Confieso que, entre las muchas tradiciones que he sacado a luz,
ninguna me ha puesto en mayores atrenzos que la que hoy traslado
al papel. La tinta se me vuelve borra entre los puntos de la
pluma, tanto es de espinoso y delicado el argumento. Pero a Roma
por todo, y quiera un buen numen sacarme airoso de la empresa, y
que alcance a cubrir con un velo de decoro, siquier no sea muy
tupido, este mi verídico relato de un suceso que fue en
Lima más sonado que las narices.
I
Doña Verónica Aristizábal, no embargante sus
treinta y cinco pascuas floridas, era, por los años de
1688, lo que en toda tierra de herejes y cristianos se llama una
buena moza. Jamón mejor conservado, ni en Westfalia.
Viuda del conde de Puntos Suspensivos -que es un título
como otro cualquiera, pues el real no se me antoja ponerlo en
letras de molde-, habíala éste, al morir, nombrado
tutora de sus dos hijos, de los cuales el mayor contaba a la
sazón cinco años. La fortuna del conde era lo que
se dice señora fortuna, y consistía, amén de
la casa solariega y valiosas propiedades urbanas, en dos
magníficas haciendas situadas en uno de los
fertilísimos valles próximos a esta ciudad de los
reyes. Y perdóname, lector, que altere nombres y que no
determine el lugar de la acción, pues, al hacerlo, te
pondría los puntos sobre las íes, y acaso tu
malicia te haría sin muchos tropezones señalar con
el dedo a los descendientes de la condesa de Puntos Suspensivos,
como hemos convenido en llamar a la interesante viuda. En materia
de guardar un secreto, soy canciller del sello de la
puridad.
Luego que pasaron los primeros meses de luto y que hubo llenado
fórmulas de etiqueta social, abandonó
Verónica la casa de Lima, y fue con baúles y
petacas a establecerse en una de las haciendas. Para que el
lector se forme concepto de la importancia del feudo
rústico, nos bastará consignar que el número
de esclavos llegaba a mil doscientos.
Había entre ellos un robusto y agraciado mulato, de
veinticuatro años, a quien el difunto conde había
sacado de pila y, en su calidad de ahijado, tratado siempre con
especial cariño y distinción. A la edad de trece
años, Pantaleón, que tal era su nombre, fue
traído a Lima por el padrino, quien lo dedicó a
aprender el empirismo rutinero que en esos tiempos se llamaba
ciencia médica, y de que tan cabal idea nos ha legado el
Quevedo limeño Juan de Caviedes en su graciosísimo
Diente del Parnaso. Quizá Pantaleón, pues fue
contemporáneo de Caviedes, es uno de los tipos que campean
en el libro de nuestro original y cáustico poeta.
Cuando el conde consideró que su ahijado sabía ya
lo suficiente para enmendarle una receta al mismo
Hipócrates, lo volvió a la hacienda con el empleo
de médico y boticario, asignándole cuarto fuera del
galpón habitado por los demás esclavos,
autorizándolo para vestir decentemente y a la moda, y
permitiéndole que ocupara asiento en la mesa donde
comían el mayordomo o administrador, gallego burdo como un
alcornoque, el primer caporal, que era otro ídem fundido
en el mismo molde, y el capellán, rechoncho fraile
mercedario y con más cerviguillo que un berrendo de
Bujama. Éstos, aunque no sin murmurar por bajo, tuvieron
que aceptar por comensal al flamante dotor; y en breve, ya fuese
por la utilidad de servicios que éste les prestara
librándolos en más de un atracón, o porque
se les hizo simpático por la agudeza de su ingenio y
distinción de modales, ello es que el capellán,
mayordomo y caporal no podían pasar sin la sociedad del
esclavo, a quien trataban como a íntimo amigo y de igual a
igual.
Por entonces llegó mi señora la condesa a
establecerse en la hacienda, y aparte del capellán y los
dos gallegos, que eran los empleados más caracterizados
del fundo, admitió en su tertulia nocturna al esclavo, que
para ella, aparte el título de ahijado y protegido de su
difunto, tenía la recomendación de ser el D.
Preciso para aplicar un sedativo contra la jaqueca, o administrar
una pócima en cualquiera de los achaques a que es tan
propensa nuestra flaca naturaleza.
Pero Pantaleón, no sólo gozaba del prestigio que da
la ciencia, sino que su cortesanía, su juventud y su
vigorosa belleza física formaban contraste con la
vulgaridad y aspecto del mercedario y los gallegos.
Verónica era mujer, y con eso está dicho que su
imaginación debía dar mayores proporciones al
contraste. El ocio y aislamiento de vida en una hacienda, los
nervios siempre impresionables en las hijas de Eva, la confianza
que para calmarlos se tiene en el agua de melisa, sobre todo si
el médico que la propina es joven, buen mozo e
inteligente, la frecuencia e intimidad del trato y...
¡qué sé yo!..., hicieron que a la condesa le
clavara el pícaro de Cupido un acerado dardo en mitad del
corazón. Y como cuando el diablo no tiene que hacer, mata
moscas con el rabo, y en levas de amor no hay tallas,
sucedió... lo que ustedes sin ser brujos ya habrán
adivinado. Con razón dice una copla:
«Pocos eclipses el sol
y mil la luna padece;
que son al desliz más prontas
que los hombres las mujeres».
II
Lector: un cigarrillo o un palillo para los dientes, y hablemos
de historia colonial.
El señor don Melchor de Liñán y Cisneros
entró en Lima, con el carácter de arzobispo, en
febrero de 1678; pero teniendo el terreno tan bien preparado en
la corte de Madrid que, cinco meses después, Carlos II,
destituyendo al conde de Castellar, nombraba a su
ilustrísima virrey del Perú; y entre otras
mercedes, concediole más tarde el título que el
arzobispo transfirió a uno de sus hermanos.
Sus armas eran las de los Liñán: escudo bandado de
oro y gules.
El virrey conde de Castellar entregó bien provistas las
reales cajas, y el virrey arzobispo se cuidó de no
incurrir en la nota de derrochador. Sino de riqueza, puede
afirmarse que no fue de penuria la situación del
país bajo el gobierno de Liñán y Cisneros,
quien, hablando de la Hacienda, decía muy espiritualmente
que era preciso guardarla de los muchos que la guardaban, y
defenderla de los muchos que la defendían.
Desgraciadamente, lo soberbio de su carácter y la mezquina
rivalidad que abrigara contra su antecesor, hostilizándolo
indignamente en el juicio de residencia, amenguan ante la
historia el nombre del virrey arzobispo.
Bajo esta administración fue cuando los vecinos de Lima
enviaron barrillas de oro para el chapín de la reina,
nombre que se daba al obsequio que hacían los pueblos al
monarca cuando éste contraía matrimonio: era,
digámoslo así, el regalo de boda que
ofrecían los vasallos.
Los brasileños se apoderaron de una parte del territorio
fronterizo a Buenos Aires, y su ilustrísima envió
con presteza tropas que, bajo el mando del maestre de campo don
José de Garro, gobernador del río de la Plata, los
desalojaron después de reñidísima batalla.
La paz de Utrecht vino a poner término a la guerra,
obteniendo Portugal ventajosas concesiones de
España.
Los filibusteros Juan Guarín (Warlen) y Bartolomé
Chearps, apoyados por los indios del Darién, entraron por
el mar del Sur, hicieron en Panamá algunas presas de
importancia, como la del navío Trinidad, saquearon los
puertos de Barbacoas, Ilo y Coquimbo, incendiaron la Serena, y el
9 de febrero de 1681 desembarcaron en Arica. Gaspar de Oviedo,
alférez real y justicia mayor de la provincia, se puso a
la cabeza del pueblo, y después de ocho horas de
encarnizado combate, los piratas tuvieron que acogerse a sus
naves, dejando entre los muertos al capitán Guarín
y once prisioneros. Liñán de Cisneros equipó
precipitadamente en el Callao dos buques, los artilló con
treinta piezas y confinó su mando al general Pantoja; y
aunque es verdad que nuestra escuadra no dio caza a los piratas,
sus maniobras influyeron para que éstos, desmoralizados ya
con el desastre de Arica, abandonasen nuestros mares. En cuanto a
los once prisioneros, fueron ajusticiados en la Plaza mayor de
Lima.
Fue esta época de grandes cuestiones religiosas. Las
competencias de frailes y jesuitas en las misiones de Mojos,
Carabaya y Amazonas; un tumultuoso capítulo de las monjas
de Santa Catalina, en Quito, muchas de las cuales abandonaron la
clausura, y la cuestión del obispo Mollinedo en los
canónigos del Cuzco, por puntos de disciplina,
darían campo para escribir largamente. Pero la
conmoción más grave fue la de los franciscanos de
Lima, que el 23 de diciembre de 1680, a las once de la noche,
pusieron fuego a la celda del comisario general de la Orden fray
Marcos Terán.
Bajo el gobierno de Liñán de Cisneros,
vigésimo primo virrey del Perú, se recibieron en
Lima los primeros ejemplares de la Recopilación de leyes
de India, impresión hecha en Madrid en 1680; se
prohibió la fabricación de aguardientes que no
fuesen de los conchos puros del vino, y se fundó el
conventillo de Santa Rosa de Viterbo para beatas
franciscanas.
III
El mayor monstruo los celos, es el título de una famosa
comedia del teatro antiguo español, y a fe que el poeta
anduvo acertadísimo en el mote.
Un año después de establecida la condesa en la
hacienda, hizo salir de un convento de monjas de Lima a una
esclavita, de quince a diez y seis abriles, fresca como un
sorbete, traviesa como un duende, alegre como una misa de
aguinaldo y con un par de ojos negros, tan negros que
parecían hechos de tinieblas. Era la predilecta, la
engreída de Verónica. Antes de enviarla al
monasterio para que perfeccionase su educación aprendiendo
labores de aguja y demás cosas en que son tan duchas las
buenas madres, su ama la había pagado maestros de
música y baile; y la muchacha aprovechó tan bien
las lecciones que no había en Lima más diestra
tañedora de arpa, ni timbre de voz más puro y
flexible para cantar la bella Aminta y el pastor feliz, ni pies
más ágiles para trenzar una sajuriana, ni cintura
más cenceña y revolucionaria para bailar un
bailecito de la tierra.
Describir la belleza de Gertrudis sería para mí
obra de romanos. Pálido sería el retrato que
emprendiera yo hacer de la mulata, y basta que el lector se
imagine uno de esos tipos de azúcar refinada y canela de
Ceylán, que hicieron decir al licencioso ciego de la
Merced, en una copla que yo me guardaré de reproducir con
exactitud:
«Canela y azúcar fue
la bendita Magdalena...
quien no ha querido a una china
no ha querido cosa buena».
La llegada de Gertrudis a la hacienda despertó en el
capellán y el médico todo el apetito que inspira
una golosina. Su reverencia frailuna dio en padecer de
distracciones cuando abría su libro de horas; y el
médico boticario se preocupó con la mocita a
extremo tal que, en cierta ocasión, administró a
uno de sus enfermos jalapa en vez de goma arábiga, y en un
tumbo de dado estuvo que lo despachase sin postillón al
país de las calaveras.
Alguien ha dicho (y por si nadie ha pensado en decir tal
paparrucha, direla yo) que un rival tiene ojos de telescopio para
descubrir, no digo un cometa crinito, sino una pulga en el cielo
de sus amores. Así se explica que el capellán no
tardase en comprender y adquirir pruebas de que entre
Pantaleón y Gertrudis existían lo que, en
política, llamaba uno de nuestros prohombres connivencias
criminales. El despechado rival pensó entonces en
vengarse, y fue a la condesa con el chisme, alegando
hipócritamente que era un escándalo y un
faltamiento a tan honrada casa que dos esclavos anduviesen
entretenidos en picardihuelas que la moral y la religión
condenan. ¡Bobería! No se fundieron campanas para
asustarse del repique.
Probable es que si el mercedario hubiera podido sospechar que
Verónica había hecho de su esclavo algo más
que un médico, se habría abstenido de acusarlo. La
condesa tuvo la bastante fuerza de voluntad para dominarse, dio
las gracias al capellán por el cristiano aviso, y dijo
sencillamente que ella sabría poner orden en su
casa.
Retirado el fraile, Verónica se encerró en su
dormitorio para dar expansión a la tormenta que se
desarrollaba en su alma. Ella, que se había dignado
descender del pedestal de su orgullo y preocupaciones para
levantar hasta su altura a un miserable esclavo, no podía
perdonar al que traidoramente la engañaba.
Una hora después, Verónica, afectando serenidad de
espíritu, se dirigió al trapiche e hizo llamar al
médico. Pantaleón se presentó en el acto,
creyendo que se trataba de asistir a algún enfermo. La
condesa, con el tono severo de un juez, lo interrogó sobre
las relaciones que mantenía con Gertrudis, y exasperada
por la tenaz negativa del amante, ordenó a los negros que,
atándolo a una argolla de hierro, lo flagelasen
cruelmente. Después de media hora de suplicio,
Pantaleón estaba casi exánime. La condesa hizo
suspender el castigo y volvió a interrogarlo. La
víctima no retrocedió en su negativa: y más
irritada que antes, la condesa lo amenazó con hacerlo
arrojar en una paila de miel hirviendo.
La energía del infortunado Pantaleón no se
desmintió ante la feroz amenaza, y abandonando el aire
respetuoso con que hasta ese instante había contestado a
las preguntas de su ama, dijo:
-Hazlo, Verónica, y dentro de un año, tal un
día como hoy, a las cinco de la tarde, te cito ante el
tribunal de Dios.
-¡Insolente! -gritó furiosa la condesa, cruzando con
su chicotillo el rostro del infeliz-. ¡A la paila! ¡A
la paila con él!
¡Horror!
Y el horrible mandato quedó cumplido en el instante.
IV
La condesa fue llevada a sus habitaciones en completo estado de
delirio. Corrían los meses, el mal se agravaba, y la
ciencia se declaró vencida. La furiosa loca gritaba en sus
tremendos ataques:
-¡Estoy emplazada!
Y así llegó la mañana del día en que
expiraba el fatal plazo, y ¡admirable fenómeno!, la
condesa amaneció sin delirio. El nuevo capellán que
había reemplazado al mercedario fue llamado por ella y la
oyó en confesión, perdonándola en nombre de
Aquel que es todo misericordia.
El sacerdote dio a Gertrudis su carta de libertad y una suma de
dinero que la obsequiaba su ama. La pobre mulata, cuya fatal
belleza fue la causa de la tragedia, partió una hora
después para Lima, y tomó el hábito de
donada en el monasterio de las clarisas.
Verónica pasó tranquila el resto del
día.
El reloj de la hacienda dio la primera campanada de las cinco. Al
oirla, la loca saltó de su lecho, gritando: