivas que se inventaron;
verbigracia, en la de instrucción pública o en la
de demarcación territorial.