Después de la batalla de Ayacucho había en el
Perú gente que no daba el brazo a torcer, y que
todavía abrigaba la esperanza de que el rey Fernando VII
mandase de la metrópoli un ejército para someter a
la obediencia a sus rebeldes vasallos. La obstinación de
Rodil en el Callao y la resistencia de Quintanilla en
Chiloé daban vigor a esta loca creencia del círculo
godo; y aun desaparecidos de la escena estos empecinados jefes,
hubo en Bolivia a fines de 1828 un cura Salvatierra y un don
Francisco Javier de Aguilera que alzaron bandera por su majestad.
Verdad es que dejaron los dientes en la tajada.
Lo positivo es que entre los republicanos nuevos y monarquistas
añejos había una de no entenderse y cada cual
tiraba de la manta a riesgo de hacerla girones. No sin
razón decía un propietario de aquellos tiempos:
«La madre patria me ha quitado dinero y alhajas, y el padre
rey ganados y granos. No me queda más que el pellejo:
¿quién lo quiere?».
Existe en el campo de batalla de Ayacucho una choza o casuca
habitada por Sucre el día de la acción. Pocas horas
después de alcanzada la victoria, uno de los ayudantes del
general puso en la pared esta inscripción:
9 DE DICIEMBRE DE 1824
POSTRER DÍA DEL DESPOTISMO
Una semana más tarde se alojaba en la misma choza la
marquesita de Mozobamba del Pozo, peruana muy goda, y
añadía estas palabras:
Y PRIMERO DE LO MISMO
En el Cuzco, último baluarte del virrey Laserna,
había un partido compacto, aunque diminuto, por la causa
de España. Componíanlo veinte o treinta familias de
sangre azul como el añil, que no podían conformarse
con que la República hubiera venido a hacer tabla rasa de
pergaminos y privilegios. Y tan cierto es que la política
colonial supo poner raya divisoria entre conquistadores y
conquistados, que para probarlo me bastará citar el bando
que en 17 de julio de 1706 hizo promulgar la Real Audiencia
disponiendo que ningún indio mestizo, ni hombre alguno que
no fuera español, pudiese traficar, tener tienda, ni
vender géneros por las calles, por no ser decente que se
ladeasen con los peninsulares que tenían ese ejercicio,
debiendo los primeros ocuparse sólo de oficios
mecánicos.
Mientras los patriotas usaban capas de colores obscuros, los
recalcitrantes realistas adoptaron capas de paño grana; y
sus mujeres, dejando para las insurgentes el uso de perlas y
brillantes, se dieron a lucir zarcillos o aretes de oro.
Con tal motivo cantaban los patriotas en los bailes populares
esta redondilla:
«¡Tanta capa colorada
y tanto zarcillo de oro!...
Si fuera la vaca honrada
caernos no tuviera el toro».
A la sazón dirigiose al Cuzco el Libertador
Bolívar, donde el 26 de Junio de 1825 fue recibido con
gran pompa, por entre arcos triunfales y pisando alfombras de
flores. Veintinueve días permaneció don
Simón en la ciudad de los Incas, veintinueve días
de bailes, banquetes y fiestas. Para conmemorar la visita de tan
ilustre huésped se acuñaron medallas de oro, plata
y cobre con el busto del Padre y Libertador de esta patria
peruana, tan asendereada después.
Bolívar estaba entonces en la plenitud de su gloria, y he
aquí el retrato que de él nos ha legado un
concienzudo historiador, y que yo tengo la llaneza de
copiar.
«Era el Libertador delgado, y de algo menos que regular
estatura. Vestía bien, y su aire era franco y militar: Era
muy fuerte y atrevido jinete. Aunque sus maneras eran buenas y
sin afectación, a primera vista no predisponía
mucho en su favor. Sus ojos, negros y penetrantes; pero al hablar
no miraba de frente. Nariz bien formada, frente alta y ancha y
barba afilada. La expresión de su semblante, cautelosa,
triste y algunas veces de fiereza. Su carácter, viciado
por la adulación, arrogante, caprichoso y con ligera
propensión al insulto. Muy apasionado del bello sexo; pero
extremadamente celoso. Tenía gran afición a valsar
y era muy ligero; pero bailaba sin gracia. No fumaba ni
permitía fumar en su presencia. Nunca se presentaba en
público sin gran comitiva y aparato y era celoso de las
formas de etiqueta. Su actividad era maravillosa, y en su casa
vivía siempre leyendo, dictando o hablando. Su lectura
favorita era de libros franceses, y de allí vienen los
galicismos de su estilo. Hablando bien y fácilmente, le
gustaba mucho pronunciar discursos y brindis. Daba grandes
convites; pero era muy parco en beber y comer. Muy desinteresado
del dinero, era insaciablemente ávido de
gloria».
El mariscal Miller, que trató con intimidad a
Bolívar, y Loronte y Vicuña Mackenna, que no
alcanzaron a conocerlo, dicen que la voz del Libertador era
gruesa y áspera. Podría citar el testimonio de
muchísimos próceres de la independencia que
aún viven, y que sostienen que la voz del vencedor de
España era delgada, y que tenía inflexiones que a
veces la asemejaban a un chillido, sobre todo cuando estaba
molesto.
El viajero Laffond dice: «Los signos más
característicos de Bolívar eran un orgullo muy
marcado, lo que presentaba un gran contraste con no mirar de
frente sino a los muy inferiores. El tono que empleaba con sus
generales era extremadamente altanero, sin embargo que sus
maneras eran distinguidas y revelaban haber recibido muy buena
educación. Aunque su lenguaje fuese algunas veces grosero,
esa grosería era afectada, pues la empleaba para darse un
aire más militar».
Casi igual retrato hace el general Don Jerónimo Espejo,
quien en un interesantísimo libro, publicado en Buenos
Aires en 1873, sobre la entrevista de Guayaquil, refiere, para
dar idea de la vanidad de Bolívar, que en uno de los
banquetes que se efectuaron entonces dijo el futuro Libertador:
«Brindo, señores, por los dos hombres más
grandes de la América del Sur, el general San
Martín y Yo». Francamente, nos parece sospechoso el
brindis, y perdone el venerable general Espejo que lo sujetemos a
cuarentena. Bolívar pudo ser todo, menos tonto de
capirote.
Otro escritor, pintando la arrogancia de Bolívar y su
propensión a humillar a los que lo rodeaban, dice que una
noche entró el Libertador, acompañado de
Monteagudo, en un salón de baile, y que, al quitarse el
sombrero, lo pasó para que éste se lo recibiera. El
altivo Monteagudo se hizo el remolón, y volviendo la cara
hacia el grupo de acompañantes, gritó: «Un
criado que reciba el sombrero de su excelencia».
En cuanto al retrato que de Bolívar hace Pruvonena lo
juzgamos desautorizado y fruto del capricho y de la enemistad
política y personal.
II
Pasadas las primeras y más estrepitosas fiestas, quiso
Bolívar examinar si los cuzqueños estaban contentos
con sus autoridades; y a cuantos lo visitaban pedía
informes sobre el carácter, conducta e ideas
políticas de los hombres que desempeñaban
algún cargo importante.
Como era natural, recibía informes contradictorios. Para
unos, tal empleado era patriota, honrado e inteligente; y el
mismo, para otros, era godo, pícaro y bruto.
Sin embargo, hubo un animal presupuestívoro (léase
empleado) de quien nemine discrepante todos, grandes y chicos, se
hacían lenguas para recomendarlo al Libertador.
Maravillado Bolívar de encontrar tal uniformidad de
opiniones, llegó a menear la cabeza murmurando entre
dientes:
-¡La pim... pinela! No puede ser.
Y luego alzando la voz, preguntaba:
-¿Juega?
-Ni a las tabas ni a la brisca, excelentísimo
señor:
-¿Bebe?
-Agua pura, excelentísimo señor.
-¿Enamora?
-Es marido ejemplar, excelentísimo señor.
-¿Roba?
-Ni el tiempo, excelentísimo señor.
-¿Blasfema?
-Cristiano viejo es, señor excelentísimo, y cumple
por cuaresma con el precepto.
-¿Usa capa colorada?
-Más azul que el cielo, excelentísimo
señor.
-¿Es rico?
-Heredó unos terrenos y una casa y, ayudado con el
sueldecito, pasa la vida a tragos, excelentísimo
señor.
Aburrido Bolívar ponía fin al interrogatorio,
lanzando su favorita y ya histórica
interjección.
Cuando se despedía el visitante, dirigíase el
general a su secretario Don Felipe Santiago Estenós.
-¿Qué dice usted de esto, doctorcito?
-Señor, que no puede ser -contestaba el hábil
secretario-. Un hombre de quien nadie habla mal es más
santo que los que hay en los altares.
-¡No -insistía Don Simón-, pues yo no
descanso hasta tropezar con alguien que ponga a ese hombre como
nuevo!
Y su excelencia llamaba a otro vecino, y vuelta al diálogo
y a oír las mismas respuestas, y torna a despedir al
informante y a proferir la interjección consabida.
Así llegó el 25 de julio, víspera del
día señalado por Bolívar para continuar su
viaje triunfal hasta Potosí, y las autoridades y empleados
andaban temerosos de una poda o reforma que diese por resultado
traslaciones y cesantías.
A media noche salió el Libertador de su cuarto, con un
abultado libro forrado en pergamino, y gritando como un
loco:
-¡Estenós! ¡Estenós! Ya saltó la
liebre.
-¿Qué liebre, mi general? -preguntó alelado
el buen Don Felipe Santiago.
-Lea usted lo que dice aquí este fraile, al que declaro
desde hoy más sabio que Salomón y los siete de la
Grecia. ¡Boliviano había de ser!
-añadió con cierta burlona fatuidad.
Estenós tomó el libro. Era la Crónica
Agustina, escrita en la primera mitad del siglo XVII por fray
Antonio de la Calancha, natural de Chuquisaca.
El secretario leyó en el infolio: No es el más
infeliz el que no tiene amigos, sino el que no tiene enemigos;
porque eso prueba que no tiene honra que le murmuren, valor que
le teman, riqueza que codicien, bienes que le esperen, ni nada
bueno que le envidien.
Y de una plumada quedó nuestro hombre destituido de su
empleo; pues Don Simón formuló el siguiente
raciocinio:
«O ese individuo es un intrigante contemporizador, que
está bien con el diablo y con la corte celestial, o un
memo a quien todos manejan a su antojo. En cualquiera de los dos
casos no sirve para el servicio, como dice la
ordenanza».
En cuanto a los demás empleados, desde el prefecto al
portero, no hizo el Libertador alteración alguna.
¿Tuvo razón Bolívar?
Tengo para mí que el agustino Calancha... no era fraile de
manga ancha.