De cómo le dieron al diablo una paliza y lo metieron en la
cárcel
Tradicional es que cuando en el siglo pasado principió a
explotarse la riqueza mineral del Cerro de Pasco, afluyó
al asiento gran número de aventureros, entre los que se
hallaba el diablo nada menos. Dice la tradición que el
demonio fue allí por lana y salió trasquilado,
porque se encontró con la horma de su zapato, esto es, con
gente que sabía más que él y que le puso las
peras a cuarto. Añaden las viejas que el Uñas
largas guarda desde entonces tirria y murria por el Cerro de
Pasco.
Cumple a mi honradez de cronista declarar que poco o nada hay de
mi cosecha en la conseja que va a leerse, y que ella no es
más que un relato popular. Agregaré también
que anda muy lejos de mi propósito herir delicadeza
alguna, y que si hay prójimo a quien el cuentecito haga
cosquillas, lo dé por no escrito y san se acabó;
que yo soy moro de paz y no quiero camorra con nadie, y menos con
los que le metieron el resuello al mismo diablo. Ni juego ni doy
barato, que no soy más que humilde ropavejero de
romances.
I
Por los años de 17..., declarose en boya el hasta entonces
casi desconocido mineral de Pasco, y no fue poca la gente que con
títeres y petacas se domiciliara en él.
Como Potosí en sus días de esplendor, pronto
convirtiose Pasco en lugar donde todos los vicios se dieron cita.
El vino, las mozas de partido y el juego constituyeron la
existencia de los mineros.
Dueños de las minas más poderosas eran tres
hermanos, mozos de vaina abierta, quienes por razones que me
callo llamaremos los Izquietas. Influyentes en la
población por su generosidad y llaneza para con todos,
así como por su gran fortuna y relaciones de familia, cada
uno de ellos era también el prototipo de un vicio.
Juan Izquieta, que chupaba más que esponja, jamás
hizo ascos a un pellejo de mosto ni encontró bebedor que
lo derrotase. «A mala cama, colchón de vino»,
era su máxima favorita.
Pedro Izquieta, en punto a libertinaje podía dar tres
tantos y la salida al mismo Don Juan Tenorio.
Antonio Izquieta era el jugador más bravo y afortunado del
mineral, no pareciendo sino que traía magnetizados a los
cubículos.
Entre la multitud de aventureros llamaba la atención un
Don Lesmes Pirindín, mancebo cuya buena suerte en el
juego, desparpajo para con las hijas de Eva y serenidad para
vaciar botellas, empezaron a hacer sombra en la fama y nombre de
los Izquietas.
¡Luena lesna era Don Lesmes!
Los Izquietas rehuyeron entrar en competencia con Don Lesmes;
pero éste tomó a capricho atravesárseles en
su camino.
A Pedro Izquieta le dio una noche con la puerta en los hocicos
una muchacha rabisalsera y muy llena de dengues y perendengues,
tras de la que él andaba bebiendo los vientos. A la muy
bribona se le había entrado Don Lesmes por el ojo derecho;
que la verdad sea dicha, era el mozo como unas perlas, garboso,
decidor y pendenciero. Izquieta se consoló del desaire
cantando:
«Yo sembré un perejilar
y se me volvió culantro,
que hay mujeres muy capaces
de pegarle un palo a un santo».
Juan Izquieta se puso con Pirindín a copa va y copa viene
de un vinillo de pulso, y el hasta entonces invencible bebedor
cayó beodo debajo de la mesa, lo mismo que un lord
inglés.
En cuanto a Antonio Izquieta, Don Lesmes lo desvalijó en
un par de horas de una suma morrocotuda; y por primera vez en su
vida tuvo que retirarse sin blanca del tapete, mohíno y
mal pergeñado.
Los Izquietas estaban derrotados en toda la línea como
unos peleles. Su popularidad vino por tierra y no se hablaba
más que de Pirindín.
Lo de siempre: «cedacito nuevo, tres días en
estaca».
Nada más voltario que la popularidad. Reniego de
ella.
II
Los tres hermanos pasaron varios días sin que se les viera
la estampa en la calle. Sentíanse humillados en su
orgullo, y tanto platicaron entre ellos y dieron tales vueltas y
tornas al lance, que llegaron a esta disyuntiva:
O Don Lesmes tiene pacto con el diablo, o es Satanás en
persona.
Y mientras más saliva gastaban y más se devanaban
los sesos, más se arraigaba en ellos esta
convicción.
Entonces decidieron entablar nueva lucha, y aunque no eran leales
las armas de que iban a valerse, acá en mi fuero interno
les encuentro disculpa. ¿No ha sido siempre el diablo un
tramposo de cuenta? Pues a fullero, fullero y medio,
¡qué canario!
Entrada la noche, encaminose Pirindín a casa de la querida
de Pedro Izquieta, que como hemos dicho era mujer de poco tono y
mucho escándalo. Iba muy sí señor y muy en
ello a pisar el umbral, cuando de improviso y como mordido de
víbora dio un brinco hasta la pared del frente.
Había tropezado en el quicio de la puerta con una ramita
de olivo, bendecida por el cura el Domingo de Ramos. La cosa no
era para menos que para dar un salto como el de Alvarado en
Méjico.
La muchacha se picó con el desaire, y puesta en jarras,
porque era hembra de mucho reconcomio y pujavante, empezó
a apostrofar al galán. Éste, que no se
mordía la lengua, la dijo el sol por salir y le
cantó la cartilla, y aun me cuentan (yo me lavo las manos)
que la llamó por las cuatro letras. Al escándalo
que se armó asomaron las vecinas; y un mocosuelo, que
pasaba por hijo del sacristán de la parroquia, se puso a
cantar con mucha desvergüenza y a repicar con unas
piedrecitas:
«Calabazas y pepinos,
para los niños zangolotinos.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!
Calabazas y melones,
para los hombres bobalicones.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!
Corrido Don Lesmes abandonó el terreno, tosiendo gordo y
refunfuñando, y en dos zancajadas colose en el primer
garito que encontró al paso.
Allí lo esperaba Antonio Izquieta, y suponemos que al
encontrarse con él murmuraría Don Lesmes:
«¡Vamos, hoy todas son desgracias!».
Al cabo de un rato se amarró partido entre ambos. Cada vez
que Pirindín tiraba los dados, hacía Antonio la
cruz por debajo de la mesa y nuestro aventurero echaba ases o
cuadras. Pasaban las muelas de Santa Apolonia a manos de
Izquieta, quien haciendo con la izquierda una cruz bajo el
tapete, aflojaba senas o quinas que era un primor. Rojo de
berrinche y mesándose las barbas estaba el perdidoso,
mientras su adversario le decía con aire
zumbón:
-Vuesa merced lo ha querido. ¿Quién lo metió
a habérselas con los Izquietas? Guárdese vuesa
merced para cigarros esa última onza que le queda.
Decididamente la fortuna se le había vuelto suegra a don
Lesmes, y ya se sabe que suegra ni de caramelo.
Como las emociones del juego despiertan la sed, entrose
Pirindín a la taberna de la esquina, y pidió al
pulpero una botella, no sé si de catalán o
Cariñena. «Vino puro y ajo crudo -dice el
refrán- hacen al hombre agudo».
Pero hasta en ese sitio perseguía a nuestro pobre diablo
la desdicha; porque mientras el pulpero traía lo pedido,
sentósele al lado Juan Izquieta y brindole una copita de
Manzanilla, en la cual había vertido antes una gotita de
óleo sagrado. Como lo valiente no quita lo cortés,
apuró la copa Don Lesmes e hízole el propio efecto
de un vomitivo, y salió dando traspiés, con la
bilis sublevada y la cabeza como una devanadera, echando sapos y
culebras por la boca.
Acertó a pasar la ronda, y hallándose con borracho
tan impertinente y escandaloso, sobre si dijo pares o dijo nones,
dispuso el alcalde que los alguaciles lo amarrasen codo con codo
y lo llevasen a la cárcel a dormir la mona. Él se
resistió como un energúmeno; pero unos cuantos
garrotazos lo hicieron cabrestiar e ir a chirona.
Cuando al día siguiente lo pusieron en libertad,
reflexionó Pirindín, como hombre de mundo y de buen
cacumen, que desprestigiado como estaba no podía continuar
viviendo en el Cerro de Paseo sin hacer papel ridículo y
exponerse a la general rechifla y a que hasta los muchachos se le
subiesen a las barbas.
Resuelto, pues, a irse con sus petates a otra parte, dirigiose a
la acequia de la cárcel, rompió la escarcha, lavose
cara y brazos con agua helada, pasose los dedos a guisa de peine
por la enmarañada guedeja, lanzó un regüeldo
que por el olor a azufre se sintió en todo Pasco y veinte
leguas a la redonda, y paso entre paso, cojitabundo y maltrecho,
llegó al sitio denominado Uliachi.
Si vas, lector, de paseo al Cerro de Pasco, cuando el ferrocarril
sea realidad y no proyecto, pregunta a cualquiera cuál es
la peña sobre la que estuvo parado el diablo, y no dudo
que hallarás un complaciente indígena que te la
haga conocer.
La tradición añade que en Uliachi volvió el
diablo la cara hacia el pueblo y pronunció el siguiente
speech, maldición, apóstrofe o lo que sea:
-¡Tierra ingrata! No eres digna de mí. Verdad que
tampoco te hago falta, porque llevas en tu seno tres pecados
capitales y ya vendrán los restantes. ¡Abur!
¡Hasta nunca! (Alguien me ha contando que como el diablo no
puedo decir ¡adiós! es invención suya la
palabra ¡abur! con que muchos acostumbran despedirse.
Así, tengan ustedes por sospechoso al que les diga
¡abur!, y por lo que potest, échenle una rociada de
agua bendita. ¡Abur! ¡Abur! ¡Te dejo berrueco,
joroba y sarna que rascar..., porque te dejo a los Izquietas!