Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que
contra la historia y la literatura cometí cuando
muchacho.
Contaba diez y ocho años y hacía pinicos de
escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír entre
los aplausos de un público bonachón los
destemplados gritos «¡el autor! ¡el
autor!». A esa edad todo el monte antojábaseme
orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro
coplas mal zurcidas y una docena de articulejos peor hilvanados
había puesto una pica en Flandes y otra en Jerez. Maldito
si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía
por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de
polilla. Casi casi me habría atrevido a dar quince y raya
al más entendido en materias literarias, siendo yo
entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de
bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos,
llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza.
¿Por qué? Porque sí. Este porque sí
será una razón de pie de banco, una razón de
incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la
razón que alegamos todos los hombres a falta de
razón.
Como la ignorancia es atrevida, echeme a escribir para el teatro;
y así Dios me perdone si cada uno de mis engendres
dramáticos no fue puñalada de pícaro al buen
sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo
público bobalicón que llamara a la escena al
asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le
arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que por esos
tiempos no era yo el único malaventurado que con
fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional,
ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela
ver que no es todo el sayal alforjas.
Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil,
especie de alacrán de cuatro colas o actos, y
¡sandio de mí! fuí tan bruto que no
sólo creí a mi hijo la octava maravilla, sino que
¡mal pecado! consentí en que un mi amigo, que no
tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en
letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan
mal empleados!
Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos
ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento
inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres
imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés,
la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un
mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de
protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en
la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros
de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para
querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía
cuando ambas se den un tropezón en el valle de
Josafat.
«¡Basta de preámbulo y al hecho!»,
exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un
abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre
filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo
entonces de corrido: «El hecho es un muchacho hecho: el que
lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho».
I
Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la
independencia de Sud-América. Sin embargo, y como una
morisqueta de la Providencia, España dominó por
trece meses más en una área de media legua
cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de
1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y
bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla
flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la
obstinación de Rodil en defender este último
baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad.
El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leonidas,
dice que hizo demasiado por su gloria de soldado,
Stévenson y aun García Camba convienen en que Rodil
fue cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener
una resistencia tan desesperada para dejar su reputación
bien puesta y a salvo el honor de las armas
españolas.
Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la
península, ni de que en el país hubiese una
reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus
compañeros desaparecer día a día, diezmados
por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso
desmayó un instante la indomable terquedad del castellano
del Callao.
Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que
lleva el primer puerto de la república, y entre otras
versiones, la más generalizada es la de que viene por la
abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro
llamado por los marinos zahorra o callao.
A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma
proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos
ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un
cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los
suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al
reposo, y en el momento más inesperado se aparecía
como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados.
Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los
moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil
había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en
los brazos.
Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo.
Alumno de la universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba
jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros
colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de
cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú
con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante.
Ascendido poco después a comandante, se le
encomendó la formación del batallón
Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la
solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde
pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo
condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el
cuerpo que había creado, a las batallas de Talca,
Cancharayada y Maypú.
Regresó al Perú, tomando parte activa en la
campaña contra los patriotas, y salió herido el 7
de julio de 1822 en el combate de Pucarán.
Al encargarse del gobierno político y militar del Callao
en 1824 el brigadier Don José Ramón Rodil,
hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa
de los Monteros, San Payo, Tumames, Medina del Campo, Tarifa,
Pamplona y Cancharayada, cruces que atestiguaban las batallas en
que había tenido la suerte de encontrarse entre los
vencedores. Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar,
al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que
disponía de 171 cañones, fue verdaderamente
titánica la resistencia. La historia consigna la para
Rodil decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que
el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los
honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse
en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La-Mar, que
era, valiéndome de una feliz expresión del inca
Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas,
tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y
la lealtad de Rodil, que desde el 1.º de marzo de 1824, en
que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta
enero de 1826 casi no pasó día sin combatir.
Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa
actividad, una astucia sin límites y una energía
incontestable para sofocar complots. En sólo un día
fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que
lo rodeó de terrorífico y aun supersticioso
respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fue
Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y
agudezas y que era el amanuense de Rodil.
El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al
apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fue comisionado
por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de
Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega
de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que
Canterac le transcribía el artículo de la
capitulación concerniente al Callao, exclamó
furioso: «¡Canario! Que capitulen ellos que se
dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras
tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos
p... ícaros insurgentes».
II
Durante el sitio disparó sobre el campamento de
Bellavista, ocupado por los patriotas, 79.553 balas de
cañón, 451 bombas, 908 granadas, y 34.713 tiros de
metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete
Oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y
sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas por su parte no
anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las
fortalezas 20.327 balas de cañón, 317 bombas e
incalculable cantidad de metralla.
Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una
guarnición de 2.800 soldados, y el día de la
capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de
manejar una arma. El resto había sucumbido al rigor de la
peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao,
donde un año antes pasaban de 8.000 los asilados o
partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que
presenciaron el desenlace del sitio. Según García
Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los
que murieron combatiendo.
En los primeros meses del sitio Rodil expulsó de la plaza
2.389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir
más expulsados, y viose el feroz espectáculo de
infelices mujeres que no podían pasar al campamento de
Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las
rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos
fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma
humana. He aquí lo que que sobre este punto dice Rodil en
el curioso manifiesto que publicó en España, sin
alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno de todo
sentimiento de humanidad.
«Yo que necesitaba aminorar la población para
suspender consumos que no podían reponerse, mandé
que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria
saliesen del Callao. Esta orden fue cumplida con prudencia, con
pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que
emigraron fue animando a los que carecían de recursos para
vivir en la población, y en cuatro meses me
descargué de 2.389 bocas inútiles. Los enemigos, a
la decimacuarta emigración de ellas entendieron que su
conservación me sería nociva, y tentaron no
admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí
decisivamente».
Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones
que están en la conciencia de todos los espíritus
generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del
carácter compasivo de los peruanos fue la conducta del
sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la
historia la conducta del gobernador de la plaza.
Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje
desmayó cuando en los primeros días de enero de
1826 se vio abandonado por su íntimo amigo el comandante
Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y
por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael,
quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos
poseían el secreto de las minas que debían hacer
explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto
formal. Ellos conocían en sus menores detalles todo el
plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier.
La traición de sus amigos y tenientes había venido
a hacer imposible la defensa.
El 11 de enero se dio principio a los tratados que terminaron con
la capitulación del 23 honrosa para el vencido y
magnánima para el vencedor.
Las banderas de los regimientos Infante, Don Carlos y Arequipa,
cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se
las llevase a España. De las nueve banderas
españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La-Mar
que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se
guardasen en la catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo
de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas
peruanas.
¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el
contenido de la pregunta.
III
Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial
distinción y fue el único de los que militaron en
el Perú a quien no aplicaron el epíteto de ayacucho
con que se bautizó en España a los amigos
políticos de Espartero. Rodil figuró, y en
altísima escala, en la guerra civil de cristinos y
carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una
biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que
obtuvo los cargos más importantes y honoríficos.
Fue general en jefe del ejército que afianzó sobre
las sienes de doña María de la Gloria la corona de
Portugal. Tuvo después el mando del ejército que
defendió los derechos de Isabel II al trono de
España, aunque le asistió poca fortuna en las
operaciones militares de esta lucha, que sólo
terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de
Rodil.
Fue virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente
capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y
Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra,
presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta
Cámara, prócer del reino, caballero de collar y
placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de
Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de
las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y
Espartero existió siempre antagonismo político y
aun personal, habiendo llegado a extremo tal, que en 1815, siendo
ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo
de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores,
títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a
la caída de Espartero, el nuevo ministro amnistió a
Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y
demás preeminencias.
El marqués de Rodil no volvió desde entonces a
tornar parte activa en la política española y
murió en 1861.
Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta
años de edad.
IV
Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de
la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar
contra su jefe. El presidente marqués de Torre-Tagle y su
vicepresidente Don Diego Aliaga, los condes de San Juan de
Lurigancho, de Castellón y de Fuente- González, y
otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto
víctimas del escorbuto y de la disentería que se
desarrollan en toda plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa
estaban sometidos a ración de carne de caballo, y
sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios
fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de
Torre-Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres
limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro
macizo, y llegó época en que se vendieron ratas
como manjar delicioso.
Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas
penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los
conspiradores. Hoy descubría Rodil una
conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni
proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana
tenía que repetir los castigos de la víspera.
Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más
había alambicado antes su lealtad a la causa del rey,
pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello
de su camisa.
Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más
activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban
de noche hasta ponerse a tiro de fusil y gritaban:
-A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores, -palabras
que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a
quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y
ojerosas.
V
A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el
germen de sedición, y vino día en que almas del
otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían
las pobrecitas que Don Ramón Rodil era hombre para
habérselas tiesas con el purgatorio entero!
Fue el caso que una mañana encontraron privados de sentido
y echando espumarajos por la boca a dos centinelas de un
bastión lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran
los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca
sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar
a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una
bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la
Pasión; pero los infelices eran hombres de su
época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta
dejarlo de sobra.
Vueltos en sí, declaró uno de ellos que a la hora
en que Pedro negó al Maestro se lo apareció como
vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y
que con aquella. voz gangosa que diz que se estila en el otro
barrio le preguntó: «¡Hermanito!
¿Pasó la monja?».
El otro soldado declaró, sobre poco más o menos,
que a él se le había aparecido una mujer con
hábito de monja clarisa y díchole:
«¡Hermanito! ¿Pasó el
fraile?».
Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con
gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el
quién vive, porque la carne se les volvió de
gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó
la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.
Don Ramón Rodil para curarlos de espantos les mandó
aplicar carrera de baquetas.
El castellano del Real Felipe, que no tragaba ruedas de molino ni
se asustaba con duendes ni demonios coronados, diose a cavilar en
los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de
que aquello trascendía de a legua a embuchado
revolucionario. Y tal maña diose y a tales expedientes
recurrió, que ocho días después sacó
en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y
hueso que se valían del disfraz para acercarse a la
muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con
los patriotas.
Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra
en la casamata del castillo una docena de sospechosos y a la vez
mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el
hábito por mortaja.
Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a
peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi
destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo
sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pie juntillas que el
fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el
país de las calaveras, por solo el placer de dar un susto
mayúsculo al par de tagarotes que hacían centinela
en el bastión del castillo.