En septiembre de 1542, e inmediatamente después de
pacificado el Perú con la sangrienta batalla de Chupas,
quiso el gobernador Vaca de Castro premiar los servicios de los
vencedores; y como éstos fuesen muchos y las mercedes
pocas, echose el buen licenciado a cavilar, hasta que,
dándose una palmada en la frente, exclamó:
-¡Albricias, padre, que el obispo es chantre! Mi expediente
es tan bueno como el milagro de los cinco panes.
¡Ahítense, golosos!
Cierto que el fruto de las cavilaciones de su
señoría iba a dejar satisfechas todas las
aspiraciones. Consistía en convertir en algo así
como en señores feudales a sus ochocientos soldados.
Siete años llevaba Lima de fundada, y todo el mundo
pedía solares, y pretendía repartimientos, y
mitayos, y conquista en tierra de infieles.
Halagó, pues, el gobierno a unos enviándolos al
descubrimiento del Dorado o país de la Canela, y a otros
con empresas tan fabulosas como aquélla.
Pedro Puelles, Gonzalo Díaz de Pineda, su yerno, y diez o
doce capitanes más, hidalgos todos, no ambicionaron
aventuras lejanas, sino terrenos y mando en el
riñón del país y a poca distancia de la
capital. Eso se quería la mona, piñoncitos
mondados.
El gobernante, accediendo a sus exigencias, encomendoles la
fundación y población de una ciudad que se
llamó y llama ciudad de los Caballeros del León de
Huánuco. ¡No es poco rimbombo!
La planta de la ciudad es hermosa, excelente el clima y
fertilísimo el terreno. El virrey marqués de
Cañete, dándola, años más tarde,
escudo de armas, la ennobleció con el título de muy
noble y muy leal; y otros de sus sucesores honraron a su Cabildo
con varias preeminencias. Para dar idea de la importancia que en
breve conquistara la ciudad, bastáranos apuntar que
franciscanos, dominicos, mercenarios, agustinos y juandedianos
tuvieron en ella convento.
No conozco Huánuco, y pésame como hay Dios; pero
dícenme que se la puede hogaño aplicar lo de
«ayer maravilla fui
y hoy sombra mía no soy».
En cuanto al fundador Pedro de Puelles, tengo referido en otra
leyenda que murió desastrosamente, y los historiadores lo
presentan como un pícaro de cuenta, traidor, avaricioso y
feroz, con ribetes de cobarde.
Sea de ello lo que fuere, impórtame consignar que si bien
los fundadores principales llegaron al Perú sin tener
donde se les parara el piojo más jinete, es decir, hechos
unos pelambres, la casualidad hizo que todos fueran segundones de
familias hidalgas de Castilla, Andalucía, Valencia y otros
reinos de España. Andando los años, sus
descendientes desplegaron más orgullo que Don Rodrigo en
la horca, y miraban por muy encima del hombro al resto de la
nobleza colonial. Los huanuqueños llegaron a imaginarse
que Dios los había formado de distinto limo, y casi, casi
decían como el linchado portugués: «No
descendemos de Noé; que cuando este borracho salvó
del diluvio en su arca, nosotros, los Braganzas, salvamos
también..., pero en bote propio».
En ningún pueblo del Perú, durante el gobierno
monárquico, estuvo tan marcado como en Huánuco el
prestigio de la aristocracia de sangre azul. La chusma, la
muchitanga, el pueblo, en fin, se prosternaba ante los
descendientes de los conquistadores que se avecindaron en la
ciudad. Decir huanuqueño era lo mismo que decir noble a
nativitate. En una palabra, sin tener una sagrada pena de
Covadonga, eran los vizcaínos y asturianos de la
América.
Lo que escrito llevo, a Dios gracias no puede herir la delicadeza
de los huanuqueños de hoy, que asaz republicanos son y
harto saben dónde les ajusta el zapato, para no
dárseles un pepinillo en escabeche de pergaminos y
títulos de Castilla, y lanzas y medias anatas, y escudos y
demás pamplinadas heráldicas.
Pero ¿a qué viene tanta parola? -me dirá el
lector-. ¿Qué tienen que ver las bragas con la
alcabala de las habas? ¿A qué hora asomara historia
del refrán? Sin duda, señor cronista, que el
chocolate está chirle y bate usted el molinillo para hacer
espuma.
No, lector amigo. Esas líneas no son escritas a humo de
pajas; pues sin ellas acaso quedaría un poco obscura la
tradición popular. Y ahora vamos al cuento sin más
rodeos, antes que alguno diga que me parezco al gaitero de
Bujalance, a quien le dieron un maravedí porque tocase y
le pagaron diez porque acabase.
II
Cuentan que por los años de 1620 vivía en la muy
noble y muy leal ciudad de los Caballeros del León de
Huánuco Don Fermín García Gorrochano, noble,
por supuesto, más que el Cid Campeador y los siete
infantes de Lara. Por lo de García mostraba don
Fermín escudo de armas: una garza de sable, en
ademán de volar, en campo de plata; bordura de gules, con
aspas de oro, y esta leyenda: De García arriba, nadie
diga.
Habitaba nuestro hidalgo en el segundo piso de la casa contigua a
la que hoy ocupa la prefectura. La fábrica no estaba
aún terminada, y en el salón existía un
balconcillo sin balaustrada ni celosía.
Este balconcillo es hoy mismo en Huánuco un monumento
histórico, como en París la famosa ventana a la que
se asomara el sandio predecesor de Enrique IV para hacer la
señal de dar principio a la matanza de hugonotes en la
tremenda noche de la Saint-Barthelemy.
Era el Don Fermín lo que se llama un pisaverde muy pagado
de su personita y que echaba bocanadas de sangre azul. Rico y
noble, no pensaba más que en aventuras amorosas, y parece
que en ellas lo acompañaba la fortuna de César o de
Alejandro para otro género de conquistas.
En cierto día traíalo preocupado una cita, de
aquellas a las que no puede enviarse un alter ego, para la hora
en que nuestros abuelos acostumbraban echar la siesta.
Desde las ocho de la mañana andaba su criado persiguiendo
al barbero Higinio; que quien va a cosechar los primeros
pámpanos, mirtos y laureles en la heredad de Venus, ha de
presentarse limpio de pelos y bien acicalado. La forma entra por
mucho en las cuestiones de Estado y en las del dios Cupido.
Pero al maldito barbero habíale acudido aquel día
más obra que a escribano de hacienda en tiempo de crisis y
quiebras mercantiles.
Tenía que poner sanguijuelas a un fraile, sinapismos a una
damisela, sacar un raigón a la mujer del corregidor,
afeitar a un cabildante, hacer la corona a un monago y cortar las
trenzas a una muchacha mal inclinada. ¡Vaya si tenía
trajín!
-Dígale a su merced que, en acabando de plantarle unas
ventosas a la sobrina del cura, me tendrá a su mandato
-contestó el barberillo a una de las requisitorias del
fámulo.
«No hay barbero mudo, ni cantor sesudo», dice el
refrán.
Más tarde dijo:
-En cuanto termine de rapar al fiel de fechos y al veedor, soy
con su merced.
-¡Y estos pelos -murmuraba el hidalgo-, que los traigo
más crecidos que deuda de pobre en poder de usurero!
Y en estas y las otras, y en idas y venidas como en el juego de
la corregüela, cátalo dentro, cátalo fuera,
dieron las tres de la tarde, y se pasó para don
Fermín la hora de la suspirada cita.
Era Higinio un indiecito bobiculto y del codo a la mano, y aunque
hubiera sido un Goliath injerto en Séneca, para el caso
daba lo mismo. Mayor honorario sacaba el infeliz de aplicar un
parche o un clister que de jabonar una barba. Además, no
podía sospechar que le corriera tanta prisa al hidalgo;
que, a barruntarlo, acaso no habría andado remolona la
navaja.
Cuando, sonadas ya las tres, no le quedó lavativa por
echar ni parroquiano a quien servir, se encaminó muy
suelto de huesos a casa de Gorrochano.
Esperábalo éste más furioso que berrendo en
el redondel. Daba precipitados paseos por el salón, y de
vez en cuando se detenía, creyendo sentir por la escalera
al robado Fígaro.
-¡Si vendrá ese gorgojo -murmuraba- el día en
que orinen las gallinas! ¡Por mi santo patrón, que
se ha de acordar de mí el muy arrapiezo!
Al cabo presentose Higinio con el saco en que llevaba los
trebejos del oficio. No bien estuvo al alcance de don
Fermín cuando éste, sin decir «allá te
lo espeto, Pericote Prieto» le arrimó una de coces y
bofetones. El rapabarbas, aquí caigo, allá levanto,
dio la vuelta al salón, danzando el baile macabro, hasta
hallarse junto a la entornada puerta que comunicaba al
desmantelado balconcillo.
En su conflicto, imaginose el pobrete que esa puerta
comunicaría a otra habitación, y lanzose por ella,
a tiempo que le alcanzaba en la rabadilla un soberano
puntapié.
Higinio cayó como pelota a la calle y se descalabró
y quedó tendido como camisa al sol.
Una aristocrática española, vieja y desdentada,
arsenal ambulante de pecados, lejos de desmayarse como lo
habría hecho cualquier hembra de estos tiempos,
exclamó:
«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».
«¡Para mi santiguada! ¡Buen consuelo de
tripas!» -digo yo.
Y el muerto fue al hoyo, y la justicia ni chistó ni
mistó, y los hidalgos del León de Huánuco
dijeron pavoneándose: «Así aprenderá
esta canalla a tener respetos con sus amos».
Y desde entonces quedó en el Perú como
refrán la frase de la vieja:
«¡Bien hecha muerte! ¡Feliz barbero,
que muere a manos de un caballero!».