Entre los diversos papeles que forman el legajo o códice
456 del Archivo Nacional, hay un pliego que contiene la copia de
un recurso presentado al muy noble Cabildo de Lima el 30 de junio
de 1802, apelando de una sentencia pronunciada por el regidor
juez de espectáculos. Tan original es el asunto que nos da
tela para hilvanar esta tradicioncita.
Era la tarde de San Pedro Apóstol, y gran concurso de
jugadores ocupaba el coliseo de gallos, situado entonces en la
plazuela de Santa Catalina y en la vecindad del cuartel de
artillería, cuya construcción se principiaba.
No hay público más abigarrado que el que concurre a
la cancha. El gallero es un tipo digno de especial estudio, y
acaso un día lo exhiba nuestra pluma.
Afortunadamente la afición empieza a decaer, y ya no se
codean en el circo generales y magistrados con zapateros y
rufianes, como sucedía hasta los años 1860. Por
entonces hubo un gallero bautizado, por lo ridículo y
grotesco de su estampa, con el apodo de Chauchilla, el cual
dejó a su muerte un legado de cien mil duros en favor de
los pobres y de los hospitales da Lima.
Tratábase de una pelea de siete jugadas a navaja, y el
gallo destinado para defender la cuarta parte por uno de los
partidos era un malatobo, bien laminado y de excelente registro,
famoso en los anales del circo por haber pisado la cancha cinco
veces en lo corrido del año, y salido siempre
incólume después de despachar a sus rivales. Ese
gallo era el Cid de los de la familia de cresta y
espolones.
El dueño del malatobo no consintió nunca que otro
individuo sino él en persona amarrase la navaja a su
gallo, cosa propia de un verdadero aficionado y tolerada por el
reglamento del coliseo.
Aquella tarde el malatobo iba a habérselas con un ajiseco
claro, machetón, de pata culebreadora, vencedor en cuatro
lidias. Era un adversario digno del Cid.
Careados los gallos, ambos se remontaron a la altura de una vara
sin supeditarse en el vuelo: tomaron tierra, y el ajiseco se le
prendió a la mecha al malatobo: éste zafó
con malicia arrastrando el ala izquierda, y mientras el ajiseco
culebreaba en vago, su contrario le clavó la navaja hasta
el su único hijo.
La batalla duró veintidós segundos, y nadie
habría osado poner en duda el triunfo del malatobo si un
muchacho no hubiera gritado: «¡Camarón!
¡Camarón! ¡Camarón!».
En el tecnicismo gallístico camarón significa
trampa.
Era el caso que, enredado en las plumas del cuello y roto por los
esfuerzos de la lucha, arrastraba el malatobo un delgado
cordoncito al cual estaba atada una crucecita de
Guamantanga.
Anualmente había por aquellos tiempos una concurrida
romería religiosa al pueblecito de Guamantanga, distante
quince leguas de Lima, donde se tributa culto a una efigie del
Señor, tenida, en concepto del devoto pueblo, por muy
milagrosa. Los romeros regresaban de su peregrinación
trayendo unas crucecitas de media pulgada, primorosamente
labradas, de la madera de un árbol cerca del cual
está situada la capilla. Las crucecitas, que son de un
color amarillo subido, eran bendecidas por el cura el día
de la fiesta y, a guisa de reliquias, obsequiadas a los fieles
que contribuían con limosnas para el divino culto.
Todo limeño que emprendía la peregrinación
regresaba a la ciudad con un cargamento de cruces para la
parentela y las amiguitas. No había, pues, buena moza que,
colgada al cuello y pendiente de un cordoncito de oro, no luciese
su crucecita de Guamantanga. Esta costumbre es la que nos pinta
el gran poeta cómico Manuel Segura, poniendo en boca de un
galancete estos versos:
«¡Por Cristo que nos dio luz,
qué cuello tan soberano!
Deja que bese la cruz,
que yo también soy cristiano».
La gritería que se alzó en el circo fue atroz.
Algunos de los partidarios del difunto se vinieron, garrote
levantado, sobre el dueño del malatobo quien, cargando con
su gallo, corrió a refugiarse al lado del regidor, juez de
la lidia.
Los partidarios del ajiseco sostuvieron que el malatabo no
había jugado limpio; pues no debía la victoria a su
ñeque o pujanza, sino al amuleto o reliquia que lo
hacía invencible.
El regidor convino en que adornar un gallo con crucecita de
Guamantanga equivalía a recurrir a malas artes, y que
había algo de hechicería, conjuro e irreverencia.
Por ende declaró tablas la pelea y, envió a la
cárcel al dueño del gallo.
Si el Cabildo confirmó o revocó el fallo de su
regidor, ni lo dice el manuscrito ni hemos tenido espacio ni
voluntad para averiguarlo.