Probable es que algunos de mis lectores hayan oído decir a
las viejas de Lima, cuando quieren ponderar lo subido de precio
de un artículo:
-¡Qué! Si esto es más caro que la camisa de
Margarita Pareja.
Habríame quedado con la curiosidad de saber quién
fue esa Margarita, cuya camisa anda en lenguas, si en La
América, de Madrid, no hubiera tropezado con un
artículo firmado por Don Ildefonso Antonio Bermejo (autor
de un notable libro sobre el Paraguay) quien, aunque muy a la
ligera habla de la niña y de su camisa, me puso en
vía de desenredar el ovillo, alcanzando a sacar en limpio
la historia que van ustedes a leer.
I
Margarita Pareja era (por los años de 1765) la hija mas
mimada de Don Raimundo Pareja, caballero de Santiago y colector
general del Callao.
La muchacha era una de esas limeñitas que por su belleza
cautivan al mismo diablo y lo hacen persignarse y tirar piedras.
Lucía un par de ojos negros que eran como dos torpedos
cargados con dinamita y que hacían explosión sobre
las entretelas del alma de los galanes limeños.
Llegó por entonces de España un arrogante mancebo,
hijo de la coronada villa del oso y del madroño, llamado
Don Luis Alcázar. Tenía éste en Lima un
tío solterón y acaudalado, aragonés rancio y
linajudo, y que gastaba más orgullo que los hijos del rey
Fruela.
Por supuesto que, mientras le llegaba la ocasión de
heredar al tío, vivía nuestro Don Luis tan pelado
como una rata y pasando la pena negra. Con decir que hasta sus
trapicheos eran al fiado y para pagar cuando mejorase de fortuna,
creo que digo lo preciso.
En la procesión de Santa Rosa conoció
Alcázar a la linda Margarita. La muchacha le llenó
el ojo y le flechó el corazón. La echó
flores, y aunque ella no le contestó ni sí ni no,
dio a entender con sonrisitas y demás armas del arsenal
femenino que el galán era plato muy de su gusto. La
verdad, como si me estuviera confesando, es que se enamoraron
hasta la raíz del pelo.
Como los amantes olvidan que existe la aritmética,
creyó Don Luis que para el logro de sus amores no
sería obstáculo su presente pobreza, y fue al padre
de Margarita y sin muchos perfiles le pidió la mano de su
hija.
A Don Raimundo no le cayó en gracia la petición, y
cortésmente despidió al postulante,
diciéndole que Margarita era aún muy niña
para tornar marido; pues a pesar de sus diez y ocho mayos,
todavía jugaba a las muñecas.
Pero no era esta la verdadera madre del ternero. La negativa
nacía de que Don Raimundo no quería ser suegro de un
pobretón; y así hubo de decirlo en confianza a sus
amigos, uno de los que fue con el chisme a don Honorato, que
así se llamaba el tío aragonés. Éste,
que era más altivo que el Cid, trinó de rabia y
dijo:
-¡Cómo se entiende! ¡Desairar a mi sobrino!
Muchos se darían con un canto en el pecho por emparentar
con el muchacho, que no lo hay más gallardo en todo Lima.
¡Habrase visto insolencia de la laya! Pero
¿adónde ha de ir conmigo ese colectorcillo de mala
muerte?
Margarita, que se anticipaba a su siglo, pues era nerviosa como
una damisela de hoy, gimoteó, y se arrancó el pelo,
y tuvo pataleta, y si no amenazó con envenenarse fue
porque todavía no se habían inventado los
fósforos.
Margarita perdía colores y carnes, se desmejoraba a vista
de ojos, hablaba de meterse monja, y no hacía nada en
concierto. «¡O de Luis o de Dios!» gritaba cada
vez que los nervios se le sublevaban, lo que acontecía una
hora sí y otra también. Alarmose el caballero
santiagués, llamó físicos y curanderas, y
todos declararon que la niña tiraba a tísica, y que
la única melecina salvadora no se vendía en la
botica.
O casarla con el varón de su gusto, o encerrarla en el
cajón con palma y corona. Tal fue el ultimátum
médico.
Don Raimundo (¡al fin padre!), olvidándose de coger
capa y bastón, se encaminó como loco a casa de D.
Honorato, y lo dijo:
-Vengo a que consienta usted en que mañana mismo se case
su sobrino con Margarita, porque si no la muchacha se nos va por
la posta.
-No puede ser -contestó con desabrimiento el tío.-
Mi sobrino es un pobretón, y lo que usted debe buscar para
su hija es un hombre que varee la plata.
El diálogo fue borrascoso. Mientras más rogaba D.
Raimundo, más se subía el aragonés a la
parra, y ya aquél iba a retirarse desahuciado cuando D.
Luis, terciando en la cuestión, dijo:
-Pero, tío, no es de cristianos que matemos a quien no
tiene la culpa.
-¿Tú te das por satisfecho?
-De todo corazón, tío y señor.
-Pues bien, muchacho: consiento en darte gusto; pero con una
condición, y es esta: Don Raimundo me ha de jurar ante la
Hostia consagrada que no regalará un ochavo a su hija ni
la dejará un real en la herencia.
Aquí se entabló nuevo y más agitado
litigio.
-Pero, hombre -arguyó Don Raimundo,- mi hija tiene veinte
mil duros de dote.
-Renunciamos a la dote. La niña vendrá a casa de su
marido nada más que con lo encapillado.
-Concédame usted entonces obsequiarla los muebles y el
ajuar de novia.
-Ni un alfiler. Si no acomoda, dejarlo y que se muera la
chica.
-Sea usted razonable, Don Honorato. Mi hija necesita llevar
siquiera una camisa para reemplazar la puesta.
-Bien: paso por esa funda para que no me acuse de obstinado.
Consiento en que le regale la camisa de novia, y san se
acabó.
Al día siguiente Don Raimundo y Don Honorato se dirigieron
muy de mañana a San Francisco, arrodillándose para
oír misa y, según lo pactado, en el momento en que
el sacerdote elevaba la Hostia divina, dijo el padre de
Margarita:
-Juro no dar a mi hija más que la camisa de novia.
Así Dios me condene si perjurare.
II
Y Don Raimundo Pareja cumplió ad pedem litterae su
juramento; porque ni en vida ni en muerte dio después a su
hija cosa que valiera un maravedí.
Los encajes de Flandes que adornaban la camisa de la novia
costaron dos mil setecientos duros, según lo afirma
Bermejo, quien parece copió este dato de las Relaciones
secretas de Ulloa y Don Jorge Juan.
Ítem, el cordoncillo que ajustaba al cuello era una
cadeneta de brillantes, valorizada en treinta mil morlacos.
Los recién casados hicieron creer al tío
aragonés que la camisa a lo más valdría una
onza; porque Don Honorato era tan testarudo que, a saberlo cierto,
habría forzado al sobrino a divorciarse.
Convengamos en que fue muy merecida la fama que alcanzó la
camisa nupcial de Margarita Pareja.