Esto de hacer, política, como dicen los periodistas
gali-parlantes, es cosa rancia en nuestro Perú, mal que
nos pese a los hijos de la República que aspiramos al
monopolio de las rimbombancias.
En tiempo del coloniaje hacían política los
seriotes oidores de la Real Audiencia, como quien dijera los
ministros de Estado; y ora amarraban al virrey y lo empaquetaban
hecho un fardo, como sucedió con Don Blasco
Núñez de Vela, o lo chismeaban con la corona, como
pasó con el conde de Castellar y otros, hasta alcanzar su
destitución o relevo; y aun éste logrado, le
ajustaban las clavijas en el juicio de residencia.
La Real Audiencia, desde los tiempos de Amat hasta los de
Pezuela, se componía de un regente, ocho oidores, cuatro
alcaldes de corte y dos fiscales.
Hacían política los obispos y su cabildo para
dominar al virrey en las cuestiones de ceremonial y patronato, y
los frailes para obtener la preponderancia de su convento sobre
los otros, y las monjas para elegir abadesa a que ni el diocesano
ni el representante de la corona tuviese pero que poner.
Y hacían política los cabildantes por el mismo
motivo que hoy, y los doctores de la real y pontificia
Universidad para acrecentar el prestigio del capelo verde o del
capelo morado, y los comerciantes para contrabandear a sus
anchas, y hasta el pacífico pueblo por darse aires de
importancia, mezclándose en lo que no le va ni le viene
conveniencia.
Por supuesto que el virrey también le sacaba púa al
trompo, y hacía política como cualquier
presidentillo republicano a quien el Congreso manda leyes a
granel, y él les va plantando un cúmplase
tamañazo, y luego las tira bajo un mueble, sin hacer
más caso de ellas que del zancarrón de
Mahoma.
A la gran distancia en que nos hallábamos de la
metrópoli no era posible exigir que el soberano y su
Consejo de Indias acertaran en todas sus disposiciones para el
mejor gobierno de estos pueblos. Así, venían a
veces algunas reales cédulas de todo punto disparatadas, o
cuyo cumplimiento podía acarrear serias perturbaciones y
armar un tiberio de mil demonios. Pues el excelentísimo
señor virrey tenía su manera de apearse muy
bonitamente, y era ésta:
Después de dar cuenta de la cédula en el Real
Acuerdo, poníase sobre sus puntales, cogía el papel
o pergamino que la contenía, lo besaba si en antojo le
venía, y luego, elevándolo a la altura de la
cabeza, decía con voz robusta: Acato y no cumplo.
Escribíase después a España haciendo
respetuosamente las observaciones del caso, aunque en muchas
circunstancias ni siquiera se llenó este expediente y se
consideró la real cédula como letra muerta o papel
para hacer pajaritas.
Aquello de acato y no cumplo es fórmula que hace cavilar,
no digo a un papanatas como yo, sino a un teólogo
casuista. En teoría, nuestros presidentes no hacen uso de
la formulilla; pero lo que es en la práctica la siguen con
mucho desparpajo. Véase lo que pueden el mal precedente y
el espíritu de imitación.
A esas reales cédulas acatadas y no cumplidas fue a lo que
los limeños llamaron hostias sin consagrar,
expresión que, francamente, me parece
felicísima.
II
Gobernando Amat, virrey que, como hasta las ratas lo afirman,
tuvo uñas de gato despensero, llegó una real
cédula poniendo trabas al abuso de los corregidores que
comerciaban con los indios, vendiéndoles artículos
por el quíntuplo de sur precio efectivo.
A promulgarse en el acto la real cédula, iban a sufrir las
autoridades refractarias a la moral y al deber pérdidas
macuquinas, peligro del que podían salvar si el virrey se
allanaba a retardar por pocos meses la ejecución del mando
regio. Era preciso ganar tiempo para que cada prójimo
acabase de vender su pacotilla.
Pero eso de hacer la ella gorda a los corregidores gratis et
amore, no le hacía pizca de gracia a su excelencia.
Amat no quiso parecerse al sastre del Campillo, que cosía
de balde y además ponía el hilo; pues el bendito
señor virrey no puso mano en cosa de la que no sacara
opima cosecha de relucientes peluconas. Y no me digan que
calumnio y difamo a tan elevado personaje; pues sin ocurrir a
otros testimonios respetables, citaré únicamente lo
que sobre este punto escribe el señor general Mendiburu en
su magnífico Diccionario Histórico: «En el
juicio de residencia de Amat hubo numerosas reclamaciones que se
cortaron transigiendo a fuerza de dinero. Para hacer estos gastos
dio poder a Don Antonio Gomendio, previniéndole no le diese
la pesadumbre de comunicarle detalles fastidiosos. Mucha riqueza
era preciso poseer para dar tal autorización, y mucho
convencimiento de que las quejas estaban revestidas de justicia y
no convenía se depurasen en el terreno
judicial».
Por lo visto, su excelencia pensaba que la gala del nadador
está en saber guardar la ropa.
El corregidor de Andahuailas, Don Jacinto Camargo, era uno de los
peor librados con la inmediata publicación de la real
cédula. Camargo había obligado a todos los indios
de su jurisdicción a que le comprasen, al precio de tres
pesos cada uno, rosarios de cuentas azules, como amuleto para las
paperas, coto y demás enfermedades de garganta. Dejando
aparte otras granjerías que tuvo este bribón con
los pobres indios, fue de pública voz y fama que
sólo en la venta de rosarios (que en Lima valían
dos reales) se ganó la friolera de veinte mil duros.
Hablando de estas gangas de los corregidores, cuenta el mariscal
Miller en sus Memorias que un comerciante a quien se le
habían ahuesado dos cajones conteniendo anteojos o
espejuelos, se arregló con la autoridad, y ésta
obligó a los indios a presentarse en misa provistos de un
par de antiparras.
Íntimo camarada del supradicho corregidor de Andahuailas
era don Martín de Martiarena, favorito del virrey y el
instrumento de que, según general creencia, se
valía para sus inmorales especulaciones y tráfico
mercantil del poder.
Don Martín sacó copia de la real cédula y la
envió a Camargo con esta lacónica y significativa
carta:
Compadre y amigo: Ahí va esa píldora. Dórela
usted si puede, que sí podrá. Duerma usted sin
cuidado, que la hostia quedará sin consagrar todo el
tiempo que preciso sea. Dénos Dios Nuestro Señor
salud y vida, y reciba un abrazo de su afectísimo.
-MARTÍN DE MARTIARENA.
III
Mucho sabe la zorra; pero más sabe el que la toma.
Que la píldora se doró (y bien dorada) es punto que
no admite ni asomo de duda; porque la consabida real
cédula permaneció durante cinco meses en la
categoría de hostia sin consagrar, siendo notorio de toda
notoriedad, como dice un amigo, que
«En las felices regiones
donde pasó este suceso,
abundaba mucho el queso...
y mucho más los ratones».