Aunque yo sea la segunda persona después de nadie, no por
eso autorizo a mis lectores para que duden de la veracidad del
relato que voy a hacerles, máxime cuando me apoyo en la
autoridad del padre Calancha, que fue un agustino de manga ancha
y más bueno que el pan de manteca.
El 6 de enero de 1638 emprendió viaje para el Purgatorio
un limero llamado Diego Pérez de Araus, muy gran devoto de
San Agustín, pero que lo era más de las muelas de
Santa Apolonia.
Ya en el otro mundo entrole a su ánima el remordimiento de
que en cierta noche, y empleando no sé si dado, carrete o
caracolillo, lo había ganado a su amigo Antonio Zapata, no
diré una suma morrocotuda, sino la pigricia de doscientos
pesos.
Ánima de poco meollo cerebral y de muchos
escrúpulos de monja boba debió ser la del tramposo
Pérez de Araus, porque dio en aparecérsele todas
las noches a su acreedor Zapata, quien de tanto dar diente con
diente, por el terror que lo causaba la empezó a perder
carnes como aquel a quien encanijan brujas. En vano a cada
aparición preguntaba Zapata qué cosa se le
había perdido al ánima bendita y por qué la
buscaba en casa ajena. El espíritu de Dieguillo no
despegaba los labios para dar respuesta.
Y Antonio se echó a gastar en misas de San Gregorio y
demás sufragios por el ánima de Pérez de
Araus, y la picarona ni por esas: no dejaba pasar noche en blanco
o sin visita.
Tengo para mí que en el siglo XVII debió anclar un
tanto descuidada la vigilancia de los guardianes en el
Purgatorio. Sólo así me explico la frecuencia con
que venían a pasearse por acá las ánimas
benditas. Eso sí, con el alba todas regresaban a su
domicilio del otro mundo, sin que haya tradición de que
una sola hubiera cometido la informalidad de faltar a la lista de
diana.
Cundió en Lima la noticia de que el ánima de Diego
Pérez de Araus era ánima viajera y con quehaceres
por estos andurriales. La viuda de Pérez, que era moza y
de buen ver y mejor palpar, se asustó tanto con la nueva,
que diz que ya desde esa noche no durmió sola, recelando
que al ánima del difunto se le antojara ocupar su
legítimo sitio en el lecho matrimonial. Hay ánimas
benditas que por mozonada han hecho cosas peores. Apruebo la
medida precautoria adoptada por la viudita.
Mamá, que me come el coco!
Mamá, ¿no me comerá?
-No te asustes por tan poco,
¡que el coco no come ya!
Afortunadamente vivía en Lima, y en el monasterio de las
Descalzas, una monja más milagrera que la mitad y otro
tanto, a la cual expuso su cuita el desventurado Zapata. Y la
sierva de Dios le contestó que fuese sin zozobra, que
hembra era ella para meter en vereda al ánima de Diego
Pérez.
Y la evocó y la echó una repasata muy
enérgica por la majadería de andar quitando el
sueño y asustando al pobrete de Antón Zapata.
-De parte de Dios te mando -concluyó la monja- que me
digas francamente a qué vienes a Lima.
Parece que el ánima de Pérez de Araus se
atortoló como una menguada; porque declaró que sus
idas y venidas eran motivadas por el remordimiento de haberle
ganado, a la mala, doscientos pesos a su amigo.
-¡Pues buen modo de pagar tienes, hijita! ¿Eso se
estila por allá? ¡Ea! Lárgate y no vuelvas,
que yo hablaré con tu mujer para que ella pague por ti.
Vete tranquila a tu Purgatorio, y no te reconcomas por
candideces.
Y efectivamente. El alma de Diego Pérez no volvió a
rebullirse. Si hubiera perseverado en la manía de las
escapatorias, el padre Calancha, que debió tener bien
organizada su policía, lo habría sabido y nos lo
hubiera contado.
La monja llamó a la alegre viudita, y la intimó que
pagase a Zapata los doscientos duros de que el difunto se
había confesado deudor. Madama quiso protestar el
libramiento, alegando razones que probablemente serían de
pie de banco, porque la sierva de Dios le repuso con toda
flema:
-Bueno, hijita, como quieras. Que pagues o no pagues, me es
indiferente. Lo que sí te aseguro es que esta noche
tendrás de visita a tu marido. Él se
encargará de convencerte... y hasta de cobrarte cuentas
atrasadas.
Ante tal amenaza, la viudita, cuya conciencia no estaría
muy sobre la perpendicular, se avino a pagarle a Zapata los
doscientos de la deuda. Prefería largar la mosca a volver
a tener dimes y diretes con el difunto.
Y aserrín, aserrán,
los maderos de San Juan;
los del rey asierran bien,
los de la reina también;
los del duque
truque, truque;
los del dique
trique, trique.
Ahora bien, digo yo: ¿no convienen ustedes conmigo en que,
en este condenado y descreído siglo XIX, las benditas
ánimas del Purgatorio se han vuelto muy pechugonas,
tramposas y sin vergüenza? Para delicadeza las ánimas
benditas de ha tres siglos. Hemos visto a una de estas infelices
en trajines del otro mundo a este, para pagar una miserable deuda
de doscientos pesos. ¿Y hoy? Mucha gente se va al otro
barrio con trampa por centenares de miles, y en el camino se les
borra de la memoria hasta el nombre del acreedor.