Cuando después de sofocar las turbulencias de Laycacota,
colgando de una horca al justicia mayor Salcedo, llegó a
Potosí el excelentísimo conde de Lemos, fue a
visitarlo, aunque no de los primeros, don Antonio López
Quiroga o Quirós, como lo apellida algún cronista.
El lector que quiera adquirir amplio conocimiento del personaje,
lea mi tradición titulada Después de Dios,
Quirós, y sabrá que los historiadores potosinos
están conformes en asegurar que la fortuna de este
caballero excedía de cien millones de pesos.
¡Vaya una bicoca
para hacer boca!
Al presentarse don Antonio de visita en la casa donde se
hospedaba el virrey, no lo hizo con las manos vacías, sino
llevando de regalo a su excelencia una copiosa vajilla de plata,
que representaba el valor de veinte mil duros.
¡Y que Dios no me depare a mí, pobre tradicionista y
perseguidor de polilla, un visitante de ese rumbo! ¡Si
cuando yo digo que el cielo comete unas injusticias que claman al
cielo!...
Su excelencia don Pedro Fernández de Castro, a pesar del
olor de santidad en que murió, porque comulgaba los
domingos y movía los fuelles del órgano en la
iglesia de los Desamparados, cuya fábrica dirigió y
costeó, y a pesar de lo mucho que los jesuitas del
Perú ensalzaron sus virtudes, era hombre avaro o que se
engolosinaba con la plata.
Trató con exquisita cordialidad al opulento minero, y no
dejó día sin invitarlo a comer, que en la mesa
nacen las intimidades, pasando horas y horas departiendo con
él en cháchara de confianza. Pero Quiroga, que era
un tanto avisado y socarrón, decía para su capa:
«¿A qué vendrán tantas
fiestas?»
Llegó el día en que su excelencia tuvo que
emprender viaje de regreso a Lima; y al despedirse del minero, le
dio estrechísimo abrazo, diciéndole:
-Sólo la amistad de vuesa merced me ha hecho grata la
residencia en Potosí; que mi cariño por vuesa
merced es de deudo y no de amigo.
-¿Y por dónde soy yo pariente de vuecelencia?
¿Por Adán o por Eva? ¿Por la sábana
de arriba o por la sábana de abajo? -preguntó don
Antonio con cierta sonrisita no exenta de malicia y
picardía.
-En la voluntad de vuela merced está nuestro parentesco
-contestó el virrey.- Sepa vuesa merced que la condesa mi
mujer está encinta, y que holgárame de verlo sacar
de pila al fruto de bendición.
-Sea enhorabuena, que por mí no ha de quedar, y honra
recibo en ello. Ya enviará mis poderes a un amigo
íntimo que en Lima tengo.
Y don Antonio López Quiroga añadió para su
capa: «¡Bendito sea Dios! ¡Y para lo que
habían sido tantas fiestas! ¡Ah mundo,
mundillo!»
Ocho días después, don Antonio despachaba para Lima
un correo, con pliegos rotulados a un negro, cocinero de los
frailes de San Francisco, quien vestía el hábito de
donado y disfrutaba en la ciudad gran reputación de santo.
Como que en la crónica conventual están apuntados
muchos de los milagros que hizo.
El tal López Quiroga, que era hombre de arrequives y gallo
de mucha estaca, encomendaba al negro cocinero que lo
representase como padrino en la ceremonia bautismal, y que
entregase a la pobre comadre cien mil pesos para pañales o
mantillas del mamón.