Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un
buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos
y facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que
representaba muy poco más de veinte años. Era
irlandés, hijo de pobres labradores y, según su
biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de
su vida conduciendo haces de leña para la cocina del
castillo de Dungán, residencia de la condesa de Bective,
hasta que un su tío, padre jesuita de un convento de
Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó
medianamente, y viéndolo decidido por el comercio
más que por el santo hábito, lo envió a
América con una pacotilla.
Ño Ambrosio el inglés, como llamaban las
limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de
cintas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le
producirían nunca para hacer caldo gordo, resolvió
pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un
médico irlandés muy relacionado en Santiago que con
el carácter de ingeniero delineador lo empleasen en la
construcción de albergues o casitas para abrigo de los
correos que al través de la cordillera conducían la
correspondencia entre Chile y Buenos Aires.
Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando
acaeció una formidable invasión de los araucanos, y
para rechazarla organizó el capitán general, entre
otras fuerzas, una compañía de voluntarios
extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante
ingeniero. La campaña le dio honra y provecho; y
sucesivamente el rey le confirió los grados de
capitán de dragones, teniente coronel, coronel y
brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo
invistió con el carácter de presidente de la
Audiencia, gobernador y capitán general del reino de
Chile.
Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras
tradiciones nos permite historiar los diez años del
memorable gobierno de Don Ambrosio O'Higgins. La fortaleza del
Barón en Valparaíso y multitud de obras
públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.
Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los
araucanos, el monarca le nombró marqués de Osorno,
lo ascendió a teniente general y lo trasladó al
Perú como virrey, en reemplazo del bailío D.
Francisco Gil y Lemus de Toledo y Villamarín, caballero
profeso del orden de San Juan, comendador del Puente Orvigo y
teniente general de la real armada.
En 5 de junio de 1796 se encargó O'Higgins del mando. Bajo
su breve gobierno se empedraron las calles y concluyeron las
torres de la catedral de Lima, se creó la sociedad de
Beneficencia y se establecieron fábricas de tejidos. La
portada, alameda y camino carretero del Callao fueron
también obra de su administración.
En su época se incorporó al Perú la
intendencia de Puno, que había estado sujeto al virreinato
de Buenos Aires, y fue separado Chile de la jurisdicción
del virreinato del Perú.
La alianza que por el tratado de San Ildefonso, después de
la campaña del Rosellón, celebró con Francia
el ministro Don Manuel Godoy, duque de Acudia y príncipe de
la Paz, trajo como consecuencia la guerra entre España e
Inglaterra. O'Higgins envió a la corona siete millones de
pesos con los que el Perú contribuyó, más
que a las necesidades de la guerra, al lujo de los cortesanos y a
los placeres de Godoy y de su real manceba María
Luisa.
Rápida, pero fructuosa en bienes, fue la
administración de O'Higgins, a quien llamaban en Lima el
virrey inglés. Falleció el 18 de marzo de 1800, y
fue enterrado en las bóvedas de la iglesia de San
Pedro.
II
Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins
entró a ejercer el mando. Según el censo mandado
formar por el virrey bailío Gil y Lemus, contaba la ciudad
en el recinto de sus murallas 52.627 habitantes, y para tan
reducida población excedía de mil el número
de carruajes particulares que con ricos arneses y soberbios
troncos se ostentaban en la alameda. Tal exceso de lujo basta a
revelarnos que la Moralidad social no podía rayar muy
alto.
Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se
multiplicaban, y para remediarlos juzgó oportuno su
excelencia promulgar bandos, previniendo que sería
aposentado en la cárcel todo el que después de las
diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comisiones
de ronda. Las compañías de encapados o agentes de
policía, establecidas por el virrey Amat, recibieron
aumento y mejora en el personal con el nombramiento de capitanes,
que recayó en personas notables.
Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas y los
desórdenes no disminuían. Precisamente los
jóvenes de la nobleza colonial hacían gala de ser
los primeros infractores. El pueblo tomaba ejemplo en ellos y
viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal,
llamó un día a los cinco capitanes de las
compañías de encapados.
-Tengo noticia, señores -les dijo-, que ustedes llevan a
la cárcel sólo a los pobres diablos que no tienen
padrino que los valga; pero que cuando se trata de uno de los
marquesitos o condesitos que andan escandalizando el vecindario
con escalamientos, serenatas, estocadas y jolgorios, vienen las
contemporizaciones y se hacen ustedes de la vista gorda. Yo
quiero que la justicia no tenga dos pesos y dos medidas, sino que
sea igual para grandes y chicos. Ténganlo ustedes
así por entendido, y después de las diez de la
noche... ¡a la cárcel todo Cristo!
Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del
refrán popular a la cárcel todo Cristo. Cuentan que
en un pueblecito de Andalucía se sacó una
procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron
vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una
pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de
Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que
no tenía aguachirle en las venas y que olvidando la
mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a
relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en
el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada
limpia, hasta que apareciéndose el alcalde dijo;
«¡A la cárcel todo Cristo!».
Probablemente Don Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento
cuando, al sermonear a los capitanes, terminó la
reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.
Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la
manera como se obedecían sus prescripciones.
Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena
tiniebla, embozose el virrey en su capa y salió de
palacio.
A poco de andar tropezó con una ronda; mas
reconociéndolo el capitán lo dejó seguir
tranquilamente, murmurando:
-¡Vamos, ya pareció aquello! También su
excelencia anda de galanteo y por eso no quiere que los
demás tengan un arreglillo y se diviertan. Está
visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el
testamento del moqueguano.
Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Moquegua un
ricacho nombrado Don Cristóbal Cugate, a quien su mujer,
que era de la piel del diablo, hizo pasar la pena negra. Estando
el infeliz en las postrimerías, pensó que era
imposible comiese pan en el mundo hombre de genio tan manso como
el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo
que él había soportado, le habría aplicado
diez palizas a su conjunta.
-Es preciso que haya quien me vengue -díjose el moribundo;
y haciendo venir un escribano, dictó su testamento,
dejando a aquella arpía por heredera de su fortuna, con la
condición de que había de contraer segundas nupcias
antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no
verificarlo así era su voluntad que pasase la herencia a
un hospital.
«Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar
pronto reemplazo al difunto -decían los moqueguanos-,
¡qué gangas de testamento!». Y el dicho
pasó a refrán.
Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le
dieron buenas noches, y le preguntaron si quería ser
acompañado, y se derritieron en cortesías, y le
dejaron libre el paso.
Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba
ya a dormir, cuando le dio en la cara la luz del farolillo de la
quinta ronda, cuyo capitán era Don Juan Pedro
Lostaunau.
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Soy yo, Don Juan Pedro, el virrey.
-No conozco al virrey en la calle después de las diez de
la noche. ¡Al centro el vagabundo!
-Pero, señor capitán...
-¡Nada! El bando es bando y ¡a la cárcel todo
Cristo!
Al siguiente día quedaron destituidos de sus empleos los
cuatro capitanes que por respeto no habían arrestado al
virrey; y los que los reemplazaron fueron bastante
enérgicos para no andarse en contemplaciones, poniendo, en
breve, término a los desórdenes.
El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la
cárcel de la Pescadería, como cualquier
pelafustán, todo un Don Ambrosio O'Higgins, marqués
de Osorno, barón de Bellenari, teniente general de los
reales ejércitos y trigésimo sexto virrey del
Perú por su majestad Don Carlos IV.