El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en
la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza del distrito de
Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya
importancia bastará a dar idea el consignar que
tenía cuatro iglesias.
El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la
obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los
tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios
con tres días de ancho jolgorio.
En febrero de aquel año volvió a su pueblo el
cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo
habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta
razón fueron más animadas las fiestas; y en el
último día, cuando la embriaguez llegó a su
colmo, dio el cacique rienda suelta a su enojo con estas
palabras:
-Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y
nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los
viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos
envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el
coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al
compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que
los de fino metal no son para vosotros.
El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de
ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía,
exclamó:
-¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!
El pueblo se desbordó como un río que sale de
cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó
de los cálices de oro destinados para el santo
sacrificio.
El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se
presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un
crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e
impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobrexcitados
por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y
dando gritos espantosos penetraron en el santuario.
Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz,
cometieron sacrílegas profanaciones.
Pero en medio de la danza y la algazara la voz del ministro del
altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible,
gritándoles:
-¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!
La sacrílega orgía se prolongó hasta media
noche, y al fin, rendidos de cansancio, se entregaron al
sueño los impíos.
Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed
devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los
arroyos vecinos.
¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.
Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto
con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son
de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es
ligeramente salobre y malsana para los viajeros.
Entre las ruinas y perfectamente conservada encontrose en 1804
una efigie del Señor de la Exaltación, a cuya
solemne fiesta concurren el 14 de septiembre los creyentes de
diez leguas a la redonda.