Yo no sé, lector, si conoces una de mis leyendas
tradicionales titulada Pepe Bandos, en la cual procuré
pintar el carácter, enérgico hasta rayar en
arbitrario, del virrey don José de Armendáriz,
marqués de Castelfuerte. Hoy, como complemento de
aquélla, se me antoja referirte uno de los arranques de su
excelencia, arranque que me dejé olvidado en el
tintero.
I
Don Álvaro de Santiponce, maestro de todas las artes y
aprendiz de cosa ninguna, era por los años de 1731 un
joven hidalgo andaluz, avecindado en Lima, buen mozo y gran
trapisondista. Frecuentador de garitos y rondador de ventanas,
tenía el genio tan vivo que, a la menor
contradicción, echaba mano por el estoque y armaba una de
mil diablos. De sus medios de fortuna podía decirse
aquello de presunción y pobreza todo en una pieza, y
aplicarle, sin temor de incurrir en calumnia, la
redondilla:
«Del hidalgo montañés
don Pascual Pérez Quiñones,
eran las camisas nones
y no llegaban a tres».
Con motivo de la reciente ejecución de Antequera, la
ciudad estaba amagada de turbulencias, y el virrey había
hecho publicar bando para que después de las diez de la
noche no anduviesen los vecinos por las calles; y a fin de que su
ordenanza no fuese letra muerta, multiplicó las rondas, y
aun él mismo salía a veces al frente de una a
recorrer la ciudad.
Nuestro andaluz no era hombre de sacrificar un galanteo a la
obediencia del bando, y una noche pillolo la ronda departiendo de
amor al pie de una reja.
-¡Hola, hola, caballerito, dese usted preso! -le dijo el
jefe de la ronda.
-¡Un demonio! -contestó Santiponce, y desenvainando
el fierro empezó a repartir estocadas, hiriendo a un
alguacil y logrando abrirse paso.
Corría el hidalgo, tras él los ministriles, hasta
que, dos o tres calles adelante, viendo abierta la puerta de una
casa, colose en ella, y sin aflojar el paso penetró en el
salón.
Hallábase la familia de gran tertulia, celebrando el
cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro hidalgo
vino con su presencia a aguar la fiesta.
La señora de la casa era una aristocrática
limeña, llamada doña Margarita de ***, muy pagada
de lo azul de su sangre, como descendiente de uno de los
caballeros de espuela dorada ennoblecidos por la reina
doña Juana la Loca por haber acompañado a Pizarro
en la conquista. La engreída limeña era esposa de
uno de los más ricos hacendados del país que, si
bien no era de acuartelada nobleza, tenía en alta estima
los pergaminos de su mujer.
Impúsola el hidalgo de la cuita en que se hallaba,
pidiéndola mil perdones por haber turbado el sarao, y la
señora lo condujo al interior de la casa.
Entraba en las quijotescas costumbres de la época y como
rezago del feudalismo el no negar asilo ni al mayor criminal, y
los aristócratas tenían a orgullo comprometer la
negra honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad
del domicilio. Había en Lima casas que se llamaban de
cadena y en las cuales, según una real cédula, no
podía penetrar la justicia sin previo permiso del
dueño, y aun esto en casos determinados y después
de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra historia colonial
está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes
civil y eclesiástico y aun entre los gobiernos y los
particulares. Hoy, a Dios gracias, hemos dado de mano a esas
antiguallas, y al pie del altar mayor se le echa la zarpa encima
al prójimo que se descantilla; y aunque en la
Constitución reza escrito no sé qué
artículo o paparrucha sobre inviolabilidad del hogar
doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto caso de la
prohibición legal como de los mostachos del gigante
Culiculiambro. Yaquí, pues la ocasión es calva, voy
a aprovechar la oportunidad para referir el origen de un
refrancito republicano.
Cierto presidente de cuyo nombre me acuerdo, pero no se me antoja
apuntarlo, veía un conspirador en todos los que no
éramos partidarios de su política, y daba gran
trajín a la autoridad de policía,
encargándola de echar guante y hundir en un calabozo a los
oposicionistas.
Media noche era por filo cuando un agente de la prefectura con un
cardumen de ministriles, escalando paredes, se sopló de
rondón en una casa donde recelábase que estuviera
escondido un demagogo de cuenta. Asustose la familia, que estaba
ya en brazos do Morfeo, ante tan repentina irrupción de
vándalos, y el dueño de casa, hombre incapaz de
meterse en barullos de política, pidió al seide que
le enseñara la orden escrita, y firmada por autoridad
competente, que lo facultara para allanar su domicilio.
-¡Qué orden ni qué niño muerto!
-contestó el agente-. Aquí no hay más Dios
que Mahoma, y yo que soy su profeta.
-Pues sin orden no le permito a usted que atropelle mi
casa.
-¡Qué chocheces! No parece usted peruano. ¡Ea,
muchachos, a registrar la casa!
-Las garantías individuales amparadas por la
Constitución...
El esbirro no dejó continuar su discurso al leguleyo
ciudadano, porque lo interrumpió exclamando:
-¿Constitución, y a estas horas? Que lo amarren al
señor.
Y no hubo tu tía, y desde esa noche nació el
refrancito con que el buen sentido popular expresa lo
inútil que es protestar contra las arbitrariedades, a que
tan inclinados son los que tienen un cachito de poder.
La casa de doña Margarita era conocida por casa de cadena,
y así lo comprobaban los gruesos eslabones de la que se
extendía a la entrada del zaguán. Había en
la casa un sótano o escondite, cuya entrada era un secreto
para todo el mundo, menos para la señora y una de sus
criadas de confianza, y bien podía echarse abajo el
edificio sin que se descubriese el misterioso
rincón.
El jefe de la ronda dio su espada en la puerta de la calle a un
alguacil; y así desarmado llegó al salón, y
con muy corteses palabras reclamó la persona del
delincuente.
Doña Margarita se subió de tono; contestó al
representante de la autoridad que ella no era de la raza de Judas
para entregar a quien se había puesto bajo la salvaguardia
de su nobleza, y que así se lo dijese a Pepe Bandos, que
en cuanto a ella se le daba una higa de sus rabietas.
Y como cuando la mujer da rienda a la sin hueso, echa y echa
palabras y no se agotan éstas como si brotaran de un
manantial, trató al pobre guardián del orden de
corchete y esbirro vil, y a su excelencia de perro y excomulgado,
aludiendo a la carga de caballería dada contra los frailes
de San Francisco el día de la ejecución de
Antequera.
Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. El de la ronda
soportó impasible la andanada, retirose mohíno y,
después de rodear la calle de alguaciles, encaminose a
palacio, hizo despertar al virrey, y lo informó, de canto
a canto y sin omitir letra, de lo que acontecía, y de
cómo la noble señora había puesto de oro y
azul, dejándolo para agarrado con tenacillas, el respeto
debido al que en estos reinos del Perú aspiraba a ser
mirado como la persona misma de su majestad don Felipe V.
II
Conocido el carácter del de Castelfuerte, es de suponer
que se le subió la mostaza a las narices. En el primer
momento estuvo tentado de saltar por sobre la cadena y los
privilegios, aprehender a la insolente limeña, y con sus pergaminos nobiliarios encerrarla en la cochera, que así se llamaba un cuarto de la cárcel
de corte destinado para arresto de mujeres de vida airada.
Pero, calmándose un tanto, reflexionó que
haría mal en extremarse con una hija de Eva, y que su
proceder sería estimado como indigno de un caballero.
«Aindamáis, pensó, la mujer esgrime la
lengua, arma ofensiva y defensiva que la dio naturaleza; pero
cuando la mujer tiene editor responsable, lo más llano es
irse derecho a éste y entenderse de hombre a
hombre».
Y, pensado y hecho, llamó a un oficial y enviolo a las
volandas donde el marido de doña Margarita, que se
encontraba en la hacienda a pocas leguas de Lima, con una carta
en la que, después de informarle de los sucesos,
concluía diciéndole:
«Tiempo es, señor mío, de saber quién
lleva en su casa los gregüescos. Si es vuesa merced, me lo
probará poniendo en manos de la justicia, antes de doce
horas, al que se ha amparado de faldas; y si es la irrespetuosa
compañera que le dio la Iglesia, dígamelo en
paridad para ajustar mi conducta a su respuesta.
»Dé Dios nuestro Señor a vuesa merced la
entereza de fundar buen gobierno en su casa, que bien lo ha
menester, y no me quiera mal por el deseo.- El marqués de
Castelfuerte».
A la burlona y amenazadora carta del virrey, contestó el
marido muy lacónicamente:
«Duéleme, señor marqués, el desagrado
de que me habla; y en él interviniera, si la carta de
vuecencia no encerrara más de agravio a mi honra y persona
que de amor a los fueros de la justicia. Haga vuecencia lo que su
buen consejo y prudencia le dicten, que en ello no habré
enojo; advirtiendo que el marido que ama y respeta a su
compañera de tálamo y madre de sus hijos, deja a
ésta por entero el gobierno del hogar, en el resguardo de
que no ha de desdecir de lo que debe a su fama y nombre.
»Guarde Dios los días de vuecencia, para bien de
estos pueblos y major servicio de su majestad.- Carlos de
***».
Como se ve, las dos epístolas eran dos cantáridas,
chispeantes de ironía.
Al recibir Armendáriz la contestación de don Carlos
lo mandó traer preso a Lima.
-¡Y bien, señor mío! -le dijo el virrey-.
Conmigo no hay chancharras mancharras. Doce horas de piano le
acordé para que entregase al reo. ¿En qué
quedamos? ¿Han de ser mangas o tijeretas?
-Será lo que plazca a vuecencia, que aunque me acordara un
siglo no haría yo fuerza a mi mujer para que entregue al que sufre persecuciones por la justicia.
-¡Que no!... -exclamó furioso el marqués-.
Pues esta misma noche va usted con títeres y petacas
desterrado a Valdivia; que ¡por mi santo patrón el
de las azucenas! no ha de decirse de mí que un maridillo
linajudo me puso la ceniza en la frente. ¡Bonito hogar es
el de vuesa merced, en donde canta la gallina y no cacarea el
gallo!
Pero como en palacio las paredes se vuelven oídos,
súpose en el acto por todo Lima que en la fragata
María de los Ángeles, lista para zarpar esa noche
del Callao, iba a ser embarcado el opulento don Carlos.
Doña Margarita cogió el manto y, acompañada
de dueña, rodrigón y paje, salió a poner la
ciudad en movimiento. El arzobispo y varios canónigos,
oidores, cabildantes y caballeros titulados fueron a palacio para
pretender que el marqués cejase en lo relativo al
destierro; pero su excelencia, después de dar
órdenes al capitán de su escolta, se había
encerando a dormir, previniendo al mayordomo que, aunque ardiese
Troya, nadie osara despertarlo.
Cuando al otro día asistió el virrey al acuerdo de
la Real Audiencia, ya la María de los Ángeles
había desaparecido del horizonte. Uno dedos oidores se
atrevió a insinuarse, y el marqués le
contestó:
-Que doña Margarita entregue al delincuente, y
volverá de Valdivia su marido.
Pero doña Margarita era de un temple de alma como ya no se
usa. Amaba mucho a su esposo; mas creía envilecerlo y
envilecerse accediendo a la exigencia del marqués.
En punto a tenacidad, dama y virrey iban de potencia a
potencia.
III
Y pasaron años.
Y doña Margarita enviaba por resmas cartas y memoriales a
la corte de Madrid, y se gastaba un dineral en misas, cirios y
lámparas, para que los santos hiciesen el milagro de que
Felipe V le echase una filípica a su representante.
Y en estas y las otras, don Carlos murió en el
destierro.
Y Armendáriz regresó a España en 1730, donde
fue agraciado con el toisón de oro.
Bajo el gobierno de su sucesor, el marqués de
Villagarcía, salió don Álvaro de Santiponce
a respirar el aire libre; y para quitar a la justicia la
tentación de ocuparse de su persona, se embarcó sin
perder minuto para una de las posesiones portuguesas.
El marqués de Castelfuerte se disculpaba de este abuso de
autoridad, diciendo: «Cometilo para que los maridos
aprendan a no permitir a sus mujeres desacatos contra la justicia
y los que la administran; pero dudo que aproveche el ejemplo;
pues por más que se diga en contrario, los hijos de
Adán seremos siempre unos bragazas, y ellas
llevarán la voz de mando y harán de nosotros cera y
pábilo».