«Quien lo hereda no lo hurta», dice el refrán,
y a fe que a justificarlo bastaría la inmemorial costumbre
que, generación tras generación, han tenido los
muchachos de Lima de poner letreros en las paredes de las calles
y de pintar en ellas mamarrachos. Esa propensión a
ensuciar paredes la hemos adquirido los limeños con la
primera leche, y ya se sabe que lo que entra con el capillo,
sólo se va con el cerquillo.
Hasta que dejamos de ser colonia española, no había
en Lima casa en cuyo traspatio no se vieran pinturas de
churrigueresco pincel. Por lo regular se copiaba un cuadro
representando la prisión de Atahualpa, la
revolución de Almagro el Mozo, una jarana en Amancaes, el
auto de fe de Madama Castro, el paseo de Alcaldes, la
procesión de las quince andas o cualquier otra escena
histórica o popular. El artista (y perdón por el
dictado) retrataba en esos frescos los tipos más
ridículos y populares y la fisonomía de individuos
generalmente conocidos por tontos.
En los paseos públicos, en las alamedas de Acho y del
Callao, también veíanse idénticos cuadros.
Así, en la primera existió hasta 1830 uno
representando el mundo al revés, cuadro que, francamente,
no carecía de originalidad y gracia, según me han
dicho los viejos. Aparecían en él los escolares
azotando al dómine; la res desollando al carnicero; el
burro arreando al aguador; el reo ahorcando al juez; el escribano
huyendo del gatuperio: el usurero haciendo obras de caridad; el
moribundo bendiciendo al médico y la medicina, et sic de
cSteris.
Además, muchos pulperos hacían pintar en sus
esquinas un dragón, una sirena, un cupidillo desvergonzado
u otro personaje mitológico. Algunos, y eran los menos,
mandaban pintar un San Lorenzo sobre parrillas, un San
Sebastián asaeteado, un San Pedro crucificado boca abajo,
un San Cristóbal con el niño a cuestas o cualquier
otro santo de su devoción. Así varias calles
quedaron bautizadas con el nombre del adefesio pintado.
En las paredes campeaba Pasquino más que en Roma. Cada
pared contenía, a veces, más injurias contra el
prójimo que las que hogaño se regalan dos
gacetilleros cuando rompen pajita.«El oidor tal es un
borracho, el alcalde cual un pícaro y el corregidor ene un
ladrón», eran los motes que más
pululaban.
Ni las paredes de palacio estaban libres de Pasquino.
Cuéntase que al dejar el mando Amat, apareció en
uno de los corredores este pareado:
«¡Juh! ¡Juh! ¡Juh!
Ya se te acabó el Perú».
Añaden los maldicientes que el socarrón virrey
cogió un carboncillo y escribió debajo:
«¡Jih! ¡Jih! ¡Jih!
Cinco millones me llevó de aquí».
A veces era el sinapismo una décima o una redondilla, en
que a tal dama se agraciaba con las cuatro letras, y a cual
marido con título peor si cabe.
El pasquín era la válvula de que disponía el
pueblo para desfogar vapor.
Así lo reconocía el visitador Areche, según
se desprende de cierta filípica en que acusaba a los
frailes de Lima de mantener excesiva familiaridad con el pueblo,
familiaridad que alentaba a éste en su obra de
difamación.
En lo de garabatear paredes, a pesar de los bandos y demás
medidas de la autoridad, estamos hoy, ni más ni menos,
como en el siglo pasado. Un libro en folio mayor no
bastaría para copiar todas las lindezas que hay escritas
en los muros y asientos del palacio de la Exposición.
Recomiendo la empresa a los holgazanes.
En tiempo de elecciones, todo ciudadano de club se cree con
derecho para estampar en el blanco lienzo de pared su
profesión de fe política. No hay calle en la que
escrito con añil o carbón no se lea:
«¡Viva Fulano! -¡Muera Zutano!
-¡Perencejo o la muerte!- ¡Abajo los tales por
cuales!- A la horca los tales por cuales!» Por supuesto
que, variando nombre de candidatos, se repite cada cuatro
años el garabateo, con no chico enfado, de los
propietarios, obligados a hacer borrar inscripciones subversivas.
Antojósele no ha mucho a un chusco, en la víspera
de un día de rebujiña, pintar con almagre
crucecitas en las paredes, y los limeños pasamos durante
veinticuatro horas la pena negra, dando y cavando en que aquel
cementerio de cruces no podía significar sino el comienzo
de una Saint-Barthelemy. ¡Al diablo el chusco y los
hugonotes! Vamos con la tradición.
II
Creo haber contado en otra oportunidad, que Ramona Abascal era
tan linda como mimada y melindrosa. Dios me perdone la especie;
pero casi, casi me atrevería a jurar que fue ella la
primera hembra que trajo a Lima la moda de los ataques de nervios
y demás arrechuchos femeniles. La enfermedad era pegajosa,
y ha cundido que es un pasmo.
¿Reventaba un cohete? ¿Pasaban la tarasca, los
gigantes y papahuevos de la procesión del Corpus?
¿Chillaba un ratoncillo? Pues ya teníamos a
Ramonica con soponcio, y a su buen padre, el excelentísimo
señor virrey de estos reinos del Perú y Chile,
gritando como loco y corriendo tras la hoja de congona, el
frasquito de alcalinas o el agua de melisa.
¡Muy padrazo era el futuro marqués de la Concordia!
Por miedo a los nervios de la chica, prohibió que se
quemaran cohetes a inmediaciones de palacio y que saliesen
penitentes pidiendo para la cera de Nuestro Amo y Señor de
los Milagros.
A poco de la llegada de Abascal a Lima, salió una
mañanita, de las de aguinaldo del año de 1806, a
dar un paseo con su hija. Su excelencia y la niña iban de
trapillo. Paseaban de incógnito, como quien dice, ni
más ni menos que un honrado mercader de la ciudad con su
pimpollo.
Ramona quería conocer el arrabal de San Lázaro, y
en esa dirección la conducía el cariñoso y
noble anciano.
Al llegar a la esquina de las Campanas, la niña
comenzó a temblar como azogada, exhaló un grito
agudo y ¡pataleta al canto!, cayó sobre el santo
suelo. Acudió el pulpero, y con ayuda de los
transeúntes transportaron a la doncellica a una casa
vecina.
¿Qué causa había producido tamaño
efecto en la delicada niña? Para adivinarla no tuvo
Abascal más que fijarse en el figurón pintado en la
esquina.
Representaba éste a un hombre en la actitud de embozarse
en la capa, la cual se componía de un almácigo de
cuernos superpuestos. En el sombrero del mamarracho leíase
esta inscripción: De esta capa, nadie escapa.
Abascal, que en otra ocasión no habría parado
mientes en lo inmoral de la alegoría, ni leído la
complementaria inscripción, halló que aquello era
abominable e indigno.
Cuando regresó con su hija a palacio, mandó llamar
al alcalde del Cabildo y le indicó la conveniencia de
hacer borrar ese y otros figurones indecentes que afeaban las
calles. Avínose el cabildante, no sin manifestar recelo de
que a los vecinos disgustase la providencia, e inmediatamente
comunicó la orden del caso al maestro de obras o primer
albañil de la ciudad.
El pulpero protestó enérgicamente, tan
enérgicamente como un diputado dual contra las balotas
negras. Dijo que el mandato de la autoridad era abusivo y contra
ley, y atentatorio a un derecho adquirido y consentido; que le
acarreaba lesión enormísima, pues de tiempo
inmemorial era conocido su establecimiento con el nombre de
pulpería de los cachos, y que al suprimirse el emblema no
tendrían los nuevos parroquianos señal fija para
acudir a su mostrador, lo que redundaba en daño suyo y
provecho del pulpero del frente. Citó en su apoyo una ley
de Partida, una real cédula y un breve pontificio, que el
hombre era un tanto leguleyo y hablistán.
-Pues yo soy mandado para borrar el muñeco y no para
oír alegatos. Eso allá a los estrados de la Real
Audiencia -dijo el maestre de obras.
-¡Córcholis! -exclamó el pulpero-. Iré
hasta el mismo rey con la queja, y puede que vaya usted a
presidio, de por vida, como instrumento de injusticias.
-¡Cómo!... ¿Me viene usted a mí con
valecuatro? ¡Recórcholis! -contestó amoscado
el albañil.- Aunque se queje al Padre Santo de Roma, a
borrar soy venido y borro. ¡Manos a la obra,
muchachos!
Y los oficiales de albañil eliminaron en un dos por tres
el grotesco figurón. El hombre de la capa
desapareció de la esquina de las Campanas; pero ni Abascal
ni los albañiles alcanzaron a borrar de la memoria del
pueblo la consabida frasecilla: De esta capa, nadie escapa.