Toda era júbilos Lima en el mes de septiembre del
año de 1617.
El galeón de España había traído, en
cartas y gacetas, pomposas descripciones de las solemnes fiestas
celebradas en las grandes ciudades de la metrópoli en
honor de la Inmaculada Concepción de María. Apenas
leídas cartas, una lechigada de niños,
pertenecientes a una familia rica que habitaba en la calle de las
Mantas, paseó en procesión por el patio de la casa
una pequeña imagen de la Virgen. Agolpáronse a la
puerta los curiosos, y el devoto pasatiempo de los niños
fue tema de la conversación social, y despertó el
entusiasmo para hacer en Lima fiestas que en boato superasen a
las de España.
El virrey príncipe de Esquilache, ambos cabildos y las
comunidades religiosas se pusieron de acuerdo, siendo los padres
de la Compañía de Jesús los que más
empeño tomaron para que los proyectos se convirtiesen en
realidad. Todos los gremios, y principalmente el de mercaderes
del callejón, que así se denominaban los
comerciantes que tenían sus tiendas en la encrucijada de
Petateros, decidieron echar la casa por la ventana para que la
cosa se hiciese en grande y con esplendidez nunca vista.
Los caballeros de las cuatro órdenes militares
españolas que existieron en el Perú por aquel
siglo, gastaron el oro y el moro. Eran estas órdenes las
siguientes:
La de Santiago, fundada en 848 por el rey don Ramiro, en memoria
de la batalla de Clavijo. La encomienda de esta orden es una
espada roja en forma de cruz, que imita la guarnición o
empuñadura de los aceros usados en esa época.
La de Calatrava, instituida en 1158 por el rey don Sancho III. La
insignia era cruz de gules cantonada.
La de Alcántara, fundada en 1176 por don Fernando II. La
cruz de los caballeros era idéntica a la de los de
Calatrava, diferenciándose en el color, que es
verde.
La de Montesa, fundada en 1317 por don Jaime II de Aragón.
La encomienda era una cruz llana de gules.
El jesuita limeño Menacho, de universal renombre; su
famoso compañero el padre Alonso Mesía, muerto en
olor de santidad; el agustino Calancha que, como cronista, es hoy
mismo consultado con avidez; el canónigo don Carlos
Marcelo Corni, que fue el primer peruano que ciñó
mitra; Villarroel que, andando los tiempos, debía
también ser obispo y autor de excelentes libros, y otros
sacerdotes de mérito no menor fueron los predicadores
designados para las fiestas.
Quince días de procesiones, calles encintadas,
árboles de fuego, mojigangas, toros, sainetes e incesante
repique de campanas: quince días de aristocráticos
saraos, y en los que las limeñas lucieron millones en
trajes y pedrerías: quince días en los que se
iluminó la ciudad con barriles de alquitrán,
iluminación que, para la época, valía tanto
como la del moderno gas: quince días en que el fervor
religioso rayó en locura, y... pero ¿a qué
meterme en descripciones? Quien pormenores quiera, échese
a leer un libro publicado en Lima en 1618 por la imprenta de
Francisco del Canto, que lleva por título: Relación
de las fiestas que a la Inmaculada Concepción de la Virgen
Nuestra Señora se hicieron en esta ciudad de los reyes del
Perú, etc. Su autor es nada menos que el ilustre don
Antonio Rodríguez de León Pinelo,
catedrático de derecho cesáreo y pontificio y una
de las más altas reputaciones literarias del siglo
XVII.
Entre las muchas comparsas que en esos días recorrieron
las calles de la ciudad, fue la más notable una compuesta
de quince niñas, todas menores de diez años e hijas
de padres nobles y acaudalados. Iban vestidas de ángeles,
con tuniquilla de raso azul y sobre ella otra de velillo de
plata, ostentando coronitas de oro sembradas de perlas,
rubíes, zafiros, diamantes, esmeraldas y topacios. Cada
angelito llevaba encima un tesoro.
Cuando el príncipe-virrey se asomó al balcón
de palacio para ver pasar la infantil comparsa, la más
linda de las chiquillas, la futura marquesita de Villarrubia de
Langres, que, representando a San Miguel, era el capitán
de aquel coro de ángeles y serafines, se dirigió a
su excelencia y le dijo:
«Soy correo celestial,
y por noticia os traía
que es concebida María
sin pecado original».
Pero tan solemnes como lujosas fiestas, en las que Lima hizo gala
de la religiosidad de sus sentimientos, tuvieron también
su escena profanamente grotesca, si bien en armonía con el
espíritu atrasado de esos tiempos.
Referir esta escena es el propósito de mi
tradición.
II
Había en Lima un hombrecillo del codo a la mano, casi un
enano, llamado don Juan Manrique y que, sin comprobarlo con su
árbol genealógico, se decía descendiente de
uno de los siete infantes de Lara. Heredero de un caudal decente,
sacó del cofre algunas monedas e ideó gastarlas de
forma que la atención pública se fijase en su
menguada figura.
Congregado estaba Lima en la plaza Mayor a obra de las doce del
día, cuando a todo correr presentose don Juan Manrique
sobre un gentil caballo overo, con caparazón morado y
blanco, recamado de oro, estribos de plata y pretal de cascabeles
finos. El jinete vestía reluciente armadura de acero,
gola, manoplas, casco borgoñón, con gran penacho de
plumas y airones, y embrazaba adarga y lanzón,
ciñendo alfanje de Toledo y puñal de misericordia
con punta buida. Cruzábale el pecho una banda blanca
donde, con letras de oro, leíase esta divisa: El caballero
de la Virgen.
Por la pequeñez de su talla, era el campeón un
Sancho parodiando a don Quijote. El pueblo, en medio de su
sorpresa, más que en el jinete se fijó en el brioso
corcel y en el lujo del atavío, y hubo un atronador
palmoteo.
Llegado el de Manrique de Lara frente a palacio, detuvo con mucho
garbo el caballo, alzose la visera y dio el siguiente
pregón:
¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!...
¡Santiago y León!... Aquí estoy yo, don Juan
Manrique de Lara, «el caballero de la Virgen», que
reto, llamo y emplazo a mortal batalla a todos los que negasen
que la Virgen María fue concebida sin pecado original. Y
así lo mantendré y haré confesar, a golpe de
espada y a bote de lanza y a mojicón cerrado y a bofetada
abierta, si necesario fuese, para lo cual aguardaré en
vigilia en este palenque, sin yantar ni beber, hasta que Febo
esconda su rubia caballera. El judío que sea osado, que
venga, y me encontrará firme mantenedor de la empresa.
¡Santiago y Castilla!... ¡Santiago y Galicia!...
¡Santiago y León!...
Dijo, y arrojó sobre la arena de la plaza un guantelete de
hierro.
El pueblo, que no esperaba esta pepitoria de los romancescos
caballeros andantes, vitoreó con entusiasmo. Ni que el
campeón hubiera sido otro Pentapolín, el del
arremangado brazo.
Al decir de la Inquisición, Lima era entonces un hervidero
de portugueses judaizantes, y barrúntase que contra ellos
se dirigía el reto del campeón de la Virgen. Pero
los descreídos portugueses maldito el caso que hicieron
del pregón y se estuvieron sin rebullirse, como ratas en
un agujero acechado por un micifuz.
Don Juan Manrique permaneció ojo avizor sobre las cuatro
esquinas de la plaza, esperando que asomase algún
malandrín infiel a quien acometer lanza en ristre. Pero
sonaron las seis de la tarde, y ni Durandarte valeroso, ni
desaforado gigante Fierabrás, ni endriago embreado, ni
encantador follón se presentaron a recoger el
guante.
El dogma de la Inmaculada Concepción quedaba triunfante en
Lima, y mohínos los pícaros portugueses que sotto
voce lo combatían.
Don Juan Manrique se volvió a su casa acompañado de
los vítores populares.
Desde ese día quedó bautizado con el mote de El
caballero de la Virgen.