El naufragio del vapor de guerra Rimac el 1º de marzo de
1855 en los arrecifes de la punta de San Juan llevó al
tradicionista que este libro ha escrito, después de andar
tres días entre arenales pasando la pena negra, al
pueblecito de Acarí. Aquel naufragio no fue al principio
gran catástrofe; pues de novecientos que éramos
entre tripulantes del buque, pasajeros y un batallón de
infantería que, con destino a Islay, se había
embarcado, no excedieron do doce los ahogados en el mar. Pero
cuando, congregados en la playa, nos echamos a deliberar sobre la
situación, y nos encontramos sin víveres ni agua, y
nos convencimos de que para llegar a poblado necesitábamos
emprender jornada larga, sin más guía que la
Providencia, francamente que los pelos se nos pusieron de punta.
Acortando narración, baste decir que la sed, el hambre, el
cansancio y fatiga dieron cuenta de ochenta y seis
náufragos, y que los que, por vigorosos o afortunados,
logramos llegar a Chaviña, Chocavento o Acarí,
más semblanza teníamos de espectros que de humanos
seres. Fue entonces cuando oí relatar a un indio viejo la
tradición que van ustedes a leer, y de la cual habla
también incidentalmente Garcilaso de la Vega en sus
Comentarios reales.
Entre los caciques de Acarí y de Atiquipa, que nacieron
cuando ya la conquista española había echado
raíces en el Perú, reinaba en 1574 la más
encarnizada discordia, a punto tal que sus vasallos se
rompían la crisma, azuzados, se entiende, por los curacas
rivales.
Era el caso que el de Atiquipa no se conformaba con que las
fértiles lomas estuviesen bajo su señorío, y
pretendía tener derecho a ciertos terrenos en el llano. El
de Acarí contestaba que desde tiempo inmemorial, su
jurisdicción se extendía hasta la falda de los
cerros, y acusaba al vecino de ambicioso y usurpador.
La autoridad española, quo no podía consentir en
que el desorden aumentara en proporciones, se resolvió a
tomar cartas en la querella, amén de que el poderío
de los caciques más era nominal que efectivo; pues a la
política de los conquistadores convenía aún
dejar subsistentes los cacicazgos y demás títulos
colorados, rezagos del gobierno incásico.
El corregidor de Nazca mandó comparecer ante él a
los dos caciques, oyó pacientemente sus cargos y
descargos, y los obligó a prestar juramento de someterse
al fallo que él pronunciara.
Dos o tres días después sentenció en favor
del cacique de Acarí y dispuso que, en prueba de
concordia, se celebrase un banquete al que debían
concurrir los indios principales de ambos bandos.
El de Atiquipa disimuló el enojo que lo causara la
pérdida del pleito; y el día designado para el
banquete de reconciliación estuvo puntual, con sus amigos
y deudos, en la plaza de Acarí.
Había en ella dos grandes mesas en las que se veía
enormes fuentes con la obligada pachamanca de carnero, y no pocas
tinajas barrigudas conteniendo la saludable chicha de jora, mil
veces preferible, en el gusto y efectos sobre el organismo, a la
amarga y abotargadora cerveza alemana.
Ocupó una de las mesas el vencedor con sus amigos, y en la
fronteriza tomaron asiento el de Atiquipa y los suyos.
Terminada la masticación, humedecida, por supuesto, con
frecuentes libaciones, llegó el momento solemne de los
brindis. Levantose el de Atiquipa, y tomando dos mates llenos de
chicha, avanzó hacia el de Acarí y le dijo:
-Hermano, sellemos el pacto brindando por que sólo la
muerte sea poderosa a romper nuestra alianza.
Y entregó a su antiguo rival el mate que traía en
la derecha.
No sabré decir si fue por aviso cierto o por sospecha de
una felonía por lo que, poniéndose de pie el de
Acarí, contestó mirando con altivez a su vencido
adversario:
-Hermano, si me hablas con el corazón, dame el mate de la
izquierda, que es mano que al corazón se avecina.
El de Atiquipa palideció y su rostro se contrajo
ligeramente; mas fuese orgullo o despecho al ver abortada su
venganza, repúsose en el instante y con pulso sereno
pasó el mato que el de Acarí le reclamara.
Ambos apuraron el confortativo licor; más el do Atiquipa,
al separar sus labios del mate, cayó como herido por un
rayo.
Entre el suicidio y el ridículo de verse nuevamente
humillado por su contrario, optó sin vacilar por el
suicidio, apurando el tósigo que traía preparado
para sacrificar al de Acarí.