Hasta los primeros tiempos de la República, nada
preocupaba tanto los ánimos en la sociedad limeña
como el acto de elección de prelado o abadesa de un
convento. La influencia teocrática pesaba demasiado sobre
los americanos, pues no había familia que no contase entre
sus miembros por lo menos un par de frailes y otras tantas
monjas.
Más que los mismos conventuales, inmediatamente
interesados en la elección, se agitaban los partidos en
las casas de la ciudad, y se recurría a todo género
de intrigas y cohecho para ganar capítulo. Llenas
están las crónicas de escandalosas escenas
eleccionarias, y mucha tinta habríamos de gastar si nos
propusiéramos historiar los capítulos más
reñidos. Someramente hemos dado noticia de algunos en
varias de nuestras tradiciones.
Pero el capitulo o elección de provincial agustino, en
1669, merece que le consagremos artículo especial; porque
no sólo fue religiosa, sino altamente política y
social su importancia. Para historiarlo hemos procurado beber en
buenas fuentes y consultado un curioso manuscrito de aquellos
tiempos.
Grande era el prestigio que dos frailes hermanos tenían en
la buena sociedad limeña y en los claustros agustinos. Los
padres Diego y Jerónimo de Urrutia habían nacido en
Lima y pertenecían a familia de las más ilustres y
ricas del país. Al pronunciar los votos monásticos,
trajeron al tesoro de la comunidad cincuenta mil pesos en moneda
sellada y una valiosa, hacienda situada en el fértil valle
de Bocanegra.
El menor de ellos, fray Jerónimo, hizo un viaje a Roma,
donde el papa Alejandro VII le acordó por escrito varias
distinciones y prerrogativas. Estuvo después en Madrid, y
obtuvo de Felipe IV algunas merecedes y una carta de
recomendación para el virrey del Perú, conde de
Santisteban.
Llegado a Lima con tan prestigiosos elementos, organizó un
partido para hacer elegir provincial a su hermano Diego. Los
frailes españoles, que no querían dejarse quitar el
mando, tomaron por candidato al padre Tovar, natural de Galicia.
Los limeños, partidarios entusiastas de los Urrutias,
bautizaron a aquéllos con el apodo de los zapatones, y
éstos en despique llamaron a sus contrarios los
mazamorreros. Aunque el conde de Santisteban protegía a
los Urrutias, el triunfo de éstos parecía dudoso,
pues los sacerdotes americanos y portugueses con derecho eran
veintiséis y los españoles veintinueve. Ambos
bandos veían en la lucha una cuestión de honra
nacional y no economizaban oro ni influencias y ardides para
alcanzar el triunfo. No había en Lima quien no estuviese
interesado en pro de un bando. El capítulo fue
reñidísimo; pero al fin, por mayoría de un
voto, triunfó el limeño fray Diego de
Urrutia.
Los criollos o peruleros vieron con orgullo y celebraron con
grandes fiestas la victoria. Y había razón, porque
hasta entonces el pandero había estado siempre en manos de
los españoles. Esta elección ganada era un pasito
que, a lo somorgujo, dábamos los peruanos en el camino de
la independencia.
Durante el período del padre Urrutia llegó nuevo
virrey, que lo fue Don Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos,
gran amigo do los jesuitas, quien por ciertas faltillas y
desacatos puso preso en el Callao a Pérez de
Guzmán, gobernador de Panamá. Fray Jerónimo
de Urrutia que, cuando pasó por el istmo en su viaje a
Europa, había sido muy agasajado por éste, fue a
visitarlo en la prisión, y hallándolo escaso de
recursos, lo obsequió cuatro mil pesos.
Súpolo el virrey, y desde ese momento tomó ojeriza
por los Urrutias, quienes confiados en la popularidad de que
gozaban en Lima, y más que todo en el número de
frailes con que habían sabido reforzar el partido criollo,
maldita la importancia que daban al enojo del mandatario.
Llegó el año de 1669, en que debía
celebrarse nuevo capítulo, y los Urrutias presentaron por
candidato a un sacerdote de su parcialidad. El triunfo era para
ellos seguro; pues contaban con cuarenta y cuatro votos de
barreta, como hoy se dice, contra quince que proclamaban al padre
Tovar, doce que apoyaban al padre Ulloa y nuevo partidarios del
padre Lagunilla. Esta anarquía del partido español
era también una, garantía de triunfo para los
criollos.
El virrey, que era paisano y muy amigo de Lagunilla, se
entendió con los adeptos de Tovar, consiguiendo por medio
de manejos en que intervinieron los jesuitas que aquéllos
desistieran.
En cuanto al padre Bartolomé de Ulloa, fue más
fácil tarea la de hacerlo abandonar su pretensión.
Pesaba sobre él una acusación de la que aunque
resultara absuelto y penados sus acusadores, algo quedaba en la
conciencia pública; pues, como dice el refrán, el
sartenazo si no duele tizna. He aquí la acusación.
Siendo el padre Ulloa prior del convento del Cuzco, sus enemigos
sorprendieron en su celda a una mozuela, a la que, según
diz que resultó del proceso, habían pagado para que
se prestase a tamaño escándalo.
El sagaz virrey acabó de convencer a los de estas
parcialidades, ofreciéndoles cargos en el Definitorio, y
añadió:
-Padres míos, sigamos en este empeño hasta el
último suspiro, si es preciso; porque si no nos unimos los
españoles, estos peruleros quedarán para siempre
encima como el aceite.
Aun así, como se ve, el partido español no
reunía sino treinta y seis votos contra cuarenta y cuatro
del partido criollo o de los Urrutias. Éstos
disponían además del Definitorio, llamado por la
constitución agustina a calificar los religiosos con
derecho a voto; y asegurábase que era punto acordado el
privar de sufragio, por motivo más o menos fundado, a tres
de los del partido español.
Llegó el 29 de julio, y el virrey, de acuerdo con la
Audiencia, pasó oficio a fray Diego de Urrutia para que
inmediatamente tocase a capítulo. Respondió
éste que no era ello posible porque aun el Definitorio no
había hecho las calificaciones. Insistió el virrey,
obstinose Urrutia, y su excelencia cortó por lo sano,
dirigiéndose con buena escolta y dos calesas con las
cortinillas corridas al convento de San Agustín.
Llegado el conde de Lemos a la portería, llamó a
fray Diego y a cuatro sacerdotes de los más influyentes en
el partido criollo, y sin atender a razones, protestas ni
latinos, los enjauló en las calesas y los mandó al
Callao.
Entrose luego su excelencia, acompañado de los oidores de
la Real Audiencia, a la, sala capitular e intimó a los
frailes que procediesen a la elección. Los soldados, que
ocupaban los claustros, rechiflaban y aun amenazaban a los
mazamorreros; y exaltándose los ánimos en la
discusión, mandó el virrey venir otro
vehículo y empaquetó en él con destino al
Callao a dos de los padres definidores, que anduvieron un tanto
insolentes en la defensa de sus prerrogativas.
Uno de ellos, el padre Matos, portugués y gran persona en
el partido criollo, le dijo a otro fraile del bando
contrario:
-Mire vuesa paternidad que no es cierto lo que dice.
Enfureciose ante tal mentís el español y le
respondió en estos términos:
-Mire cómo habla el padre presentado y tenga maneras, que
está delante del Real Acuerdo.
A lo que el padre Matos contestó:
-Pues fable la real verdad del Real Acuerdo, que menos lo respeta
quien miente que quien arguye la falsedad.
Y dicho esto, abandonó la sala, dejando al mismo virrey
pasmado de la audacia.
Desde las cuatro de la tarde hasta las cinco de la mañana
permanecieron en San Agustín el virrey y los oidores para
lograr aquietar los ánimos y que hubiera
elección.
Obligado a votar el padre Jerónimo de Urrutia bajo pena de
excomunión, hízolo, después de firmar una
enérgica protesta, arrojando en la ánfora un
puñado de fréjoles, acto de despecho que el virrey
disimuló, por aquello de que al jugador perdido se le
permite siempre que haga un cochino y aun que rompa la
baraja.
Las calles inmediatas al convento estaban invadidas por el pueblo
y por la tropa. No sólo hombres sino señoras de
distinción se encontraban allí, aplaudiendo los
españoles la energía del virrey y renegando de ella
los criollos. La exaltación de los partidos llegó a
punto de tener que intervenir los soldados para evitar que un
grupo de urrutistas les rompiese el bautismo a dos adeptos del
padre Lagunilla.
Por fin, a las cinco de la mañana, las campanas echadas a
vuelo anunciaron a los buenos vecinos de la ciudad de los reyes
el triunfo del padre fray Francisco Loyola Lagunilla.
Oigamos sobre este famoso capítulo la opinión del
padre Juan Teodoro Vázquez, cronista agustino, cuyo
excelente libro permanece inédito en la sección de
manuscritos de la Biblioteca de Lima: «Como se logró
el triunfo por medios violentos y con la ruina de los Urrutias,
bien emparentados y queridos en la República, no fue
celebrada esta elección con los júbilos de
costumbre. Afortunadamente el padre Lagunilla con su gran
literatura, observancia, prendas de mando y discreción,
llegó a hacerse querer, y a que nadie pensara que
entró como ladrón por las bardas en el redil, sino
como buen pastor por las puertas».
Fray Diego de Urrutia murió dos años después
de esta derrota, y pocos meses antes de que también pasara
a mejor vida el virrey capitulero.